No. 156/PASIÓN POR LA PALABRA 


 

La engañosa sencillez de José Emilio Pacheco



Octavio Zaragoza 

PRIMER PREMIO



 

Más allá de su aparente sencillez, de la tierna docilidad con que se entrega a la mirada del lector, la obra de José Emilio Pacheco es producto de un esmerado trabajo que puede considerarse más loable debido a la discreción con que se lleva a cabo. Exceptuando a los primeros poemarios y a esa proeza de la construcción abismada que es Morirás lejos, puede notarse en el corpus del autor un marcado interés por comunicar la experiencia humana recurriendo a una escritura que logre expresar la sublime poesía de lo universal-cotidiano a través de un lenguaje marcado por la sobriedad, la claridad y la transparencia.

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© Barry Domínguez
Las numerosas correcciones que evidencia cada nueva edición de sus textos revelan la concepción que tiene Pacheco de la obra literaria como un proceso siempre inacabado y en permanente estado de perfeccionamiento. A salvo de las poses mesiánicas y harto engoladas de aquellos escritores que se nos presentan como portadores de la divinidad hecha palabra, José Emilio Pacheco no tiene más carta de presentación que la de artesano de la escritura, humilde servidor de una divinidad para la cual reza en silencio.

Sin embargo, bajo esta engañosa facilidad de su estilo se oculta un océano de resonancias intertextuales, alusiones a los más diversos pasajes de la historia y una profunda y sostenida reflexión sobre la naturaleza humana y las inquietudes que la distinguen: la preocupación por el paso del tiempo, el dolor ante la progresiva desaparición del mundo en que se ha vivido, la sensación inquietante de no haber hecho lo suficiente para detener la erosión que fue arrasando con todo, la sensación de ser corresponsable del horror en que se vive. Es la suya una obra elegiaca, reflexiva, absolutamente falta de complacencias. Una escritura de después del derrumbe.

Las batallas en el desierto,
probablemente el texto más conocido de Pacheco, es un buen ejemplo de la manera en que opera su complejidad disfrazada de simpleza, característica que permite a los lectores acceder a distintos niveles de lectura en los que tan válida resulta una interpretación del texto a partir solamente de la anécdota como otra en la que se consideren todas las implicaciones éticas y filosóficas presentes en las reflexiones que Carlos nos comparte al recordar su fallido enamoramiento de Mariana y el proceso de pérdida de la inocencia en que tanto él como el país entero abandonaron la atmósfera idílica de la infancia y del “Mundo Antiguo” para ingresar a ese otro estado mucho menos confortable de la vida fuera de la burbuja: el mundo del deseo y el de la modernidad industrial, respectivamente.

La historia de Carlos trasciende el tono exaltado e idealizador con que se llega a abordar la infancia para retratarla como un territorio en conflicto en el que ya se halla el germen de las tensiones futuras. No hay armonía posible en el presente posterior a ese pasado: el “impensable año 2000”, que se imaginaba libre de miseria e injusticias, es inaccesible una vez considerado que procede de ese México en el que el alumno “de mejor letra y ortografía” termina vendiendo chicles en los tranvías y en el que es el amor y no el odio lo que se considera demoniaco. La inocencia de Carlitos no queda indemne luego de transitar por esa selva de hipocresía y pretensiones que es la sociedad de su tiempo: él también acaba por comulgar en el altar del dinero y de la apariencia, los pálidos sucedáneos que satisfacen su frustrado deseo de obtener a Mariana y, una vez que rememora la anécdota para narrarla desde su perspectiva de adulto, acepta que aquel pasado de matinés en el cine y helados en La Bella Italia no fue tan encantador como se querría, ni tan agradable. Son el escepticismo y la falta de complacencia tan distintivos de Pacheco lo que lo hacen decir lo que tantos hemos sentido al mirar hacia nuestro origen: de ese horror quién puede tener nostalgia.