No. 116/CUENTO


 
El viaje


Raúl Godínez
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM



La ópera no sólo excita tímpanos y vientre. Cuando la escenografía se conjuga armoniosa con el canto, la música y los coros, excita de paso el ensueño, la imaginación.

godinez-raul01.jpgY es que cuando el rojo manto de los telones se recoge sobre sí, dejando al descubierto un foro que nos introduce a nuevas realidades, entonces el resplandor de una escena provoca que la mente se relaje y distienda hacia los temas no abordados, las lucubraciones a las cuales no se había rendido el apetito incierto de la razón ni los derroteros de la suspicacia.

Así, nuestros demonios nos conducen a través de comentarios y hechos prescindibles; pero nos los presentan claros, favorecidos por el relajamiento del canto, el éxtasis del ritmo, los acordes del estruendo. Es como si un tigre agazapado esperara a que la música descuide al cazador, para pasearle entonces la gracia de sus líneas, la esbeltez de su figura, los requiebros de su andar, y de golpe saltarle sobre el rostro con los colmillos esgrimidos en el más alto acorde de la sinfonía.

La música se dispone, pues, como marco caprichoso a nuestra atención, que se centra, repentina, en el cuento esparcido por los conserjes, el nerviosismo de las secretarias y las mil murmuraciones que nada ha podido acallar, salvo nuestra premura. Será por eso que la imaginación de Arcelia le trajo inminente el recuerdo de los desaparecidos, la sorpresa ante las nuevas ausencias entre el personal y las leyendas que cada día se hilvanaban una sobre otra. De pronto, todos aquellos rumores cobraron una nueva dimensión. Estaba cansada.

Después de permanecer doblada durante varios minutos sobre su escritorio, apoyada en brazos y nariz, Arcelia levantó poco a poco la cabeza; estiró cuello y hombros y miró a todos lados. Estaba sola. El reloj marcaba las once de la noche y el personal del área se había retirado ya. Un silencio rotundo gobernaba el espacio.

Cerró carpetas, apiló documentos y desconectó la computadora. Guardó aceleradamente sus cosas, cerró gavetas y apagó luces. Estaba lista para partir. Al salir de la oficina, un pasillo sembrado de puertas y con iluminación pésima, le dio la certeza de que todo aquel despliegue de imaginación e ingenio había llegado a su fin. Los parlamentos memorizados, el montaje de las escenografías y el nerviosismo de los actores no existirían más. Tras meses extenuantes de presenciar ópera tras ópera, las audiciones sucumbieron a su última representación. Arcelia había estado presente en cada puesta en escena. Había visto a los artistas transformar su rostro con maquillajes violentos, a las sopranos esforzándose por alcanzar la tesitura deseada y a los tramoyistas apuntalar los entarimados y estirar cables, pesas y palancas, mientras los miembros del jurado, implacables no paraban de criticar.

Había trabajado duro las últimas semanas, auscultando a diario las votaciones del jurado y escuchando su juicio sobre vestuario, interpretación y música. Finalmente ahora, después de una deliberación insufrible y un fallo irreprochable, solamente ella, Arcelia, sabía cuál había sido la obra triunfadora. Al día siguiente entregaría los resultados al maestro Erasmo, y pasado mañana, muy temprano, los participantes se enfilarían a comprar los periódicos para conocer el desenlace final: el gran día.

El concurso internacional de ópera —su delirio y ensueño desbordado, sus representaciones majestuosas y la calidad vocal de las sopranos— había concluido. Arcelia pensaba en todo esto cuando una luz roja y un tintineo suave le indicaron que el ascensor se había detenido al final del pasillo. Aceleró el paso.

godinez-raul02.jpgHora tras hora había trabajado en este decrépito edificio, rodeada de personas acostumbradas a ceder fácilmente al rumor y los nervios. Pero eso había sido hasta hoy. Mañana volaría de regreso a México y se reincorporaría al Ministerio de Cultura, abandonando para siempre estas pésimas instalaciones donde el temor se empantanaba en cubículos, pasillos y oficinas. La gente tenía miedo. Todo el enorme auditorio, junto con el edificio de veinte pisos, transpiraba zozobra. Era un pánico ciego lo que se gestaba entre cada obra y escena; entre un dios griego invocado y un demonio italiano apareciendo y desapareciendo en el fondo del escenario.

El ascensor volvió a lanzar un tintineo y estaba a punto de cerrarse cuando Arcelia corrió y apretó el botón que lo detuvo.

—Este tren es mío, señorita —dijo desde el interior una figura recargada del lado izquierdo.

Pero Arcelia no prestó atención. Estaba demasiado cansada como para escuchar a una persona que decía tonterías. Y sin embargo no le molestó aquella presencia. La noche había caído y el Instituto parecía mortalmente solo; así que terminó por agradecer una compañía en aquellas horas. Apretó el botón de la planta baja y pasó a recargarse al fondo, mientras que la otra persona, sin ningún otro comentario, alargó la mano y oprimió el botón que indicaba el número 12. Se hallaban en el noveno piso.

