No. 119/CUENTO


 

Ventana



Aura Tantadel López Contreras

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM

 

 

A la coreográfa Ana González

 

Esta habitación sólo tiene un marco cuadrado que da al exterior: afuera, el cielo blanco se postra, un sol se aproxima; por ese cuadro mis pensamientos se liberan y tras estos párpados se agrietan, me veo esperando lo indistinguible mientras observo un punto transparente en la distancia. Me pierdo tras la imagen distorsionada que se difumina, mi cuerpo se traslada a otro espacio: un escenario cálido, donde la caricia calla, es interminable. Entre círculos de color me desvanezco: rojos cálidos, húmedos de cadmio, secos, permeables y terrosos; mi piel se comprime y expande, explotaré en cualquier instante; suspendida en el aire, no encuentro regreso; mis ojos están ciegos, se convierten en puntos violeta, rosas secas que comienzan a marchitarse como el resto de mi cuerpo...



Nuestro corazón impávido y abstracto se pierde en el humo fresco de tus manos, rodando entre la respiración tersa de mi piel, desprende un olor a nuevo: el aroma a plástico de fábrica, elementos artificiales de materia humana se esparcen en la habitación; cuatro paredes y una ventana encierran los suspiros y travesías de mi alma en cuaresma. Estamos en un quirófano, estoy abierta por la mitad, mi corazón aún late; tus ojos se escapan entre los charcos de sangre, ruedan como estatuas caídas en su propio imperio; estás ahí, parada, observándome caer en el delirio, impotente. Miras por aquella ventana cuadrada sin ver nada, suspiras, callas, cierras la ventana.

Observas la camilla, entre las blancas túnicas hay un bulto, es mi cuerpo disociado a la imagen; buscas mis ojos infinitos, encuentras solos a mis párpados: te provoco agonía. Rasgas la tela que cubría mi rostro, la atas a mis ojos, me hablas, no puedo escucharte, sólo el silencio atañe mis oídos, las lágrimas corren por tus mejillas, no paran, caen sobre mi vientre, se resbalan hacia mi ombligo y tú sonríes. Con cuidado, despacio y suavemente te acercas a mis labios, tienes ganas de besarme, apenas los rozas y te alejas: están fríos, tiesos y putrefactos.
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Despierto, acostada en el suelo miro el techo hueco entre paredes blancas, hay humo, siento que me asfixio, abro la ventana, mis ojos se tiñen de rojo, no perciben más allá, se limitan a llorar; intento alcanzar un vaso con agua, éste se cae, se rompe. Pequeñas gotas de sudor corren desde mi pecho hasta el piso, me derrumbo, caigo sobre los cristales; alguien me observa, clava sus pupilas en mis teñidos ojos. Por mi mente se desmoronan escaleras, hacen música al caer, polvo que deslumbra mis pestañas donde mis pensamientos merodean; la luz atraviesa mis párpados, diviso la ventana, una ventana sin paisaje, como si a través de ella mirara mi reflejo, las figuras se tergiversan por el aumento del cristal que divide el ahora del después.

Me observan: ojos cafés, negros, un brillo inexplicable, una presencia que enmudece, ímpetu de entendimiento, por donde el corazón no miente; mi cuerpo se encoge de lado, una posición fetal, tengo frío y mis pupilas se dilatan. Aquella mirada dibuja una sonrisa en las pupilas del reflejo visual, puedo ver una efigie a través de mis párpados; inspecciono aquella forma perfecta, se acerca, imanta su derredor, recorre cada esquina del hábitat, sus ojos son elásticos y transparentes, avizoran este mundo posventanal. Se aproxima como un híbrido, llega al borde entre mundos, se apresura y en un tornado de círculos concéntricos se aleja, pierde su eje. Ahora se incorpora al ras del piso, acaricia mis piernas, no puedo moverme, estoy encadenada a una piedra. Observo las arrugas de su cuello, su cuerpo se enrosca y extiende igual a una serpiente, sus brazos son pérfidas culebras que rodean mis hombros; una música de voces rocía mi mente, de su boca se escuchan sonidos de arpa; el suelo se encharca: una mezcla de sudor y sangre.



El viento helado se aproxima; afuera, el sol se levanta al medio día con su cálido aliento, los poros de mis piernas se abren sigilosamente hacia la entrepierna, mi abdomen se fricciona, las pestañas se me encogen, toda yo me empequeñezco. El frío me adormece y mis pestañas se entrecierran, sus brazos de serpiente rasgan mi útero, la música vuelve romo un susurro, arranco sus ojos; repta en busca de ellos, casi como la cesación de un murciélago, el arpa se detiene, acaricio su boca, las voces retornan y ella, con su ofidia lengua, arranca mis ojos.

