No. 114/CUENTO

 
La rivera de sus sueños


Cristian Jara Alvarado
UAM-XOCHIMILCO

 
 

A diferencia de otros días Aldina se puso contenta. Treinta corbatas para ser la primera vez no está mal. Saboreando la nada sacaba el total. Los números se contorneaban en su mente como cuando hacía con cierta habilidad envidiable para el resto, sus ejercicios matemáticos en la escuela. Murmuró, vio carne, leche, panes, eso para los pasajes, esto otro para pagar la renta. ¿Sobra para el domingo? No me alcanza. Sí me alcanza. Recogió todo y junto con el resto de ambulantes autorizados por la Municipalidad de Lima para vender en la avenida Azángaro caminaron, Con cuidado no nos vaya a atropellar una combi, ahí viene un micro espérense caracho, empujando sus carritos de madera con destino al callejón. Así avanzaban los días. La única diferencia era que Aldina había dejado de vender los maletines de cuerina por las corbatas, desde que ¡las corbatas son negocio seguro amiga! ¿Los zapatos? No, las corbatas.



jara-cristian01.jpgSusana despertó pensando que todavía estaba en sueños. La penumbra y el silencio le hicieron suponer que algo diferente iba a suscitarse. Cada movimiento de su cuerpo le hacía entrar en razón. Luego de abrir por completo los ojos y ponerse de pie se dio cuenta. ¿La habrían dejado a propósito? ¿Estarían enojadas con ella? Por un momento se figuró en una gigantesca caja de zapatos y es que así era el lugar donde se había quedado dormida. Una especie de hueco al fondo de la zapatería Rivera. Tenía la costumbre de hacer la siesta allí, medio escondida, acurrucada por las paredes lóbregas que parecían muertas, sentada en una silla. Ya se acordó.

Un poco retrasada eso sí, pero cansadísima, llegó ese día a trabajar a la zapatería ¡au! Le dolía todo el cuerpo, Espérate ahí no, mejor acá. La noche anterior a petición de su madre invirtió algunas cosas en la casa. El comedor acá, la mesa por allá, la cama de este lado, sí, así. Susana, a pesar de tener años de vendedora en la zapatería en ninguna ocasión realizó labores forzadas. Le había tocado a las otras. A ver cárguense este mueble. ¿Habrían sido ellas? Ese día por primera vez llegó tardísimo, Perdón pero me retrasé, ya saben el tráfico y los ambulantes que no dejan pasar. Ese día también se le ensanchó el sueño.

jara-cristian02.jpgSintiendo la mirada brutal de los zapatos en la vitrina, avanzó. Ahí estaban todos de testigos. Los chatos esos que son para ir al mercado, los de taco dos, los de taco cinco. Encendió la luz y acercándose a la puerta metálica enterró un ojo por un huequito y vio la calle opaca. Contempló el reloj que colgaba en una de las cuatro paredes y apenas son las tres de la mañana. ¡Acuéstate hija para qué te levantas! Sentía la voz de su madre en aquellas palabras que se habían quedado arrimadas en su memoria. Al darse cuenta del teléfono pensó llamar, Mamá fíjate que me dejaron encerrada en la zapatería y no puedo salir. Susana ven en este mismo momento a la casa. No le creería. El olor de los zapatos siempre la sedujo, le dieron ganas de apresarlos todos en su cuarto, señalándolos se puso a contar, aburriéndose en el veinticinco. Luego se acordó de la chica que siempre preguntaba por los negros. Cuestan cincuenta soles, entonces la joven inclinaba la cabeza como avergonzada y con las manos abrigadas en los bolsillos se iba con los zapatos dándole vueltas en su cabeza y el ruido de los tacones por supuesto.

Susana tomó uno por uno los zapatos. Primero los transparentes, esos que usan las chicas que viven a la moda. Anduvo por la zapatería sintiéndose en casa a punto de ir a un trabajo en oficina con uniforme y todo, marcando tarjeta bien bañadita, perfumada, temprano, feliz hacía sonar los tacones.