Las puertas se cerraron, y por el vacío que Arcelia experimentó en el vientre supo que el elevador no bajaba. Subía. Miró hacia la persona que tenía frente a ella y se encontró con la delgada figura de una mujer vestida de lila y marrón. Llevaba una gabardina con capucha, de modo que Arcelia no podía ver su rostro. Sólo a través de la larga prenda vio sus manos blancas, sus botines negros, sus medias también negras y una faldita color lila. La ropa le recordó a un personaje aparecido ocasionalmente en el fondo de una escena. La ópera era de Verdi, sin duda, pero no pudo recordar el nombre de la obra ni mucho menos el del personaje.

Estas personas que revolotean alrededor de la ópera —pensó— visten de forma tan especial, que dentro de su modo tan raro de ser tienen buen gusto y hasta elegancia; aunque faldas con botines no sea cosa que se vea todos los días. Por lo menos, no en la calle, tan sólo aquí, donde la ópera es voz y sueño.

Arcelia esperó paciente a que el elevador ascendiera del piso 9 al 12 y, sin embargo, una vez llegada a éste, la mujer de marrón no se decidió a bajar. Al abrirse las puertas la persona hizo el intento de salir, pero después de dar el primer paso y asomarse a través del marco de metal, desistió del intento y se acomodó de nuevo en el interior. La gabardina se recargó otra vez del lado izquierdo y volvió a apretar un botón más. Ahora el número 17.

godinez-raul03.jpgArcelia se impacientó y exhaló con fuerza para ser escuchada. Su cansancio era evidente. Pero la capucha de la gabardina ni siquiera volteó a mirarla.

—Hay demasiada vida en esta estación —dijo a modo de explicación una voz aguda. Hay demasiada vida y no iría de acuerdo a su camino.

El elevador vibraba mientras ascendía. En el piso 17 las puertas se abrieron y la figura vestida de lila salió y caminó a lo largo del pasillo. Arcelia la vio alejarse mientras apretaba el botón que indicaba la planta baja. Pero las puertas no se cerraron, permanecieron abiertas el tiempo suficiente para apreciar cómo la figura seguía caminando con pasos silenciosos. Arcelia volvió a oprimir el botón una, dos, tres veces, y terminó por dar un pequeño salto sobre el piso de hierro. Pero de nada sirvió. El ascensor seguía firme, pesado, inmutable. La mujer llegó al final del pasillo, dobló a la derecha y se perdió en dirección a las escaleras.

Jalaba aún las puertas del elevador, cuando el chillido de un animal y el grito de una mujer rasgaron el ambiente. Arcelia sintió la piel recorrida por un escalofrío. Miró en dirección al pasillo, se asomó a derecha e izquierda, y vio que todas las puertas que había en el corredor estaban cerradas. Pero no quiso averiguar más. Volvió a brincar impaciente y apretó el bolón de alarma. Aún así el elevador siguió sin inmutarse. Un frío sudor comenzó a poblar su frente.

Fue hasta que presionó el botón que indicaba el número 18 cuando las puertas se cerraron y el ascensor, tras un breve estertor, se dejó ir hacia el piso de arriba. Arcelia sudaba nerviosa pero permanecía callada, a la expectativa, dentro del cubo de metal. Toda aquella grata sensación de haber concluido el trabajo y saber el nombre de la ópera ganadora, comenzaba a palidecer en su semblante. La alegría había desaparecido.

Cuando las puertas volvieron a abrirse en el piso 18, Arcelia lanzó un grito de horror. Un extraño animal, verde y pequeño, se hallaba a la entrada del ascensor y la miraba con ojos penetrantes. Su cuerpo, cubierto de una pelambre densa, la hizo pensar en una rata enorme o en un gato desmelenado. El animal permanecía estático contemplándola fijamente. Sus ojos eran de un amarillo intenso, tenía humedecidos los pelos del lomo y las patas blancas y rapadas.

La bestia la miró de arriba a abajo y se disponía a entrar, cuando Arcelia le dio un empellón con el pie y las puertas volvieron a cerrarse. El elevador descendió justo cuando el animal lanzó un aullido y rasguñó el metal. Pero aunque había apretado de nueva cuenta el botón de la planta baja, el aparato se detuvo esta vez entre el piso 17 y el 18. Arcelia lanzaba gritos entrecortados mientras oprimía desesperada los botones. Pero nada dio resultado. El elevador estaba atascado.

Fue en ese momento, al escuchar de nuevo el chillido del animal, que por los nervios, en su desesperación, apretó el botón equivocado y la luz quedó extinta. Sus movimientos se hicieron torpes y lerdos. Alargó la mano, buscó el botón apropiado y, en su lugar, apretó otro más. El aparato volvió a estremecerse. Pero no descendió; viajaba obstinadamente hacia arriba.

