No. 151/EL RESEÑARIO |
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Un verbo en la enramada (y viceversa) |
Luis Jorge Boone |
Balam Rodrigo, |
Con el norte de las percepciones heredadas, Balam Rodrigo ha construido un libro de una fuerza verbal que en ningún instante desciende en intensidad durante su viaje, que va de la construcción de un mundo (un edén, para ser afines al precepto del poeta) hasta la plena posesión de una personaje construida a base de sueños y espacios inhabitados: Silencia. Estas percepciones se materializan en epígrafes que se encabalgan con las estancias poéticas del libro, versos que provienen de la poeta argentina, siempre moridora y casi siempre amarga, Alejandra Pizarnik.
El canto, la celebración es lo incesante. Hay algo de adánico en el artificio adoptado como instrumento para percibir la otra cara de la naturaleza, la sensación de que la palabra del poeta algo tiene del paso inaugural que ahoya zonas vírgenes de un paisaje no contemplado a cabalidad y, finalmente, esa idea de Carlos Pellicer que glosaré para el caso: “soy joven y me parece que el mundo tiene mi edad”, que ha nacido conmigo, que brota, quizá de mis ojos. Poemas éstos que atienden a la intensidad de la prosa y no acuden nunca al descanso del blanco del verso tradicional, puesto que su naturaleza se asemeja más a los sistemas caóticos —fuerzas de igual importancia se debaten en su interior, modificando su cuerpo— que a los sistemas estables de versos medidos o esbeltos. Pero la física nos dice que todo sistema caótico es una suma no graduada de sistemas estables; es decir, corren por su interior pequeñas corrientes que lo hacen asimilable, observable, limitado. De la misma forma, hay pequeños clavos retóricos que actúan como remansos en este sistema inestable de lo que el mismo poeta llama su “verba ociosa”: “el murmurar de aciagos camposantos”, “enramadas de luna y de carrizo”, “con un rumor de mar bajo tus alas”, “Silencia la matriz de los espantos”, “de enebro y mineral de luz creciente”, son pasajes que tienen en común la acentuación perfecta de los endecasílabos. Vemos aparecer combinaciones de otros metros, patrones reconocibles al oído —como un ave que distinguimos por su vuelo familiar en medio de una parvada que oscurece el cielo—, relevos en el fraseo que dotan de hueso al salto verbal, a la catarata de imágenes. Silencia es un libro emparentado con los procedimientos de poetas como Efraín Bartolomé o José Carlos Becerra: la exuberancia que intenta reproducir ciertos rasgos de la naturaleza tumultuosa y promiscua del sur del territorio mexicano; la cualidad paisajística del lenguaje que, más que apuntar, encarna el espectáculo de un mundo. La ebriedad del amante ante Silencia provoca que en los sentidos apenas quede lugar para otra cosa. No hay una fuerza más grande que Silencia; pareciera que en el libro no existe el mal, ni el tiempo, ni un contrapeso que reduzca la totalidad de Silencia. El amor procede así: elimina de los ojos todo lo que no sea el objeto de su amor. Guiado por las estelas de Pizarnik, el lector recorre estaciones donde el silencio engendra el agua, donde su fulgor enciende el fuego, donde la noche acuna la materia del silencio, para reconocer que esa misma materia es la de los sueños. Y los sueños son el terreno perfecto para estos poemas: puesto que ahí no existe el tiempo y la noche nos devuelve a su contemplación, cada vez que abandonamos el mundo y nos acogemos a ese otro mundo más nuestro —y por eso más bello— de las sombras amadas.
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