No. 152/ENSAYO

 
La violencia provocadora: una estética del cine actual


Rodrigo Martínez



No cabe duda de que el cine perdió la inocencia hace mucho tiempo. No parece relevante determinar el momento en que esto ocurrió. Quizás desapareció hacia el final de la primera década del siglo XX, cuando la cinematografía danesa se puso a la cabeza al producir dramas mundanos y fatalistas como los que dieron fama a Asta Nielsen. Acaso esta metamorfosis no fue resultado de una etapa fílmica, sino que se gestó en las manos de directores como Erich von Stroheim, creador de personajes profundamente trastornados y de historias sórdidas que tuvieron su culminación maestra en Avaricia (1923), cinta que dio forma definitiva a un estilo por el que el austriaco recibió el mote de autor maldito. Lo que sí está claro es que con más de un siglo de historia, este medio no sólo dejó su infancia atrás, sino que evolucionó y ha llegado a sustituir la ingenuidad y la mesura de sus orígenes con diversas propuestas estéticas: una de ellas es la que podemos denominar como de la violencia provocadora.

En una época en la que se habla de cine posmoderno parece evidente que son varios los directores que recrean la brutalidad del ser humano para provocar al espectador. Este desafío no debe entenderse como un divertimento, ni como un experimento mediático. Se trata de un sistema de reflexión sobre los modelos de representación del cine. La violencia ya no funge como recurso narrativo ni como objeto de entretenimiento. Antes era parte de las convenciones fílmicas, de un requisito necesario para géneros como el western o el cine de gangsters; ahora constituye un método para modificar la actitud del público ante lo que ve; una suerte de eco que recorre las salas con el fin de recuperar o fortalecer la sensibilidad del espectador. En otras palabras, esta estética es un código amoral en contra de la frialdad sistemática de cierto estilo de cine-espectáculo y un augurio sobre el camino decadente y destructivo de algunas sociedades.

Cuando David Cronenberg presentó Una historia violenta (2005) en el Festival de Cine de Sitges, el actor Viggo Mortesen explicó lo que pensaba de este cineasta con las siguientes palabras: “A Cronenberg le gusta la gente y le interesa estudiar su conducta, sus reacciones. Casi es mejor observador que director; lo suyo es provocar.” A pesar de esta afirmación, el director canadiense no reveló entonces lo que pensaba de la violencia humana. Sólo comentó que no deseaba condenar ni celebrar la brutalidad. Según su testimonio, su único interés era observar.

Dos años después, Cronenberg estrenó Promesas peligrosas (2007). En una de las secuencias más intensas de la cinta, Nikolai, un infiltrado que trabaja como chofer para la mafia rusa, es embestido por dos sicarios en un baño de vapor. En el momento del ataque sólo dispone de una toalla. El combate no es frontal. Nikolai aleja a sus persecutores golpeándolos con la prenda al tiempo que los evade ocultándose tras los muros y recorriendo todo el lugar. Al final de la secuencia, el protagonista y uno de sus perseguidores forcejean en el suelo con una navaja de por medio. El primero aún tiene fuerza para contrarrestar la presión de su rival y encajar el arma en su pecho. El crujido de la carne y la voz estertórea de la víctima son aterradores. Cuando todo termina, Nikolai permanece sobre el cadáver de su agresor. Está exhausto y, a la vez, conmocionado porque ha sobrevivido.

Esta secuencia tuvo un doble impacto entre el público y la prensa. Por un lado, se celebró la eficacia y la originalidad del manejo de planos y del montaje para lograr este momento fílmico, pero, en contraparte, muchos se preguntaron si fue pertinente representar la lucha con un realismo tan detallado y lógico. Cronenberg declaró que él definía la violencia como destrucción, y que la presencia de este tipo de brutalidad en su cine pretendía representar las consecuencias de las acciones destructivas. El tono áspero de la escena y la imparcialidad de la edición (la secuencia no está musicalizada) sólo pudieron conjugarse sin caer en la frialdad tan común de la cinematografía reciente en la cámara de un director como él.

