No. 143 / CUENTO

 
Concepción

Alonso Posada Majluf
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM


posadamajluf01.jpgIlustraciones de Sergio Vargas, ENAP-UNAM
–¡Cuéntame una historia!

–¿Cuál?

Se quedó callada. Responder sería como contarse una historia sola. Buscó una posición con la almohada. El mundo exterior se fue apagando y el interior ensanchando. Poco a poco, como en un balanceo, un balanceo cuyos extremos de vigilia y sueño se alternaban con la repetición de una frase: cuéntame una historia, cuéntame una historia, historia, historia, cuéntame la historia. La insistencia de estas palabras cedía, como si las letras se empaparan de sueño y regresaran pesadas. Se iban cayendo: cuéntame mi historia, cuento mi historia, me cuento mi historia…

La mañana siguiente era de aquellas en las que da gusto respirar. El frío del aire y la transparencia del paisaje le despertaron una excitación en el estómago, unas ganas de vivir que festejó con una taza de café frente a la ventana. Por un momento pensó que era imposible no ser feliz en días así de bellos. Se sentía tan despejada ella misma como el cielo. ¿No es suficiente un azul así en el cielo para ver claro? Trató de recordar un día con tal transparencia en el aire que hubiera vivido mal, no recordó ninguno: los datos meteorológicos no son buenos para archivar el pasado. La frase con la que aterrizó su pensamiento fue “así como hay días internamente soleados, hay días internamente grises”. Pero, por qué no ser feliz, ya, de hoy para siempre, por qué es tonto confiar en la vida, confiar en que no llegarían tantas confusiones como las de antes, que nunca volvería a sentirse aparte del mundo. Le parecía tan claro su derecho a existir, tan legítimo e incuestionable su espacio en el mundo… su derecho a ser feliz se le revelaba del todo incuestionable, como el de cualquiera. ¡Su lugar en el mundo lo veía tan claro, tan real y valioso!

posadamajluf02.jpg¿Cuántos momentos podría contar en su corta experiencia de vida en los que había creído entender el sentido de su existencia? ¿Y cuántos en los que había vuelto a caer? Sin embargo, hacía más de cuatro años que su cotidianidad transcurría dentro de un mismo edificio interno, una construcción suficientemente sólida para creer que no volvería a sentirse tan extraviada, tan desdichada como en otros tiempos.

Miró hacia atrás, en las paredes de su casa, de su despacho, de su mundo, no había ningún cuadro. Los dos restiradores y las lámparas; el suelo de madera y el ventanal al fondo; la computadora portátil y utensilios simples como plumas, rotafolios, teléfono, dibujos de trabajo y algunos libros eran suficientes, hacían de ese espacio un lugar bello.

Extendió un plano sobre el restirador pero antes de empezar quiso llamar a una amiga. Pudo hablar con ella aproximadamente veinte minutos hasta que Ana se tuvo que ir, corriendo, para no llegar más tarde al trabajo. La despedida fue un poco angustiante, como lo era cada vez desde hacía años: como si enfrentara a una muerte pasada, como si en el momento de despedirse volvieran a desaparecer dos niñas, un par de mejores amigas.

Al volver al plano extendido vio en sí misma que aquella emoción, aquella excitación en el estómago, había resistido a la melancolía ligada a su amiga de la infancia. Admiró los trazos finos que había hecho su marido sobre el plano. Era una idea en común que sólo pudo nacer de la libertad que les había dado el cliente: sobre un terreno en un ambiente natural, había que pensar un cine al aire libre. No era fácil experimentar en un ámbito tan nuevo, sin embargo, tenía clara una idea sobre la que iba concibiendo, poco a poco, cada detalle. Iba dibujando entre la verdad y la mentira, olvidándose a medias del papel que tenía bajo susmanos para plantear un espacio real, una sala que, a su vez, quedaría en segundo término, una sala cinematográfica en la que se entra para olvidarse un poco de ella, para ver otra dimensión de la verdad. Lo más real del mundo se iba quedando siempre en un segundo plano y la mentira se iba transformando en una verdad cada vez más profunda.

No le parecía estar particularmente inspirada, no necesitaba contemplar las líneas que iba marcando como si se tratara de una obra de arte; de hecho, sabía que de no importarle tanto el resultado final encontraría su trabajo sumamente tedioso; aun así, ese margen de sorpresa que se abre entre el término de un proyecto arquitectónico y la construcción, el rebote de lo real como ligeramente autónomo, le evitaba creer ciegamente en el éxito.
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De pie frente al ventanal, a la orilla del balcón, miró a lo lejos fijamente. De nuevo se le cruzó por la mente una idea que advertía como equivocada: estuvo a poco de creer que el secreto para sentirse tan bien era trazar unas líneas y olvidarse de todo por unos momentos. Como si fuera una especie de meditación. Sin embargo, le pareció
ingenua e inútil su búsqueda y se detuvo. Sus impulsos de comprensión del alma, sus impulsos de registro de la verdad quedaron superados con una certeza básica: “Hay que vivir” —pensó— y regresó, ligera, a sentarse en su banco. 

