No. 142/ENSAYO

 
Sobre la prudencia de las grietas


Julián Etienne Gómez Baranda
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA-IZTAPALAPA


 

…más que las ciudades durará
la luz en la que son visibles.

Tomás Segovia



I.


A menudo, preguntas absurdas nos persiguen e intrigan. Sucede que la curiosidad ociosa, propensa a divagaciones pueriles, se rinde con facilidad al canto de tales interrogantes. Cuando recorro cualquier playa invariablemente descubro figuras de arena, pequeñas artesanías de niños pacientes e imaginativos. Las representaciones varían, pero entre ellas aparecen con regularidad castillos y fuertes. ¿Por qué los niños no eligen un edificio común y corriente? ¿Por qué en sus construcciones enfatizan la muralla que los circunda?

Los muros, en sí, no representan nada aunque inexplicablemente conseguimos encariñarnos con alguno. Basta un balón para que nos secunde en el juego o una noviecilla de moral distraída para que, cómplice, encubra nuestras caricias perezosas y torpes besos. Pero no pasa lo mismo con la muralla. Y los niños entienden de límites. Saben de las implicaciones de una barda, muralla miniatura, y la trasgresión que acompaña el hecho de saltársela.

Las fotografías de Weng Fen muestran la naturaleza desafiante de esa acción. Me he cruzado con Sitting on the Wall en dos ocasiones. Una niña uniformada ha dejado la pesada mochila con sus libretas escolares al pie de un muro. La vemos a caballo sobre el borde,sentada casi de espaldas, sin conseguir mirar su cara.
Imagino que observa con templanza el panorama y menosprecia la soberbia verticalidad de una ciudad hecha a escala sobrehumana.
gomezbaranda1.jpg

Justo antes de cumplir dieciséis años viajé con el resto de mi familia por primera vez a Europa. He olvidado el nombre de quien nos atendió en Roma, una poblana elegante, bella e inteligente que trabajaba con el embajador de México en el Vaticano. Recuerdo particularmente la basílica de San Pablo Extramuros. Al principio pensé que se trataría de un templo al aire libre, pero al constatar mi equivocación acudí —con cierta pena— a la señorita poblana en busca de una explicación. “Así se llama —me dijo— porque se encontraba fuera de la ciudad.” El significado de esta circunscripción resulta difícil de entender a los habitantes del Distrito Federal, tan acostumbrados como estamos a su inescrutable continuidad, a esa pulsión exponencial que boicotea cualquier hito perimetral, así sea el cauce de un río.
   
En la antigüedad, en cambio, el mundo se sostenía sobre cuidadosas delimitaciones: la muralla trazaba los lindes de la ciudad, la ecúmene los de la civilización y la Geografía de Ptolomeo los de la Tierra. Podemos seguir la pista de esa esfera cerrada hasta bien entrado el medioevo. Ambrosio Lorenzetti, pintor del trecento, vertió en su Vista de una ciudad ese sentir.
Cada ciudad, como escribe Italo Calvino sobre Despina, recibe su forma del desierto al que se opone. Los desiertos de la ciudad incógnita que pinta el maestro sienés —agua salada por un costado y tierra agreste por el otro— la empujan con el furor de las placas tectónicas que paren cordilleras. En la deficiente reproducción gráfica que conozco, junto a la línea costera se levanta abruptamente una urbe medieval de edificios apiñados y numerosas torres que descuellan sobremanera. Una muralla dentada la protege con bastiones en cada uno de los vértices que conforman su figura asimétrica.

El distorsionado volumen del conjunto es fruto de la aún imperfecta percepción, pero también puede to­marse como una metáfora del enclaustramiento de la época, una cerrazón cuyo epítome encontramos en el arquetipo del castillo. Su puerta disimulada contrasta con las entradas de las ciudades clásicas que le an­te­ce­dieron y las ciudades burguesas por venir. Detrás de la transición entre su arquitectura ensimismada y la pro­pia de los palacios renacentistas que lo sustituyeron, yacen los cambios que trajo consigo la modernidad.


II.