Las estéticas violentas no son una creación del cine actual. Sam Pekinpah, Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick, Martin Scorsese y Takashi Miike son casos, entre varios más, de uno de los caminos de este proceso de madurez temática. Pero la idea de la violencia provocadora, que es la imagen de lo bestial como acto de sensibilización, sí es un fenómeno que comienza a aparecer ya no como código, sino como estética. Hay casos en los que la representación de lo violento como sistema de reflexión ya caracteriza el estilo de algunos creadores. David Cronenberg y Michael Hanake son modelos de esta tendencia. Nombres como Gus van Sant (Paranoid Park, 2007), Kevin Macdonald (El último rey de Escocia, 2006) y los hermanos Ethan y Joel Cohen (Sin lugar para los débiles, 2007) no son referentes del estilo, pero también han recurrido a la capacidad de perturbación de la violencia no sólo para cumplir con los géneros cinematográficos, sino para provocar o sacudir al espectador.

Todos ellos son cineastas que no conciben la violencia como espectáculo, sino como un recurso para provocar al lector por medio del temor o del rechazo a lo sanguinario. Su cine es heredero del naturalismo literario y ha encontrando en el hiperrealismo el mejor vehículo para recrear una parte de la condición humana que se convirtió en entretenimiento una vez que la tragedia y el dolor fueron neutralizados y vulgarizados por algunos formatos televisuales y fílmicos que, sobre todo, son patentes de la televisión sensacionalista, de algunas cintas de serie B (B Movies) y una porción del cine de acción (thrillers) que existen sólo por amor al lucro y que han plasmado la violencia y la muerte como actos comunes e insignificantes.

La violencia provocadora es así un código fílmico. Se trata de un elemento arbitrario, pero no constituye un sinsentido. El signo de lo brutal empieza a convertirse en una convención cinematográfica entre los directores que provocan por medio de la violencia. Plasmar la crueldad es un acto justificado. En los géneros cinematográficos —que no son más que tipos de películas determinados por acuerdos— la violencia es una herramienta para cubrir, por ejemplo, el requisito de verosimilitud de la teoría aristotélica. El héroe del western debe ser implacable y debe reivindicarse violentamente; de otro modo es falso o está perdido. El gángster no es auténtico si no hace tangible su sangre fría, su aire de reptil, su séquito temeroso de subordinados. Lo brutal se justifica porque es un código que cumple con una función narrativa bien definida.

La violencia provocadora tiene un papel similar y reclama la condición de estética fílmica porque ha encontrado su razón de ser y su deber ser. En Juegos sádicos (1997), de Michael Hanake —cuyo remake para el mercado estadounidense se estrenó este año—, un par de psicópatas sociales resuelven asesinar a una familia completa pero, antes de cometer los homicidios, deciden que las víctimas deben sufrir. La violencia física no es visible. Todo está dado por gestos humanos frenéticos, gritos, actos desesperados, diálogos tensos e imágenes de destrucción. Cuando el espectador abandona la sala no puede dejar de pensar en el dolor de los personajes, pero se da cuenta de que no tuvo que ver cómo disparaban con un rifle de caza a un niño, cómo insertaban una navaja en el cuerpo de un hombre ya herido o cómo se ahogaba una mujer atada de pies y manos para saber que la violencia es un acto destructivo, humillante y ajeno al espectáculo lúdico. El deber ser de esta estética violenta radica en constituirse como una antítesis de la violencia.

La concepción en la que se fundan los cineastas provocadores no es una respuesta a la violencia del cine de género. Ya se dijo que los géneros tradicionales son convenciones arbitrarias. Esto quiere decir que a cada tipo de película le corresponde una clase bien definida y, a veces, exclusiva, de elementos que determinan su lenguaje. La violencia es un factor necesario en algunos géneros. Sin embargo, hay que recordar que el espectador comparte el conocimiento de las convenciones genéricas con el cineasta. Está advertido y sabe que ciertos signos son permitidos. La polémica debe concentrarse en el manejo honesto y estético del código fílmico.

La estética de la violencia provocadora es más bien una reacción al cine que recurre a la brutalidad para brindar espectáculo. Es un lenguaje que se opone —aunque pareciera lo contrario— a la ficción insensata, a la frialdad emocional y al cinismo lucrativo. El cine visto desde estos ojos es creación e imaginación. Y es por este afán de invención que no debe entretener a través de lo que no es otra cosa más que el elogio de la destrucción humana: la violencia por amor a la violencia.