Abrió y cerró las piernas como para subirse la mezclilla. En otro tiempo la discreción de esas horas de la mañana la hubieran hecho juguetear un rato con su mano entre las piernas. Ahora, posadamajluf04.jpgdesde lejos, distinguía el sentimiento de soledad que acompañaba aquellos jugueteos. Continuó con el trabajo; un trabajo tedioso e incierto pero que la comprometía en un terreno común que ahora concebía junto con su marido, en una idea, una construcción donde se proyectarían sueños, películas para las que ella trabajaba sin darse cuenta en cada línea, guiones aún no escritos que desde lejos, como los hilos de una marioneta, la movían a seguir trabajando. ¿Eran esos hilos invisibles los que la sostenían?, ¿esa posibilidad de creación de mundos la que le generaba placer incluso en ese trabajo tan pesado? En la precisión de ese mecanismo complejo de músculos y tendones que llevaba los instrumentos de un lado al otro del plano ella colaboraba muy poco, sólo cuando se trataba de corregir un error sentía que era ella quien actuaba. Mientras tanto, el dibujo iba enriqueciéndose en sus detalles como sin su esfuerzo. De no ser así, no hubieran llegado tan rápido las tres de la tarde.
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Llevó la cafetera a la barra y se sentó al lado de la revista que estaba abierta sobre el sillón de cuero negro. No quiso ver las fotografías ni continuar leyendo el artículo. Faltaban cincuenta días exactamente para la aprobación definitiva del proyecto. Imaginó la celebración: primero iba a destapar ella misma una botella de champagne y lo iba a hacer con toda la extravagancia de la victoria.
Brincaría para que su marido la cargara, lo envolvería con sus piernas, ella le daría un beso en la frente y peinaría su pelo mojado de champagne. Su fantasía no le daba vergüenza, le parecía válida, con contenido. No repitió mucho la escena ni sintió cosquillas en el estómago al representársela. No hizo muchas versiones. Era un pacto con ella misma, como un buen negocio en el que las partes están de acuerdo, firman un contrato, lo reafirman con un apretón de manos y se van.

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A las tres y media de la tarde necesitaba estirar las piernas con un rodeo más grande que el de su estudio. Tenía dos opciones: comer cerca del parque y tomar un helado, o ir al barrio de al lado y aprovechar para recoger la correspondencia. Salió sin fijarse si llevaba cigarros, ni siquiera quiso detenerse a ver si el contestador automático estaba o no en marcha. Lo que necesitaba era moverse, seguir descubriéndose, pensar en otras cosas.

Al salir de su casa se decidió por ir al parque. Era un paseo que cada vez le parecía diferente. Hacía poco más de cinco años que vivía en la ciudad en la que había nacido su marido, pero de repente, de una manera que en ocasiones la hacía sospechar sobre sus procesos mentales, se sorprendía al verse a sí misma en ese lugar, lo sentía nuevo, como si acabara de llegar.

Salió por la cerca trasera del parque mientras comía un helado de limón.

Cruzó la calle y siguió caminando por la montaña. Miró el reloj cuando extrañó la mano de su marido. Dos horas caminando se habían pasado muy rápido, quizás porque se insertaban en muchas más en que había recorrido el mismo camino con su pareja. Por el contrario, sintió los tres días de soledad que estaban por venir; el día siguiente, el sábado y el domingo como un gran golpe, la condición que le imponía la ausencia de su marido le era muy ajena. Hacía años que no basaba el amor en el juego de ausencias tácticas para vivir un supuesto reencuentro con el objeto del deseo. Tenía muchas opciones para disolver ese pero repentino: distraerse, cocinar algo, invitar a algunas amistades a casa o cenar fuera. Nada le apetecía, sólo quería tomar un tren y llegar de sorpresa con su marido; pasar la noche acompañada, darse una respuesta con su presencia. Hacía tiempo que había dejado de apostar a fortalezas solitarias: tomó el tren de las siete de la noche y a las nueve y media cenaba, acompañada, en un pequeño restaurante. La única coartada fue una botella de vino.

