No. 158/CUENTO

 
Prestidigitaciones


Eduardo Varas



El estornudo se mueve por cada uno de los tres pisos de un centro comercial; uno de esos que están empotrados en plena Francisco de Orellana. No llega al subsuelo, donde están los carros parqueados, porque no le gustan los automóviles. Sólo busca llegar a un punto en el que pueda descansar: los pulmones de algún ser con defensas acabadas, ya sea por el cansancio o por el estrés. Y ¡pum! Aparece ese individuo entre los miles que caminan, se detienen ante las vitrinas, obstaculizan el tránsito, interrumpen el paso a las escaleras eléctricas en un constante devenir de ¿subimos o bajamos? Entran y salen de los locales, visitan el patio de comidas, viven.

Ese individuo está con su mujer y sus dos pequeños hijos. El paseo obligado de sábado por la tarde. Preferiría estar con sus amigos, jugando un partidito en la cancha barrial, tomándose unas cervezas, hablando sobre la sorpresa rumana en la Copa Davis; pero no, está llamado a comportarse como un padre lleno de responsabilidades y acepta con gusto el rol que se le interpuso a la diversión.

Abre la boca para bostezar y el estornudo aprovecha la oportunidad de perpetuarse en sus pulmones. Ataca, con velocidad desmedida, el fragor microscópico de la supervivencia. Entra, al principio da vueltas y se acurruca en el paladar. Se divide en varias posibilidades; uno se asoma por la lengua, otro decide aventurarse hacia las oscuridades del cuerpo, uno menos valiente se distribuye en las cavidades nasales a la espera de la orden que permita la fabricación de secreciones. Todo está perdido para el individuo.

Pablo, así se llama él, como el escritor lojano que nos dejó el legado de la inducción como método perfecto. Pues bueno, a inducir. Pablo camina con suma dificultad por los pasillos del mall. Ahora está solo, ya ha pasado un par de días desde la visita familiar y la caminata de hoy está destinada a adquirir un par de artículos para su jefe, porque, digamos que es así, Pablo es el encargado de los mandados en una empresa equis. Ahí comienzan los síntomas.

Siente un ligero escozor en el interior de la garganta, que lo va raspando cada vez que intenta alguna palabra que intercala la letra “r” o, en definitiva, le impide concretar una sola inhalación de aire en el más puro sentido de la respiración. Camina con dificultad. Olvida por un momento lo que debe llevar de vuelta a la oficina. Cada una de las señas que aparecen a sus costados, escaparates endiosados con el germen de la iluminación, lo seducen, lo llaman, pero se contiene ante la pesadez del cuerpo. Imagina que está teniendo alguna reacción frente al ataque del virus de la gripe y está en lo correcto.

Pablo reconoce el encargo justo en el momento en que un asiento vacío lo llama para tumbarse. Decide reposar unos segundos. Ya sentado, pasa su pañuelo por la frente y exhala con fuerza, dándose ánimo, esperanzando en una réplica de gerundios que no puede ser aceptada nunca por los dioses de la gramática, pero no podemos desconocer que Pablo está en medio del ataque de un organismo que lo va a corromper por una semana, tiempo máximo del hastío, y ahora no le llama la atención el orden riguroso de las normativas que fomentan las comunicaciones cortadas.

Encuentra el artículo que para nociones del relato no es importante, basta saber que lo consigue para entender el papel que juega en Pablo la responsabilidad; porque, ya sabemos, tiene dos pequeños hijos y una esposa que mantener en su hogar, ubicado en alguna zona periférica de la ciudad. Sería justo definir que esa periferia no está en relación al centro físico de la urbe, más bien se debate entre unos ejes económicos de clase y gusto que pocos pueden tener. Con eso especificado, podemos hablar de una casa modesta, un televisor, un refrigerador, una cocina, camas individuales para cada uno de los hijos, comida a diario, con el desayuno como germen del día, y Pablo no deja de contemplar el origen de su malestar en el interior de su garganta, que lo fastidia, que lo agobia.

¿Dónde está el pensamiento de Pablo? En el dolor. Acepta que se está enfermando, está seguro de eso. Tal vez unos días de descanso no le vendrían mal, el jefe entendería, ansía que entienda. Necesita el dinero para la pensión de su hijo mayor, en el más pequeño no debe asumir otro tipo de gastos y eso no le preocupa aunque, a la larga, el poder enfermarlo significaría un gasto en medicinas y doctores que no está en posibilidad de hacer.