—¿Cuánto vale esta corbata?
—A cinco la corbata, tres por doce.
—¿Nada menos?
—No.
—¿Son las únicas que tiene?
—Sí, todo lo que ves.
—Bueno, ahorita regreso.

jara-cristian03.jpgEl sol les sacaba el ancho y Aldina sin vender nada, ¡cómo era posible! Qué día tan diferente. Así es. No siempre compran. Hay veces que a las justas logras vender una cosita y sacas nomás para el pasaje. Wilmer la reanimaba con las manos en los bolsillos. Cuando tengas tu primera venta del día aprieta la plata en la mano y rézale al de arriba. Agradece y verás que te va bien. Ya me ha pasado, llevo años vendiendo colchas y siempre funciona. Dependiendo del cliente le bajas un poquito el precio o le subes. Eso también funciona.

Las palabras de Wilmer tenían cariño y ganas de darle un beso así con el calor toda sudadita su cara no importa.

Al probarse los zapatos rojos se imaginó en el vestido naranja andando rápido un sábado por la noche por las calles del centro rumbo a una cita. Caminaba regalando ojitos a todo el que ¡Mírala! ¡mírala! Qué feliz sería.

Después que se quitó los azules, Estos no me gustan, se le ocurrió sacar de la vitrina todos los demás uno por uno al suelo, se rodeó de zapatos y se los puso. Caminaba por el lado del espejo, entonces le dieron ganas de tener un par. Hacía tiempo que no entraba a una tienda a comprar algo. Ella prefería a la gente que sin dudarlo mucho llegaba a la zapatería para rápido agarrar zapatos, porque otras como la chica que se mostraba contenta de tan sólo mirar los negros la colmaban de desesperación. En los tres últimos meses que tenía laborando en la zapatería Rivera, como si se tratara de un fantasma la chica se aparecía para hacer siempre la pregunta ¿Cuánto me dijo? Cincuenta soles. Pero nunca le alcanzaba.



jara-cristian04.jpgLlévesela, se la dejo en cuatro soles. Entonces Aldina al recibir el dinero acordándose de Rézale al de arriba ahogó las monedas en sus manos. Pero ella no creía ni en el de arriba ni en el de abajo, de todos modos aplastó su primera venta del día, y al poco rato, ¿Cuánto me la deja? ¿Nada menos? Bueno, me la llevo. Y ésta a cómo, igual cinco soles. ¿Cuánto vale ésta? Todas al mismo precio. Oiga déme ésa por favor. ¿Ésta? No. ¿Ésta? No, la de allá.

No le importaba quedarse a dormir en medio de tanto zapato. Antes que amaneciera Susana ya se había probado casi todos. Le faltaban los negros, se veían elegantes, combinaban con todo. De tener dinero se los compraría. Después de ponérselos caminó imaginándose con todos los vestidos, el rojo, el de color crema que había dejado de usar su mamá y que a ella le quedaba pintado. Si tuviera que elegir entre todos los zapatos escogería los negros. Entonces se acordó que una vez tuvo unos así. Un poquito más chico el taco pero eran igualitos. ¿Dónde habrían quedado esos zapatos? Ya se acordó. En la azotea. Les dio duro, a todos lados iba con esos zapatos negros. Le traía suerte ese color. Entonces sin quitárselos colocó los demás en la vitrina porque se acercaba la mañana y todo volvería a ser normal para ella. Nunca se imaginó embelesada por el sueño en la zapatería. ¿Habrían sido ellas? ¿Acaso nadie se dio cuenta? La vitrina fulguraba como siempre pero un lugar estaba vacío. Por un momento pensó en poner sus zapatos viejos, los que siempre traía, en el lugar de los negros que por nada del mundo se los quería quitar. Se amoldaban bien a sus pies y al mirarlos parecían resplandecer de contentos.