En esa ocasión dejó la vigilia de una manera distinta de aquella que la había llevado a dormir con el arrullo de una frase. Esa noche se balanceaba con el ritmo que mantenían las pulsaciones de su sexo después de hacer el amor. Por la mañana del viernes, hacia las ocho —ocho en punto según su reloj—, se levantó acompañada del barullo de su sueño y se preparó un café.

Casi no entraba luz a la habitación. No es extraño en la casa de una bisabuela, una casa vieja y oscura.

El bisnieto todavía dormía y soñaba con remodelar la casa, abrir ventanas, tirar paredes, construir estantes, pasillos, espacios. Puso la taza sobre la mesa lateral de la cama y se sentó a mirar al tipo que dormía. Estaba acomodado boca arriba en el centro de la cama y roncaba. Ella lo miraba y, aunque no lo sabía claramente, ella aún soñaba un poco, hacía unos minutos estaba con sus compañeras de la prepa. Con Sandra y Regina, la voz de Silvia, la risa de Rebeca y Regina. Se agrupaban, se confesaban deseos, casi nunca estaban tristes y pensaban que se contaban todo. Pobre de su esposo, la desfachatez de su erección le daría vergüenza y con esa posición despertaría con un dolor de cuello terrible. Lo dejó roncar y salió al jardín, terminó la taza de café al aire libre. El jardín no era más que un patio en el que alguien había puesto un poco de pasto que el tiempo ya estaba acabando. El mobiliario no solamente quedaba grande para el espacio, la pintura ya se había descascarado y tanto mesas como sillas se iban oxidando poco a poco.

Sus amigas eran muy alegres. Se comportaban como si fueran muy felices. Había pensado en ellas muchas veces, había pensado en cada una, en sus defectos, en sus peculiaridades, había pasado mucho tiempo entendiendo, descubriendo cosas en sus amigas. Ahora el bullicio quedaba atrás. Se abrazaba las piernas como estrechando la libertad que había ganado en algún momento que no sabía precisar. Despertar de un sueño y estar en un lugar nuevo no es fácil, despertar con una vida hecha de compañías diferentes a veces no sucede nunca; que hayan pasado años enteros no es suficiente. Se abrazaba a sí misma; ahora le gustaba su vida. Se acarició las rodillas con las pestañas, se apretó la nariz entre las piernas, se estiró y fue al cuarto para ver si el bisnieto ya se había despertado. Se metió en la cama, antes incluso de que su almohada volviera a entibiarse, de que le besara la piel todavía fresca de la espalda, el amor de su marido le volvía a decir muchas cosas. Sintió una amplitud en el pecho antes de que los pliegues de las sábanas la hubieran seducido a regresar por los caminos del sueño: ternuras, decepciones, sensaciones desconocidas pero demasiado vívidas. ¿Quién era esa que, en cambio, respiraba profundamente un aire fresco? Respiraba como si a su alrededor, en ese cuarto, se extendiera un espacio amplio, como si no fuera un cuarto oscuro de color verde, de paredes pintadas de verde, verde pueblo, verde pueblo pobre, verde antiguo, descascaradas.

¡Respiraba!

Faltaban cinco días para su cumpleaños, nueve para el cumpleaños de él. Al medio día se despidieron, sin engaño, sin ternura, ambos pensaban ya en otra cosa. Ella quería hacer una fiesta, él pensaba en la junta del siguiente martes. Al llegar a su casa, al abrir la puerta se borraron los planes de la fiesta que había elaborado durante el trayecto del tren y cayeron los planos del trabajo sobre el restirador. Ella siguió en pie, se sentía acompañada.

Cerró la puerta que da a la calle y subió la escalera. Su casa está en el segundo piso, es un segundo piso. Su casa es como un gran tapanco, como un dúplex sin piso de abajo. Al subir las escaleras hay otra puerta del lado derecho. La abrió y vio la casa tal como la había dejado el día anterior, un desorden que la condujo al orden del día actual, a los objetivos del día, al punto en donde había que continuar el trabajo. Cerró la revista, llevó el teléfono inalámbrico a recargar y retomó el hilo de las líneas delicadas sobre el plano.

Siempre se había sentido ajena a la arquitectura de paisaje. El encanto por los jardines nunca había tocado las puertas de sus pasiones profesionales, le gustaban los hogares, la construcción de intimidades. Los jardines los veía distantes y no alcanzaba las grandes extensiones, le parecían como de agua salada. Lo suyo era el rincón humano, la familia. Un cine al aire libre estaba muy lejos de lo que hubiera deseado como su primer proyecto personal. Lo que la acercaba al trabajo era la oscuridad del cine, encontraba algo íntimo en los recuerdos de la infancia, en el preciso momento en que se apagan las luces y empieza la función. El cine se ubicaría dentro del cráter de un volcán. Para imaginarlo hay que considerar muchos detalles; para realizarlo, mucho dinero; para ganar el proyecto, confort.