En la oficina empieza la fiebre. Unos grados diminutos le suben por la cabeza, sin precisarlo, porque un termómetro siempre falta entre los implementos de la agencia. Suda, se aprecia cada gota de sudor cayendo por la barbilla. Alguien le habla, estás enfermo, Pablito; no hace caso, continúa moviendo unas cajas, por orden de la gerencia. Toma un descanso sobre el asiento, a un lado del surtidor de agua. Milena llega, presiona el botón acercando un vaso de papel al despachador. Pablito, por qué no te vas a casa, estás con una cara. No responde, sólo atina a sonreír. Voy a hablar con don Roberto para que te dé el día libre. Respira con algo de tranquilidad, pues sabe que Milena, siendo la secretaria del jefe, puede tener algo de voz en ese tipo de situaciones, y acepta con un ligero movimiento afirmativo.

Su garganta está en completo estado de hinchazón. La saliva deja de ser un bálsamo para convertirse en una batalla de vidrios que lo desgarran, le truecan el rostro a algo más macabro, en la versión fortuita de la enfermedad. Hasta sus oídos llegan las voces de repudio del jefe y la contención de la secretaria. Está enfermito, Robert. Pero ése no es mi problema, le pago para que cumpla todo un horario. ¿Cómo te va a cumplir si esa gripe lo está matando? Al pobrecito lo tienes como animal de un lado a otro y se enferma por eso, ¿qué esperabas? Milena, ¿no te estarás convirtiendo en la abogada de todos estos? Robert, si no le das permiso para irse, me resiento contigo.

Minutos más tarde Milena aparece con una sonrisa que deja todo claro: tienes permiso para salir. Pero hay un pero, Pablito, no te va a pagar por los días que faltes. Golpe bajo, sin sentido ni efervescencia en su organismo, porque en estos momentos presenta un cuadro digno de los más grandes ataques virales que hubiese podido imaginar. Los oídos permanecen en el ocaso, algo ocultos y tapados por los decibeles solapados que el efímero estornudo logró imponer en el sistema auditivo. Escucha con la mayor de las atenciones, sólo para que ninguna palabra quede fuera de su entendimiento. Voy a ver cómo puedo hacer para que deje de lado esa tontería. Milena guiña el ojo y lanza una pequeña sonrisa, disfrazada de movimiento labial exagerado, da la vuelta y se va.

A la larga la aparición de Milena no será necesaria, a menos que Pablo merezca su auxilio. Por lo pronto puede ser despedida de la narración y un hasta luego sería justo; quién sabe, a lo mejor otra secuencia requerirá de sus servicios, aunque hasta el momento en que nos encontramos no vale la pena inducir alguna situación para ella.

En tal caso, Pablo regresa a su casa a través del centro comercial, elemento repetitivo en esta narración (con una firmeza que no permite más elucubraciones fantásticas sobre la normativa de una ciudad como ésta, envuelta en papel de regalo, con el celofán regenerado de la compra y venta del futuro). Se ve reflejado en cada uno de los ventanales que soportan artefactos destinados al regocijo de grandes y pequeños, con la marca del dolor gritando en cada una de las gotas que se confunden con la algarabía de los muchos caminantes que a su lado marchan, al vaivén de las escaleras eléctricas.

Imaginemos una casa adecuada para Pablo, con la perspectiva de ser una persona de clase media baja, con una mujer y dos hijos pequeños; precisando, además, esa breve descripción líneas atrás por el momento olvidada. Tiene una puerta de madera con astillas; una ventanita con sus respectivas rejas, donde su hijo menor se entretiene observando a cada transeúnte. Un techo cubierto por planchas de yeso, reductoras del calor. Sala-comedor-cocina, dos cuartos y un baño. El pequeño jardín para tener un par de rosales y el color blanco sucio que recubre la pared principal, esa que da a la calle.

