No. 120/EL RESEÑARIO


 

Del sol naciente a la cruz del sur 



Carmen Uriarte

 

 


Maximiliano Matayoshi
Gaijin
UNAM / Alfaguara, México, 2002


 

portada-gaijin.JPGGaijin es una novela de recuerdos, tejida a base de memoria recuperada y de fantasías. Es el relato en primera persona de un niño japonés al que la miseria arranca de su patria, es también la historia de su viaje hacia otra tierra y es el inicio de su vida de emigrante en un país que supone su esperanza.

“La profesora Hiroko nos dio un lápiz a cada uno para después decir que podíamos irnos, que los cuadernos aún no habían llegado pero estaba segura de que los tendríamos la semana siguiente”. Así empieza la primera novela del escritor argentino Maximiliano Matayoshi. “Podíamos irnos”… irnos y dejar la escuela porque, a pesar del lápiz, no había cuaderno. Irnos y abandonar la casa porque, aunque estaban la madre y la hermana pequeña, faltaba el padre. Irnos y renunciar al pueblo, a la tierra, a un Japón empobrecido a fuerza de posguerra donde no había qué comer. Irnos y soñar, enfrentar el hambre una vez más, saber de otras tierras y otras hambres. Irnos, desafiar otra lengua y encararla hasta hacerla propia.

“Podíamos irnos”, sentencia que da pie al largo viaje de un “gaijin” —un extranjero— con el sabor agridulce del exilio que a fuerza de aprender lo ajeno olvida lo propio.

Esta novela es, en palabras de su autor, “ese cuento que no quiso ser cuento” y lo arrastró hasta ser lo que es: una opera prima que tiene el sólido armazón de una gran novela, semejante a la estructura del viejo barco que acercó al personaje hasta el Nuevo Mundo y la ligereza de las naves que venían de Oriente. Gaijin habla del valor de asumir una nacionalidad forastera precisamente en Argentina, un país joven formado por emigrantes. Habla del coraje de no regresar con las manos vacías, de ser alguien, de aprender a hablar, a pensar y hasta a comer en otro idioma.

Y si la comida es una expresión determinante en todas las culturas, en este caso de dos culturas, qué mejor que aprovechar palabras de nuestro autor que por sí mismas son una manifestación de la difícil fusión de dos mundos, el japonés:

Arrastró una silla, se quitó los zapatos, bajó uno a uno los seis platos y unos tazones que colocó sobre la mesa. Volvió a calzarse y mientras movía la silla le dijo a la hermana que cuidara la sopa. Hola, soy Julieta, dijo al fin y me dio la mano. Cuando llegó la señora Arakaki comenzó la primera comida japonesa que tuve en meses, la que más disfruté en toda mi vida.


y el americano:

El olor a madera quemada llenaba el patio, el humo ascendía unos metros para disiparse pronto con la primera brisa. Las carnes rojas sobre la reja de hierro me habían impresionado un poco al principio, pero ya acostumbrado pude disfrutar de su olor. El señor González las miraba, usaba un bastón de hierro para girarlas y voltearlas, y atizaba el fuego si una llama ascendía más de lo debido. El primer asado de mi vida fue algo delicioso.

Con Gaijin el lector inicia una doble aventura, por una parte emprende un viaje memorioso que tiene mucho de homérico y por otra se alegra con el festín perdurable de la buena literatura.

Gaijin es, en resumen, la desolación de la emigración, la tristeza del desarraigo y el trance del arraigo. Es la recompensa a un obstinado esfuerzo. Gaijin es el testimonio de un hijo que va tejiendo una novela con los recuerdos de su padre y con su propia añoranza, que prende al lector que se enfrenta a las páginas de esta novela ganadora de la primera convocatoria al Premio Primera Novela UNAM / Alfaguara 2002.