En una secuencia de A prueba de muerte (2007), de Quentin Tarantino, un hombre maneja un Chevrolet Nova a más de 200 kilómetros por hora para chocar con un automóvil subcompacto donde viajan cuatro muchachas. La colisión es implacable. Un plano muestra cómo se desprende la pierna de una de las jóvenes que viajaba en la parte delantera y otro más ilustra cómo se quema el rostro de otra chica por la fricción de una llanta contra su piel. El incidente se repite desde diversos planos. Contrario a lo que podría pensarse, esta secuencia no es un ejemplo del cine que recurre a la violencia como espectáculo. La película es un híbrido de géneros. Su violencia es convencional y está justificada. Es una parodia al cine de serie B de la década de 1960. Incluso hay fallas intencionales en el montaje, pues también imita irónicamente las funciones dobles (Grindhouse) de la época. El problema es que, hacia el final de la cinta —y a pesar del tono irónico—, el abuso de la violencia explícita pierde su sentido paródico y comienza a caer en la simpleza por la entronización de la violencia-entretenimiento. A esta visión es a lo que se opone la violencia provocadora, y es la pauta que está comenzando a caracterizar a los directores preocupados de que la industria fílmica pierda el espíritu creativo.

No por ello debe entenderse que los cineastas provocadores son cineastas moralistas. En el pasado de la cinematografía ya hubo periodos de reforma. El Código Hays, de 1934, que fue producto de la lucha de grupos de católicos que se oponían a la imagen glorificadora de los gangsters en el cine, obligó a mostrar a los capos como seres inhumanos y fracasados; peor aún, prohibió que se representara a la policía como una entidad corrupta. La violencia como medio de sensibilización en el cine es amoral. Carece de valores porque su principio es ético y no está fundamentado en doctrinas. Se trata de una concepción con fines analíticos que trata de representar realidades para interpretarlas. Es un modo de asir al hombre para comprender su instinto; es un realismo llevado al extremo; un acto de creación pragmática que aspira a cambiar la actitud frente al divertimento que ha logrado constituir la conducta destructiva; es lo que, desde la crítica política, Henry A. Giroux denominó como violencia simbólica; es decir, la recreación de lo visceral como medio de reflexión para lograr empatía con la víctima y reforzar la ética del público. Sólo que este concepto ha trascendido a la categoría de estética. Si la violencia provocadora de este tipo de cinematografía fuera moral, no recrearía actos brutales o muertes, ni permitiría que se derramara una sola gota de sangre en el escenario donde se rueda una película.

No cabe duda que esta manera de concebir el cine constituye un síntoma de las sociedades de nuestro tiempo. En Sin lugar para los débiles, adaptación de la novela de Cormac McCarthy realizada por los hermanos Cohen, Javier Bardem personifica a Anton Chigurh, un individuo que vive para asesinar. Más allá de que hay secuencias en las que vemos su método de aniquilación (utiliza la presión de un tanque de oxígeno como sustituto de un revólver con silenciador), el criminal asegura que tiene principios. Sin embargo, sus decisiones no se fundan en su voluntad, sino en la fortuna. Cada vez que tiene que decidir si respeta la vida de otra persona, lanza una moneda y deja la respuesta al azar. Si cae una cara, debe ser victimario, si cae la otra, no. En momentos como ése no vemos el crimen, pero sentimos el terror de la víctima ante aquel hombre que actúa mecánicamente, convencido de la “racionalidad” de sus actos.

El cine perdió la inocencia pero se resiste a perder la imaginación, esa entidad que no es otra cosa sino el poder creador del pensamiento humano y la capacidad de su espíritu para elevar su categoría por encima de su instinto. Es por ello que la cinematografía aprovecha su madurez —o su malicia de un siglo— para revertir una de las enajenaciones que han derivado de su condición de industria: la de la violencia como espectáculo lucrativo.la violencia provocadora01.jpg



Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982) es comunicólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista, Periódico de poesía (versión digital), así como en el suplemento Confabulario y el diario El Financiero. En 2004 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Universitario Agustín Yáñez organizado por la revista Tierra adentro y el Conaculta. Fue ganador del premio de cuento del Concurso 35 de Punto de partida (2004). Un año después recibió el premio de crónica del mismo certamen. Actualmente escribe colaboraciones sobre cine para la revista digital Punto en línea (www.puntoenlinea.unam.mx).