No. 131/CUENTO

 
Pedro Bartolome


Carlos Alberto López Navarrete
facultad de filosofía y letras, UNAM 

 

 

Nadie ceñirá corona de oro
donde Cristo la llevó de espinas.

Frase atribuida a Godofredo de Bouillon

 

San Andrés le dijo que la lanza estaba enterrada en la catedral de San Pedro, y fue en ese mismo instante en el que Pedro Bartolomé despertó sobresaltado, y no porque hubiera tenido un mal sueño: su arrebato se debió a que San Andrés se le había escapado de las pestañas y ya no le pudo contestar todas las preguntas.

Sin embargo, Pedro Bartolomé se levantó con ánimos y caminó entre el hedor de los cadáveres. Nuevamente lo asaltó la imagen de él bebiendo sangre, pero esta vez no significó nada más que un momento de debilidad. “La Santa Lanza está aquí, con nosotros”, murmuraba y todas las penurias de los veinte días que llevaba el sitio se desvanecían como el alma en los dedos de Dios, y lo dejaban seguir con su idea.

lopeznavarrete-01.jpg Primero pensó en decírselo a Pedro el Ermitaño, pero después le pareció inútil porque seguramente él ya se había enterado por medio de la carta que tenía de Dios, así que se decidió por uno de los líderes: Raimundo de Toulouse.

Llegó hasta la carpa en donde se reunían los dirigentes para discutir la estrategia a seguir y en la entrada vio a Raimundo. Sin más preámbulos, Pedro se le acercó y le dijo, “anoche San Andrés me habló de la lanza que está enterrada aquí”. Raimundo lo observó sin entender nada.

—¿Cuál lanza? —preguntó al cabo de algunos instantes.
—Con la que atravesaron el costado de Nuestro Señor Jesucristo —respondió Pedro y agregó con vehemencia: ¡La Santa Lanza!

Raimundo recorrió con la mirada el lugar y pensó en lo bueno que sería conseguir la reliquia, aunque, como sabía, ya hubieran encontrado la verdadera en Constantinopla. “Pero qué importa”, pensó y se metió en la carpa para contarle a los demás.

Después de varios minutos de discusión, los cuatro líderes y Pedro el Ermitaño salieron y se detuvieron enfrente de Bartolomé. Observaron su rostro inocente, su mirada de niño, su cuerpo abatido por los golpes y el tiempo: sabían que era un siervo fugitivo, guiado por la febril pasión del Ermitaño, y uno de los pocos sobrevivientes de Nicea; él los miró con admiración a pesar de sus rostros sombríos y sus ropas ajadas, pues sabía que debajo de las costras de la batalla había unas manos finas, capaces de acariciar la piel crispada de una mujer y después tomar las armas en nombre de su fe. De Pedro el Ermitaño sabía que en sus alforjas llevaba una carta de Dios, y eso lo hacía un santo.

—Eres un elegido —manifestó el Ermitaño en voz alta y después gritó como solía hacerlo en sus prédicas callejeras: Dios me lo dice en su carta; pero yo, hombre cegado por el miedo y la desconfianza, no podía distinguir lo que su voz me anunciaba.

Ante cada palabra del Ermitaño, Bartolomé se sumergía en un lago de agua tibia y sus sentidos se iban aletargando al ritmo de las manos del orador. Y lo mismo le ocurría a los demás hombres y mujeres que se iban acercando para escuchar al anciano que les ofrecía el camino hacia la salvación.

 

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—Anoche —continuó el Ermitaño— a Pedro Bartolomé se le apareció San Andrés y le mostró el camino de la victoria. El Señor lo eligió a él por ser un alma ávida de esperanza, lo escogió de entre todos sus hijos como escogió a Noé, Abraham y Moisés; lo eligió porque sus designios son inescrutables. Y ahora, hijo, a ti te toca mostrarnos la luz y sacarnos de esta Antioquía bendita y maldita entre todas las tierras del Señor.

Cuando el Ermitaño terminó, el silencio fue más oscuro y profundo de lo normal. Después los murmullos repiquetearon en los oídos de Pedro Bartolomé y lo despertaron de la ensoñación mística en la que se encontraba, pues empezaba a asumir que era un elegido de Dios.