—¿Cuánto valen?
—Cincuenta soles.

jara-cristian05.jpgCasi al amanecer se volvió a introducir en el pequeño cuarto umbroso de al fondo para que nadie la viera; al sentarse, esas paredes sombrías por segunda vez la hicieron dormir. El ruido de la puerta de metal la sobresaltó. Era el dueño, que tenía la costumbre de llegar más temprano que todos. Escuchó a lo lejos un par de estornudos y el ruido que hacía al exprimirse con un pañuelo la nariz. Al oír que se abría y cerraba la puerta del baño se puso de pie y caminó de puntas sin hacer ruido como cuando llegaba tarde en la noche a su casa para no despertar a nadie. Luego se quitó los zapatos negros y con el dolor de su alma los acomodó donde siempre habían estado, pensando a la vez en la chica que venía a cada rato a mirarlos y a preguntar por ellos. El dueño permanecía en el baño. Susana corrió al cuartito del fondo y se puso sus zapatos viejos que tenían tantas arrugas como su madre. Salió a la calle y enseguida entró tosiendo. El dueño abrió la puerta del baño y le mostró una sonrisa que en vista de no poder esconder el bochorno del verano se dibujaba agitada pero a la vez amable. Ella sólo atinó a corresponderle con la mitad de sus labios.

De lo sucedido la noche anterior nadie tendría porqué enterarse, ya le inventará algo a su madre que debe estar desesperada. ¿Le llamaría por teléfono? Me invitaron a una fiesta y no había manera de comunicarme. Susana ven en este mismo momento a la casa. No le creería.



jara-cristian06.jpgAldina en poco tiempo se convirtió en una experta vendedora de corbatas, dándose el lujo de ofrecerlas ahora a seis soles, igual se las compraban. Deme ésta por favor. A mí estas dos. Oiga y la verde esa que tenía. No, ya se vendió. Entonces deme ésa.

—¿Cuánto vale?
—Seis soles cualquiera.
—¿Nada menos?
—No, nada menos.
—Bueno démela.

Ese día sacó las cuentas temprano, leche, azúcar, la casa ¿Me alcanzará? Sí ahora sí puedo gastar. Entonces cerró su puesto temprano y como si fuera de noche, Con cuidado no le vaya a atropellar una combi, se fue rumbo al callejón a dejar el carrito. Era una mañana de sol, no obstante, una mañana extraña también porque hacía mucho tiempo que no caminaba sin prisa por las calles de Azángaro. Regresó al lugar donde tenía su puesto y le derritió una sonrisa a Wilmer, haciéndolo volver de su distracción mañanera, fue entonces cuando Aldina al girar la cabeza se dio con la vitrina de la zapatería Rivera y con pasos decididos entró.

Susana, al verla, con una mano se agarró la cara como diciendo ¡esta estúpida otra vez! pero Aldina no inquirió nada, se fue directo a los zapatos negros y tomándolos con una sola mano se los probó. Eran su talla. ¿No quiere una caja? No. ¿No quiere una bolsa? No, me los llevo puestos. Susana se le quedó mirando. Los zapatos en los pies de Aldina parecían decirle no dejes que nos lleve, les imaginó lágrimas que a ella incluso estuvieron a punto de manarle. Aldina, después de guardar los zapatos viejos en la cartera, fue a una ventanilla y contenta pagó y se fue. Wilmer desde su puesto la miraba con ojos escondidos. Se le ve más alta, camina diferente con esos zapatos.

jara-cristian07.jpgSusana se asomó a la puerta, como quien no quiere la cosa, y en cada taconeo de Aldina sentía que se le iba algo de vida y un pedazo de la noche. Por un momento le pareció haber soñado que se ponía todos los zapatos. No estaba segura. De lo que sí no tenía duda era de que los negros ya nunca más los vería. Aldina se alejaba y Susana, desde la puerta de la zapatería, con la mirada la seguía. A lo lejos, llegó a distinguirla un poco borrosa y en su mente sonaba con rapidez el taconeo de los zapatos negros. La vio más chiquita aún. Tal vez iría por la cuadra uno de la avenida Azángaro, tal vez a casa de su novio o simplemente a caminarse la vida. En un cambio de luz las combis que invadieron la avenida le obstruyeron los ojos. Cuando terminaron de pasar sólo le quedó el recuerdo de Aldina que se mezclaba a cada segundo entre la gente. ¿Se habría quedado dormida? No le importaba. ¿Habrían sido ellas? Mejor no pensar en eso. Llamaría a su madre eso sí.

 


Xilografías de José Pool Ojeda, ENAP