Lo seguro es que una construcción de esas dimensiones no dejaría de imponerse. Al apagarse las luces el entorno nos toca el alma, lo real de la construcción se enciende; en la dialéctica presencia-ausencia, en el hoyo de una montaña, en la oscuridad, algo pronunciaría su nombre, como un grito.



El padre de Sofía había muerto cuando ella tenía cinco años. Un paro cardiaco había terminado con el sinnúmero de posibilidades que ofrece la vida. Cada vez que recordaba el nombre de su padre se le atoraba un ruido de sirena en la cabeza. Llamar a la ambulancia había sido completamente inútil, el paro fue fulminante. La madre se despertó al oír la caída de su esposo; Sofía, al oír las voces de los paramédicos dentro de su casa.

Era sorprendente la claridad de las imágenes de aquella noche y la oscuridad que rodeaba la memoria de los años que la habían sucedido. Sin embargo, las tres batas blancas y la cara bella del paramédico rubio se le habían quedado en la mente para siempre.

Como si un cable se hubiera desconectado de cualquier registro, los dos años siguientes de su infancia estaban completamente borrados. El único recuerdo eran los dulces que llevaba su madre a casa en esa época: la forma y el color de cereza que escondía una gomita; el toque ácido mezclado con dulce la seguiría remitiendo, para siempre, a los años en los que el espanto de la muerte definía, más aún que la tristeza, a su familia: a su madre, a ella.

El padre de Sofía había muerto cuando ella tenía cinco años. Un paro cardiaco había terminado con la seguridad que se respiraba en casa. Dos años mas tarde, la madre había conocido a un hombre con quien, a la postre, compartiría una segunda experiencia de dar vida. Sin remedio, la segunda criatura nació bajo el signo de la muerte de un padre. Los llantos de Raquel, contrariamente a los de Sofía, no eran escuchados por la madre como un impulso fisiológico del que tuviera conocimiento la ciencia: médicos o psicólogos. De algún modo ya no podía ver a ninguna de sus hijas sino como huérfanas.

Continuó el ritmo paciente y sostenido que demandaban los detalles del plano. Tenía en mente poner a lavar ropa, ir al súper a comprar algunas cosas que hacían falta. ¿Cuál de sus discos se le antojaba escuchar en ese momento? El rayo de sol atravesaba desde el ventanal hasta más allá de los restiradores. Casi todo el piso estaba iluminado. La duela parecía respirar con el calor; se hinchaba, tronaba, parecía como si los objetos a su alrededor brillaran con luz propia. Lo más importante era comprar café; no quedaba más que para una taza. Y servilletas. Papel de baño no hacía falta. Un buen blues; pero no tenía ningún disco de blues. Jazz no. Pensó que si tuviera hijos ellos pondrían un disco de Cri Cri.

posadamajluf07.jpgUnos niños… ¿qué nombre les pondría? Le llegaba una melodía que no sabía desde cuándo conocía; la saboreaba, sin letra. ¿Desde cuándo no la había escuchado? “Tan taran tan”, sólo la melodía. ¿Cómo se llamaba? “Señora Santana”. La casa se quedó en silencio: un disco la hubiera callado. Blues o jazz hubieran silenciado algo que empezaba a formularse con claridad dentro de sí misma mientras atendía solamente la música interna. “Ta ra ra ra, Señora Santana: ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido…”

Descorcharía la botella de champagne… la melodía la iba sosteniendo en el nuevo giro que le daba la fantasía del día anterior; como una palanca con la que jalara desde adentro, como una cuerda de la que se prendiera para formular, poco a poco, para acercarse… miraba la melodía de cerca como para mantener una media distancia con su deseo, con aquello que buscaba; como para darle espacio a lo que tanta prisa tenía por saber.

Brincaría para que su marido la cargara, lo envolvería con sus piernas, ella le daría un beso en la frente y peinaría su pelo mojado de champagne.

Añadió: en algún momento de la fiesta ella lo vería, lo vería platicar con un grupo de personas. Él sobresale sin necesidad de ser la voz más fuerte. Sobresaldría ante sus ojos de tal forma que se sentiría imperativamente jalada a ir a su lado. Eso: se lo pediría a su marido, a modo de secreto, cerca del oído, en uno u otro momento de esa misma fiesta, y eso era lo importante: ni el champagne, ni el beso mojado, ni la extravagancia justificada. No dudaría en pedirle, muy cerca del oído, que le diera un hijo.