En el transcurso del tiempo los exégetas bí­bli­cos in­ter­pretaron el mito de Babel en términos de la condición humana. Un estudioso alemán del siglo pa­sado consi­deraba la catástrofe de Babel como una ré­plica a ni­vel político de la expulsión del Paraíso. En este caso se trataba de la expulsión de otra unidad: la del con­sen­so. La interrupción de la torre revelaría así la ausen­cia de una tarea común a todos los hombres. Peter Sloter­dijk ha imaginado una revisión gnóstica del mito perdida bajo las arenas egipcias donde se di­ce que Dios habría cambiado de opinión y conducido a su pueblo, con la orden expresa de proseguir su ta­rea in­terrumpida, de nuevo hasta Babel. Esta versión su­pon­dría la existencia de un Dios perverso; sólo tal divini­dad podría caer en la cuenta de que no se hu­milla tanto al hombre con la dispersión como con el encar­go de la reunificación. La historia de la hu­ma­ni­dad cons­tituiría la cronología de sus fracasos en el cum­pli­miento de tan pesada encomienda. La di­ver­si­fi­ca­ción lingüística impuesta y la consecuente disgregación del pueblo en tribus mutuamente ininteligibles, tras­la­da­rían aquel original ímpetu edificante a un frenesí por la delimitación horizontal.

En un cuento de Kafka, el narrador hace re­fe­ren­cia al libro de un notable letrado en el cual se de­muestra que si la torre se malogró no fue debido a la falta de aprobación divina, sino a lo débil de sus cimientos. Nuestro narrador hablaba con conocimiento de causa. Había participado en la edificación de la muralla chi­na. No era un simple obrero. Dedicó sus estudios a la arquitectura. Quinientos años antes de que co­men­za­ra la obra, la albañilería había sido proclamada en Chi­na la más importante de las ciencias. Todas las demás disciplinas eran reconocidas en cuanto se relaciona­ban con ella. Alzar una defensa inexpugnable requería la edificación más escrupulosa, una responsabilidad que no podía recaer sobre los hombros de jornaleros ig­no­rantes. La suya fue una educación concebida para ase­gurar esa magna empresa. Ya su temprana dedicación alcanzaba grados inimaginables:
Recuerdo todavía que nosotros, niños tambaleantes aún, nos juntábamos en el jardín del maestro para levantar con pie­drecitas una especie de muro, y que el maestro se re­man­ga­ba la túnica, arremetía contra el muro, lo hacía naturalmente pe­dazos y nos vociferaba tales reproches por la fragilidad de la obra que nosotros huíamos llorando en todas direc­cio­nes en busca de nuestros padres.
El capataz se pregunta por el empleo del método de construcción parcial utilizado en la muralla. Una cua­drilla integrada por veinte personas edificaba qui­nien­tos me­tros, mientras otro grupo hacía lo mismo en di­rección contraria. Al cabo de cinco años terminaban por en­contrarse en los extremos internos de los trozos bajo su respectiva responsabilidad. Con una fiesta se ce­le­braban los mil metros ejecutados y, después, ambos gru­pos eran destinados a otras regiones para repetir la operación. Fuerza era proceder de tal modo. La con­cre­­ción de cada etapa dejaba a los capataces exhaus­tos y sin confianza en sí mismos: la impaciencia de ver ter­minada la obra los consumía. Sin embargo, esa expli­cación que antaño tenía como cierta ya no lo tran­qui­li­za. La Dirección podría haber superado esa di­fi­cul­tad. Por qué razón abandonaron sus hogares, sólo la Dirección lo sabe. La Gran Muralla fue diseñada pa­ra defendernos de los pueblos del norte, relata en su in­forme, pueblos que no conocemos más que en his­to­rias antiguas y figuras pintadas. ¿Para qué preocu­parse de los bárbaros, diría H. M. Enzensberger, si los bár­ba­ros ya están adentro?


III.