—Guíanos —gritó un hombre y luego empezaron a gritar todos: ¡Guíanos, guíanos!

Una sanguijuela se le metió en las venas y le mordió la sangre: Pedro Bartolomé sintió ganas de derribar las paredes de Antioquía, matar uno por uno a los sarracenos y después llegar a Jerusalén con el bálsamo de la sangre infiel en su corazón. Pero sólo se conformó con levantar las manos y pedir calma, mientras el viento beatificaba sus cabellos y su ropa.

—Llévanos a donde está la lanza —le dijo Raimundo al oído.

Pedro Bartolomé dio media vuelta y se echó a caminar. La gente esperó un momento, pero cuando los líderes avanzaron detrás de él, todos lo siguieron.

Luego de varias vueltas al mismo lugar, Bartolomé gritó: ¡Aquí!, y de inmediato alguien le dio un azadón con el que empezó a desenterrar la lanza.

La azada golpeó con algo sólido y Bartolomé se hincó. Con la palma de la mano tanteó en la profundidad del agujero y después de varios intentos encontró la lanza. Lo supo con la misma convicción con la que creía en el Paraíso. También supo que ya no era el mismo Pedro Bartolomé cobarde que se escapó de la Provenza, porque un hombre le había prometido una vida mejor si era capaz, incluso, de entregar su vida por recuperar Tierra Santa; ahora era un guerrero armado sólo con un asta divina, sin más protección que el nombre de Dios entre sus labios. Se incorporó con la lanza en sus manos, y cuando todos la vieron se arrodillaron, menos los cuatro líderes que se limitaron a despojarse de su casco. Pedro Bartolomé besó la punta del asta y sintió el dolor de las heridas de Jesús en su boca y la rabia se apoderó de su lengua y sus manos.

—¡Dios lo quiere! —gritó Bartolomé al tiempo que agitaba la lanza para espolear a la gente.
—¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! —se generalizó el alarido.



lopeznavarrete-03.jpgGodofredo de Bouillon, Bohemundo de Tarento y Raimundo de Toulouse lo planearon con cautela, paso por paso. Mas cuando salieron de su conferencia, observaron a todos los hombres con sus cotas de malla y sus cascos puestos, listos para pelear.

A la señal de Bartolomé las puertas de la ciudad se abrieron y todos los cruzados marcharon en busca de los infieles. La noche era espesa y fría, de modo que los hombres se guiaban más por el instinto que por los ojos.

La caballería llevaba sus lanzas fijas en el ristre, dispuestas para destrozar al enemigo en cualquier momento. Y ese instante llegó cuando al bajar la pendiente que daba acceso a un valle, un jinete se desplomó con todo y caballo y después otro y otro.

Al sentir a los compañeros caer, los cruzados se supieron presos en terreno bajo, mientras que los sarracenos dominaban las laderas. Pero el furor era demasiado como para amedrentarse por ello, así que empezaron a tirar espadazos por todos lados y el ánimo se recobraba cuando sus armas chocaban contra los frágiles cuerpos de los rivales.

Durante la batalla, en ningún momento se oyó un gemido que no fuera propio, pues cuando los cruzados herían a un oponente sólo se escuchaba cómo un pedazo de madera se quebraba ante el embate del hierro. Después todo era silencio y quietud. Nervios al filo de la espada. Tormenta y resaca. Violencia oculta en los músculos tensos.

La claridad sorprendió a todos los guerreros inmóviles, con las armas en las manos acalambradas por la tensión, y les mostró, pese a la bruma matutina, a sus verdaderos rivales de la noche anterior: toda la superficie del valle se encontraba repleta de estacas, la mayoría quebradas y unas cuantas incólumes. En el campo estaban diseminados los cadáveres de los guerreros que se habían matado entre sí.

Raimundo de Toulouse adivinó el desconcierto y dio un alarido de furia que quiso parecer un festejo y una muestra de poderío, pero nadie lo secundó.

—Se han replegado para esperarnos en Jerusalén —gritó Godofredo de Bouillon—. Se dieron cuenta de que Dios está de nuestro lado y huyeron temerosos: las estacas sólo son un ardid para ganar tiempo.

Bartolomé izó la Santa Lanza y volvió a vociferar el grito de guerra:

—¡Dios lo quiere!