Dirijo la vista de mis manos al suelo mientras arrastro mi cola como la quimera, palpo cada extremo de mis dedos, escarbo entre el polvo, se escapan pero encuentro los suyos, los hurto; sus ojos son mis ojos, miro cómo todo el mundo gira y se entorpece: los colores no existen, las voces se ausentan, las tonalidades blanco y negro definen mi mundo, no lo soporto, grito, mi grito me despierta; mi mirada se dosifica, se enternece y mi cuerpo se congela, me dirijo a la ventana redonda, la cierro y vuelvo a la cama.



Acostada en este catre viejo, intento cerrar los ojos pero mis senos protestan, toda mi piel se eriza, rompo la almohada, dejo caer las plumas al piso y sobre mi cuerpo. Comienzo a acariciarme: mi epidermis es la arena del mar que sudan sus poros, tomo la tinta de mi repisa y dibujo sobre mi cuerpo: círculos en mis piernas, ventanas en mis senos y espirales en mi ombligo.

El ombligo es el centro de mi mundo, lo acaricio, recorro la espiral que forma sus arrugas, acerco mi nariz, mis labios, lo observo; la tinta se cae y el omphalo me succiona: está oscuro, mis manos tiemblan, escucho la voz de mi propio cuerpo que susurra su agonía, caigo irremediablemente… resbalo hasta la pelvis, la consistencia es pegajosa, húmeda, huele a virginidad o a abstinencia. Busco la salida, me fricciono contra los músculos rugosos, escucho el éxtasis de mi voz: un suspiro que va matándome por dentro, rasgo las paredes suaves para impulsarme, logro salir; escalo cautelosamente la montaña del pubis.

Los días pasan y tres soles se asoman por la ventana, atravieso el desierto del torso, la arena es resbalosa y la respiración provoca una ventisca; llego hasta mis ojos, están dormidos, intento despertarlos, mis gritos parecen susurros; me acerco a mi oído, lo beso, huelo su amarga densidad. Un ruido me distrae: eres tú, estás tras la ventana e intentas abrirla, observo tu desesperación desde la punta de mi cabeza, deseas entrar y acariciar mi cuerpo desnudo.

Logro abrir los ojos y “la pequeña yo” desaparece; percibo una ligera neblina en tus ojos, te veo tras la ventana, es como si me viera en un espejo; sin embargo, a través de la ventana se divisa un paisaje verde: arboledas, árboles y arbustos conforman un colchón de montaña donde mis ojos ruedan, se detienen a los pies de un riachuelo con miles de metros de largo; el agua azul verde se envuelve entre las raíces de los árboles sedientos. Mi cuerpo se desenvuelve… nace, se expande a lo largo de la cama: soy una estrella.

Se escucha un estruendo, has roto la ventana, entras, observas el piso lleno de plumas y de tinta negra y cubres con una sábana mi cuerpo, me enrollas, me sujetas con lazos a la cama, miras por la ventana y lloras, mis labios se retienen mutuamente; observo el techo, está perforado, los colores se combinan: naranjas y rojos, azules y morados, verdes y amarillos… ahora son sólo colores claros y obscuros sin una definición exacta. Mi cuerpo se relaja sobre el catre: rueda dos veces, se despeña hacia el suelo, se desliza y se detiene. Volteas a verme, el teléfono suena, contestas, pregunto qué sucede, me miras, tu mirada atraviesa mi cuerpo y la habitación, se escapa por la ventana. Te hincas, pones un oído sobre mi pecho, no puedes contener el llanto, cantas una canción, una orquesta sale de tu boca: voz entrecortada. Intento desatarme, quiero abrazarte, cuando logro sacar un brazo te acaricio el rostro, sonríes y dices: “tengo un espejo en cristal y tengo una ventana en tu reflejo”; tomo un cristal del piso y lo entierro en tu pecho…
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Despierto, me enjuago la cara, regreso al catre, tomo un libro de la repisa y leo: “a veces sueño despierta y a veces despierta sueño”. Estoy tras la ventana en un cuarto de paredes blancas. Mis ojos han viajado durante demasiados años por aquel cristal, han mirado los pequeños detalles, las maravillas del mundo: un paisaje de sombras, distintas tierras y selvas, pasillos e infinitos suspiros; tus ojos viven en el lado transparente del ventanal, ahí brillan y aquí se ocultan; ellos dicen, expresan, los míos leen palabras azules, disfrutan cada palabra, embelesándose con un mar de metáforas. Tú eres “la pequeña yo”, a través de tus ojos puedo ver mi recuerdo: una joven piel de arena, un pensamiento claro, diversos cuerpos: vestidos, desvestidos; aunque a veces se divise mi presente: murallas de aire, un hueco ausente en el techo, colores que se disuelven, una ventana cuadrada, a veces redonda.

Tengo una camisa blanca, todo es blanco, nada tiene color más que la ventana y tu sombra; me miras, te observo, estamos tras un marco de cristal, la imagen se distorsiona, tu reflejo se pierde… una brecha se abre en el cristal y mis pensamientos se agrisan. Despierto, corro al espejo, te miro, suspiro, la ventana está abierta.


Dibujos de Arturo Durán Ramos, Escuela Nacional de Artes Plásticas