No. 133/EL RESEÑARIO

 
El imperio silencioso de Luigi Amara


Christian Barragán
 

 

 



Luigi Amara,
El cazador de grietas
México, Fondo Editorial Tierra Adentro, 1998 (2a ed., 2004)





christian-barragan1.jpg En septiembre del año pasado el Fondo Editorial Tierra Adentro presentó la reedición de cinco títulos ganadores, de 1997 a 2001, del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino. Las obras: Cuaderno de Alejandra, de Sergio Valero; El cazador de grietas, de Luigi Amara; Oficios de temblor, de Hernán Bravo Varela; Traslación de dominio, de María Rivera, y El aire oscuro, de Daniel Téllez. Los autores, con excepción de Valero que nació en 1969, son de la misma década, los años de 1970, y la misma ciudad, el Distrito Federal. Sin embargo, no forman una “generación” o grupo con perfiles estéticos comunes. Más allá de las apariencias (el uso de un lenguaje depurado, tenso; de imágenes concretas, golpeantes), cada poemario, cada poeta, es una visión y un decir particular: distinto. Como El cazador de grietas, de Luigi Amara (1971), que hoy nos ocupa.

La observación minuciosa y el juego itinerante son las actividades más recurrentes en la obra poética de Amara —además del título mencionado, es autor de El decir y la mancha (1993), Envez (2003) y Pasmo (2003)—. Son, junto a la reflexión sobre la conciencia del lenguaje, el origen y fundamento de la obra misma. Desde su primer libro, El decir y la mancha —obra galardonada en 1994 con el Premio Primera Bienal Metropolitana de Poesía—, encontramos presente esta tríada, y con ella, la raigambre de su poesía. Así, estamos frente a una obra que ha sido coherente en su desarrollo y ante una voz que, a partir de El cazador de grietas, se distingue por su sólida madurez.

El quehacer poético de Luigi Amara, en este volumen, se nutre de la nimiedad, del vacío, del hartazgo; sucede en lo habitual, en la monotonía de las cosas banales, en pequeños pasajes entre el azar y lo grácil. En la errancia solitaria de vislumbrar en lo diario lo nuevo. Aunque para ello es preciso limar, depurar una vez más el escenario; sustraer la pátina del hábito, reinventar la belleza que no resiste el etcétera. Contemplar hasta el fin de la atención, hasta que la insinuación aparezca como un paisaje último y el silencio deje de ser, en el lenguaje, un sedimento olvidado; hasta que éste devenga, a través del poema, en presencia, en luz, en canto.

Son pocos los momentos de El cazador de grietas en que se habla de esta búsqueda, la transfiguración del silencio: la aprehensión de lo inasible. Quizás porque más que una preocupación son visos de una conciencia que cuestiona y dialoga el uso del lenguaje en el momento de la creación poética. Quizás, también, porque este conocimiento se torna en guía y no en destino, en ambiente y no en paisaje. Entonces se tiene una atmósfera, un peso, un matiz; un mismo tono que habita en secreto el interior del volumen. Oculto a la lectura fácil y a la mirada miope, se devela sin premura, apaciblemente. El resultado, de tal modo, es una voz consciente de la posibilidad, no sólo de percibir y apreciar, sino de nombrar lo indecible.

En el apartado que cierra —y da nombre al ensayo— Palabra y Silencio, Ramón Xirau nos dice: “La esencia de la realidad es la Palabra; la palabra verdadera contiene silencio”, y más adelante: “Solamente porque estamos construidos, esencialmente, por la Palabra podemos construir, edificar, hablar, decir para acercarnos a la Palabra. Pero ya el término de acercamiento denota una lejanía. Somos palabra y estamos lejos de la palabra; somos palabra y tenemos que ir en busca de ella.” Ésta es la certeza que intuye la conciencia íntima y dirige los versos de Amara. La vibración oculta de sus palabras, el callado latido de su canto:
Una capa de sal, finísima, recubre
la estancia que ha quedado en silencio.
Es la materia blanca de las voces,
los resabios que restan
al secarse los signos;
el misterio palpable del reposo.

Poco sé de este sedimento olvidado.
Pero hoy me tenderé
—como quien nunca ha visto el mar—
sobre esta playa única
hasta alcanzar su sed por un instante.