Sin embargo, apenas encarrerado, el ascensor volvió a atascarse. Para entonces Arcelia estaba hecha una histérica. Sudaba copiosamente y el oxígeno comenzó a faltarle; aún así gritó pidiendo ayuda, mientras sus manos seguían presionando indistintamente los botones en medio de la oscuridad. Oía todavía debajo de sus pies al animal arañando y lanzando aullidos, cuando en el piso superior, apenas perceptibles, sintió que se aproximaban unos pasos.

godinez-raul04.jpg—Había demasiada vida en aquella estación —escuchó Arcelia. La voz aguda de la mujer de lila le llegaba desde el nivel de arriba, mientras ella le gritaba que apretara el botón para subir, que estaba atorada.
—Había demasiada vida —repitió, —y tú no descendiste. Te dije que era mi tren. Los elevadores no son sino el preámbulo, y una debe saber cuándo abordarlos o cuándo dejarlos ir sobre sus rieles. Pero sobre todo, una debe saber dónde bajarse. O de lo contrario, le llevan hasta el final de su recorrido.
—Por favor, pida ayuda, el elevador está atorado. No sube ni baja. ¡Por favor! Hay un animal allá abajo —gritaba Arcelia fuera de sí.
—…Y el recorrido ha comenzado ya —alcanzó a decir la mujer.
—Señorita, pida ayuda. Sáqueme de aquí —siguió gritando. Pero de algún modo intuía que ya nadie la escuchaba.

El ascensor se había estremecido y ahora se desplazaba con un suave temblor. Al guardar silencio, Arcelia contempló la oscuridad y adivinó que aquello no era el movimiento propio de un elevador. Algo había sucedido. Se encontraba ahora viajando en otro sentido, en otra dirección y, sin duda, hacia otra parte. Fue entonces cuando percibió la música.

Primero era distante, confusa; pero poco a poco se fue acrecentando hasta que pudo escucharla con toda claridad. Llegaba hasta sus oídos aquella suave aria que habían interpretado en Orfeo. Reconoció después el agudo de un hombre lanzando un juramento, y creyó recordar que era uno de los diálogos de Rigoletto. Precisamente la voz del hombre que levanta una maldición, la hace girar en el viento y después la desploma, rotunda, sobre el personaje central. Una maldición había pasado delante de ella. Mientras Arcelia guardaba silencio, escuchaba y trataba de comprender.

Del mismo modo percibió extractos de muchísimas obras más. La sonoridad y vigor de Aída pasó junio a ella. La Traviata se acercó con su energía violenta, y pasó de largo. Una escena de El laberinto de Creta comenzó a aproximarse; pudo escuchar al Minotauro asestando cornadas, luchando a muerte con Teseo y, finalmente, las últimas agitaciones y los escupitajos de sangre. Sólo al recordar la imagen de Teseo al centro de un laberinto zigzagueante, tuvo una visión.

Le bastó escuchar la voz de Ariadna acercándose, para saber exactamente qué era lo que debía hacer. Se encogió sobre su cuerpo, tanteó en la oscuridad y permaneció así buscando un hilo, un cordón, un cáñamo que le diera la clave para salir de ahí. El canto de Ariadna se acercaba vertiginoso. Teseo contestó con registro grave alguna frase entonada y, justo cuando pasaban delante de ella, Arcelia se incorporó con un ovillo entre las manos y comenzó a seguir la línea recta del hilo.

La hebra se tendía directa hacia el fondo del ascensor. Caminó titubeante y después de andar algunos pasos, de pronto, en una abertura en la pared descubrió la iluminada escenografía. Ahí fue cuando Arcelia comprendió que las obras no pasaban frente a ella; era el elevador mismo, el cubo de metal, el que viajaba rápidamente a través de las escenas.

Contempló el escenario repleto de luz, música y personajes. Vio frente al templete a los jurados calificando y criticando las obras. Y se vio a ella misma, abrumada, cansada, recogiendo las papeletas de votación y observando, admirada, el desempeño de los actores.

godinez-raul05.jpgSólo entonces supo que ella estaba dentro del foro, que tenía una aparición ocasional, y que sus ropas eran lila y marrón. Verdi era el autor de la obra. Y el nombre de su personaje, el nombre del personaje que ella misma estaba representando, no pudo siquiera ser pronunciado. Se quedó detenido, atorado en la garganta, mientras que de sus manos temblorosas resbaló la hebra de cáñamo.

El cubo de metal siguió desplazándose; los rieles rechinaban y un temblor permanente agitaba el vagón. En el último pueblo de escala, en la última estación, una mujer vestida de lila y marrón, con un animal verde entre las manos, le decía adiós al tren que se alejaba. El sonido de la locomotora retumbó en la noche, pero nadie pudo escucharlo. Arcelia aún no caía en la cuenta de que el hilo se había escurrido de entre sus manos, mientras miraba absorta la visión de la ópera y seguía viajando. Viajando ininterrumpidamente.

 


Dibujos de Adriana Ruiz Rosales, Tec de Monterrey, Campus Ciudad de México