Yo hubiera sido chino o japonés. Hace casi veinti­cin­co años, mi padre fue electo diputado por el ahora ex­tinto Partido Socialista de los Trabajadores. En aquella legislatura formó parte de la Comisión del Distrito Fe­deral y tuvo la fortuna de participar en una gira por Pekín, Shan­gai, Singapur y Tokio, para conocer de pri­mera mano cómo enfrentaban las megalópolis su pro­pia moder­ni­zación. Antes nadie se escandalizaba con esa clase de viajes y tampoco con que sus consortes los acom­pa­ña­ran. Mi madre esperaba gemelos y decidió que­dar­se. A los pocos días fue internada en el hospi­tal y quedó inmovilizada durante un mes entero. Mi her­mana y yo nacimos semanas después. Hubiéramos te­ni­do los ojos rasgados, bromean en casa. Aún guarda­mos las foto­gra­fías de su "expedición". Atesoro con ma­yor interés aquellas donde mi padre aparece sobre la mu­ralla chi­na. Hace tiempo le rogué que describiera las im­presiones de cuando la observó por primera vez. Men­cionó, co­mo sin ganas, el apabullamiento. Nada más. Hemos leí­do los testimonios de inmigrantes al atisbar la estatua de la Libertad o minuciosas recons­truc­cio­nes de mi­le­na­rias ciudades en crónicas de via­je. Con esa vara aten­día su respuesta. Para mi in­sa­tis­facción. No lo cul­po. Sucede así con las maravillas. ¿Acaso la mo­nu­­men­­ta­lidad es motivo justo y suficiente de asom­bro? ¿Po­de­­mos admirarla disociándola de Shih-huang-ti, el te­rrible emperador que ordenó su construcción? Pien­so que no, mientras miro las fotos que atesoro de mi pa­dre sobre la muralla china y se me ocurre que hay al­go intrínseco a todas ellas: su fatal obsolescencia.

Fabio Morábito ha escrito un libro exquisito sobre su estancia en Berlín. Y ha hecho lo inimaginable: ha­blar del muro sin hablar de él. No aparecen Kennedy, Krushchev, Ulbricht o Adenauer. La literatura cala más hondo que la política y la historia. En el capítulo don­de lo aborda dedica un apartado a su "inexistencia". "Como se sabe -escribe-, cuando se construye un muro la prudencia aconseja deslizar una grieta para estar seguros de que caerá tarde o temprano." De Tro­ya a Constantinopla, pasando por la Muralla de Adria­no en Inglaterra y el Muro de la Ignominia en Israel, encontramos un recuento de sus respectivos fracasos. Las paredes estorban pero no detienen.

gomezbaranda2.jpgExisten vestigios de murallas que datan de hace cua­tro mil años. Hoy creo pertinente echar un vistazo a Eu­ropa. Cuando se acordó establecer una moneda co­mún inmediatamente comenzó la discusión respecto a su diseño. En 1996, el Banco Central Europeo con­­vo­có a un concurso para seleccionar los billetes que cons­ti­tui­rían en adelante el papel moneda de la Unión. Du­ran­te unas vacaciones de navidad visité Bruse­las. Ca­mi­nan­do en búsqueda de la catedral de St. Mi­chel me topé con la antigua Casa de Moneda. Un car­tel anun­ciaba la exposición de los diseños finalistas. Mis dien­tes tiritaban por el frío. Confieso que pagué por la ca­le­facción. El recorrido, sin embargo, pro­pi­ció gratas sor­­presas. Había varias propuestas de corte naturalista y botánico. Otra, la más atrevida, recurría a las co­rrien­tes pictóricas de vanguardia. El ganador fue Robert Kalina, un empleado del Banco Nacional de Austria que diseñó los últimos chelines impresos por el go­bier­no de su país. Sus billetes llevan en el an­verso mo­delos de ventanales y arquerías. Del otro la­do, como seña de los nuevos tiempos, aparecen varios puentes: del tí­pi­co modelo romano hasta el recién es­tre­nado ejem­plar que une a Rio y Antirio sobre el Golfo de Co­rin­to.

Tender un puente implica la voluntad de salvar dis­tan­cias. Aunque no las altere, dos puntos unidos por un puente se acercan; la lejanía, ya por un efecto vi­sual, ya por uno psicológico, se reduce cuando el hom­bre prolonga el camino que anda sobre los accidentes del terreno. Mientras que erigir un muro posee algo de fun­da­cio­nal, de trazar un orden que resguarde o separe, erigir un puente traiciona el orden impuesto, natural o humano. El puente destruye la autonomía, sí, pero li­ga insularidades y eso nos libera del en­claus­tramiento.

No es un exceso afirmar que la Europa nueva sur­gió de la erección de puentes sobre sitios donde antes se encontraban muros. Esa voluntad constructiva y cons­tructora sustituyó el relato del rencor por el del por­ve­nir común. Desprovistos de esperanzas com­par­tidas, los pueblos enfrentados se enfilan hacia su mu­tuo ani­quilamiento. La convivencia podrá ser para al­gunos fatigosa, pero su ausencia será, para todos, fatídica.


IV.

Quizá los niños erigen sus murallas de arena con tan­to ahínco, una y otra vez, sólo para repetir la ex­pe­rien­cia emancipadora de ver cómo son destruidas por las olas.