Pablo la imagina así antes de llegar, sentado en el bus, mientras escucha música a todo volumen, con el desglose de los acontecimientos del día para cada uno de los vociferadores que pululan a su alrededor. Vendedores que le piden que no los deje con la mano extendida, y él, en medio de la fiebre y de visiones derroteras que lo ubican en el punto más alto de un edificio, contemplando la inmensidad de las personas como diminutos puntos que se mueven al sentir un impulso generado por el sol, barcos naciendo en el interior de las matrices de este puerto, automóviles prendiendo luces en el fragor de las tardes, manos destruyendo calles, haciendo gris del verde, pasos a desnivel que se elevan a ras de piso y conducen a los paraísos artificiales, polvo que llueve hacia el espacio, hacia Pablo, en el punto más alto de un edificio, mientras el vendedor le da un caramelo y pide cinco centavos por él.

varas-01.jpgSu mujer lo ve llegar. ¿Cómo podemos llamarla? Ya que este punto está siendo planteado vale afirmar que los lectores se transforman en el autor a medida que ingresan en cada una de las líneas que aquí intentamos; es por eso que usamos la primera persona del plural en algunas ocasiones y en otras intento una versión singular porque busco mantener mi independencia. No lo tomen como una diatriba en su contra, es así y deben ser conscientes de eso. Todos somos culpables de la suerte de Pablo, de su gripe, no sólo yo, quien dentro de la narración estornudo y decido inocularle el virus, sólo para observar las consecuencias de pequeños actos en otros. Mi enfermedad compartida por mis congéneres, producto del homenaje al escritor lojano, y ustedes envueltos en su marasmo progresivo, a la espera de una conclusión que otorgue algo de valor a la vida del pobre Pablo, o quizás expectantes de mi deseo de desbaratar la metódica transparencia de las letras.

Y bueno, volviendo a la inducción, la esposa se llama Natalie y él, de cariño, la nombra Nati. Seamos igual de afectuosos y utilicemos la misma expresión. Nati sale a su encuentro, lo toca y siente la calentura, fundida en un abrazo con el sudor que le ha corrido por el cuerpo durante todo el trayecto. Lo lleva a la cama, él cierra los ojos. Los niños contemplan desde la puerta, temerosos ante el padre enfermo. Tal vez algún amiguito perdió a su papá por alguna enfermedad y tienen miedo de pasar por lo mismo, o sólo la curiosidad los obliga a observar cada una de las acciones que la madre prodiga, atenta.

Pablo estornuda dando vuelta a la página, pues ese estornudo marca el paso de una persona a otra. Corroe el cuarto y se posa en cada una de las superficies elevadas que encuentra: cama, repisa, cruz de madera, velador, marco de la puerta. El estornudo siente cada una de sus extremidades como faltas de vida y lo sabe, su tiempo de existencia se agota y examina cada una de las posibilidades que tiene. Ahora podemos exagerar la cuestión y establecer un ligero tratado sobre los estornudos que haga más probable su ramificación en otras personas. A la acción de expulsar fluidos de manera violenta, a través de una contracción de los pulmones ante un detonante externo o circunstancial, se le conoce como estornudar. Ese verbo, como muchos otros, determina el qué de un sujeto en específico, en este caso el sustantivo estornudo, no la persona entendida como sujeto, esa noción se la dejamos a la psicología. La expulsión lanza gérmenes hacia una temperatura muy alta, que sólo permite su vida por unos cuantos minutos. Estas formas precarias buscan un huésped para evitar su fácil exterminación y viajan, por las frecuencias del aire, a diferentes personas. Los individuos con bajas defensas, anémicos, desafiantes y caleidoscópicos son los más propensos a recibir el influjo de una hecatombe gripal. Ellos, desprotegidos, vuelven sus rostros a las venias que pueden permitir al estornudo, en medio del ímpetu del arrojo, mover la superficie de la tierra al son de sus taconeos y dar el ritmo de una enfermedad amargante. El cof, cof, cof de las tosidas invitadas a las vías respiratorias de cualquier organismo.