Esta vez todos clamaron victoriosos.



Llevaban más de tres semanas de marcha y nada había ocurrido: ni una sola batalla, ni un avistamiento del enemigo, sólo unas sombras que dijeron ver los celadores del campamento en Beirut. Sin embargo, todos sabían que la gran batalla los esperaba en Jerusalén, a donde llegaron cinco días después.



Los líderes fueron los primeros en subir la montaña, atrás de ellos iban el Ermitaño y Pedro Bartolomé, más atrás el grueso del ejército. Desde la altura todos contemplaron la ciudad de muros blancos, en cuyo sótano el arcángel domeñaba al demonio en espera del juicio final.

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—¡Jerusalén! —gritó el Ermitaño y todos se arrodillaron. Permanecieron orando varios minutos. Después los dirigentes se alejaron de la muchedumbre y planearon el sitio de la ciudad. Al final se concluyó que Pedro Bartolomé iría a la cabeza del ejército y avanzaría todo lo que los defensores de la ciudad se lo permitieran.

Cuando se lo dijeron, Bartolomé volvió a sentir miedo, mucho miedo, pero la lanza le infundió el ímpetu necesario para aceptar.

Libra tú de la espada mi existencia, de las garras del perro salva mi vida
, murmuraba Bartolomé mientras descendía la ladera con la lluvia de pasos y cascos de caballo a su espalda.

Aunque pase por quebradas oscuras, no temo ningún mal, porque tú estás conmigo: tu bastón y tu vara me confortan.


Se encontraban demasiado cerca de las puertas de la ciudad y aún no había muestras de hostilidad. Bartolomé se detuvo y miró a Raimundo de Toulouse en busca de alguna explicación; pero el líder lo conminó a seguir adelante. Cuando estaban a pocos metros de la entrada, Bartolomé dio un alarido para que el miedo se confundiera con la adrenalina y se echó a correr.

Las grandes puertas cedieron fácilmente y la vanguardia de los cruzados se encontró con una ciudad desolada, silenciosa. Todos creyeron que era una trampa, así que caminaron en dos filas por una calle que desembocaba en la plaza principal.

Dieron una vuelta y se encontraron con la explanada vacía. Apenas se habían recuperado de la sorpresa cuando la tierra se cimbró y del otro lado de la plaza apareció un animal enorme, pardo, con alas en su espalda y en las patas delanteras. Con placer y tristeza trituraba con sus colmillos el cuerpo de un hombre que parecía hecho de cristal, y que Pedro el Ermitaño reconoció como el arcángel Jorge.

La Bestia abrió sus fauces y el cuerpo sin vida cayó y al mismo tiempo los muros de Dios se quebraron: el demonio estaba libre y el ejército permanecía inmóvil.

Pedro Bartolomé sintió que él sólo podía ganar la batalla, tomó con fuerza la lanza y, con un movimiento rápido, lleno de temeridad, se arrojó sobre el animal y le enterró la punta en el cuello. Pero no le hizo nada. La lanza se quebró en pedazos. Pedro Bartolomé observó el gesto de lástima en el rostro del demonio y después su desprecio y luego su risa.

Algo se rompió en el alma de Pedro Bartolomé, de pronto el Paraíso era el sueño más lejano. Dios lo había extraviado entre las líneas de sus manos y ya sólo quedaba la fe vacía, sin ningún nombre que repetir.

Los muros de la plaza se hicieron transparentes y en cada piedra estaba escrito el nombre de los bienaventurados, pero el de Pedro Bartolomé no aparecía, y es que Dios había sacrificado un alma para poder salvar la suya, para no pelear. Por eso la carta del Ermitaño lo único que decía era “Pedro Bartolomé”.

Y ahora le quedaba el infierno, el espanto eterno de ver en los ojos del demonio el abandono de Dios.

 

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Infierno:

Pedro Bartolomé tomó, toma, tomará, con fuerza la lanza y con un movimiento rápido, lleno de temeridad, se arrojó, se arroja, se arrojará sobre el animal y le enterró, entierra, enterrará la punta en el cuello… y la lanza se quebró, se quiebra, se quebrará sin hacerle daño. 

 



Dibujos de Francisco de Anda, Escuela Nacional de Artes Plásticas