El presagio se desvaría al recordar que el estornudo da vueltas por el cuarto y aprovecha la boca abierta del hijo menor y lo contagia. Éste, a los pocos días, estornuda sentado en la reja de la ventana de su casa y consiente que el vicio corra a otra casa, donde la señora está lavando la ropa que consiguió luego de caminar de puerta en puerta y pedir un espacio para laborar. Ella, por su parte, abandona un retazo de enfermedad en el último mandado que logró limpiar, antes de encamarse por los estallidos de la fiebre en su contextura gruesa. La ropa llega a un marido indefenso, digamos que de un sector del norte de la ciudad, y él, funcionario de la Empresa Eléctrica, va a su lugar de trabajo a plegarse a la huelga, pero no lo consigue del todo. En medio de los gritos descubre la pesadez del cuerpo y siente el pecho cerrado. Cada vez que tose, la gripe se le configura en el cuerpo. Los amigos lo llevan a la enfermería, entran en contacto con los estornudos y mantienen la postura gremial. Caminan a sus casas y reparten el virus sin darse cuenta. Es una rueda que se hace y deshace porque las defensas están bajas, porque no pasa nada más que eso, ataque tras ataque. Una configuración encuadernada en el interior de mi cabeza y, por ende en la suya, coautores del hecho.

Pablo sigue recostado. Ya son tres días sin trabajo, dinero perdido. El niño se queja de la garganta y no tiene para llevarlo al doctor. Se queja y piensa en que no debió hacerle caso a Milena. Nuevamente ella ingresa a la narración, podemos crear otra propuesta inductiva para su vida. No se enferma; toma suplementos vitamínicos que la mantienen joven, fuerte y radiante, a pesar de sus 33 años, una edad no pronunciada, pero en su caso es importante ya que se la reduce constantemente. La secretaria está en la oficina, buscando entre sus contactos alguna persona que pueda ser la encargada de los mandados. Tres días de tropiezos son demasiados, la necesidad prima ante todo en las decisiones de negocios, aunque le duela en el alma marcar en la carpeta de Pablo: despedido. Nunca había comprendido el poder que puede tener la palabra hasta ese instante, y sufre. Las palabras duelen y el dolor es la única certeza de nuestra existencia; las palabras son la enfermedad que el estornudo reafirma en cada una de las letras que va escribiendo Milena sobre la hoja que tiene la foto de Pablo en el lado superior derecho. D, hay una lágrima que se convierte en caricia en el rostro de la mujer. E, sabe que le está haciendo daño a una familia completa. S, la única solución a la vista. P, canta una melodía que la reconforta. E, pavonea una idea tonta sobre un conocido que lo pueda emplear en el futuro. D, siente una atracción indebida hacia el pobre Pablo. I, maldita la hora en que está casado, dice. D, no atiende a sus deseos. O, deja la pluma sobre el escritorio.

Pablo sigue en su cama y ya no puedo inducir más. Es como si la necesidad de saber de él se haya borrado porque en definitiva queda de lado en la práctica social. Se convierte en el mismo energúmeno que soy al escribirlo, al imaginarlo.

Por supuesto, doy una vuelta por el centro comercial y lo veo. La forma que ostenta difiere del personaje, pero es Pablo, sé que lo es. Gordo, bajo, con una camisa a rayas y pantalón negro. Sus hijas son jóvenes, guapas. La mujer, completamente arreglada bajo la tortura de los cosméticos. Por la forma en que están delineados los ojos llego a pensar que presiona el lápiz con fuerza y deja un rastro marcado, aunque vuelva a inducir con este pensamiento.

Sale del local cargado con paquetes. Pablo se va, deja de ser el de los mandados para mandar a la mierda a su familia por el gasto excesivo en zapatos, a pesar de hacerlo con gusto. Entonces ella me saca de mis pensamientos y me habla de las casualidades. “¿Te imaginas qué hubiese pasado si a mi abuelo no lo expulsan del país por socialista? Mi papá no se hubiese criado en México. No hubiese conocido a mi madre por allá, no hubiese ido detrás de ella al Brasil. Yo no estaría aquí por esas cositas.” Y yo no dejo de pensar en el hermoso movimiento que hacen sus labios al hablar.



Eduardo Varas (Guayaquil, Ecuador, 1979). Es escritor, blogger y periodista. En 2007 publicó su primer libro de cuentos Conjeturas para una tarde. En el 2008 formó parte de la antología en línea El futuro no es nuestro, realizada por Diego Trelles para la revista colombiana Pie de Página. Actualmente prepara una novela y administra su weblog Libros, autores y riesgos en http://masalladelibros. blogspot.com.