No. 136/FRAGMENTO DE NOVELA

 
Tiempo muerto


Isabel Chavarría Salinas
escuela superior de Música, inba

 

 

I
Tiempo muerto


El enano se llevaba el dedo a la boca, chupándolo con deseo, como si fuera la verga de su amante. La música era cada vez más escandalosa y los bajos retumbaban despertando la pelvis, el sexo, el movimiento, el deseo, la noche con sus acuarelas de cuerpos sudados perdiéndose en las sombras. Desde su silla de ruedas, el amante del enano alargaba los brazos en un ligero ademán para invitarlo a subir en sus piernas. Julián, el enano, trepaba apoyándose en los descansos para los pies primero y luego en la rueda detenida por una palanca. Finalmente, se paraba en las piernas de Rogelio, su amante, acurrucaba el rostro de él en sus manos y lo besaba, haciendo el beso cada vez más desordenado y violento. Las luces se apagaban y sólo se veían las siluetas de Julián y Rogelio, en medio de su gabinete rojo, iluminadas por una débil flama que ardía en el pabilo de una vela al centro de la mesa.

La música cesó y, en su lugar, una voz anunció a Cecilia y Lulú. Dos mujeres salieron a un pequeño entarimado. Una vestía un traje vaquero con piedras café brillante en el cinturón y la otra llevaba un bikini con piedras de fantasía color rosa. Ambas bailaban moviendo la cadera y deslizando sus manos por las nalgas de la otra, por las tetas de la otra, por la concha de la otra. La música tecno entraba en un fade in que terminaba en escándalo.

—Me encantan esas perras —le dije al cantinero.

—Lástima que sean tortillas —contestó el cantinero, sirviendo una copa color azul.

chavarria1.jpg Enseguida, la voz anunció: “Con ustedes: El mariachi”, y apareció un hombre vestido de mariachi que iba desnudando a las mujeres en la tarima. Primero con los dientes, luego con las manos. Ellas hacían lo mismo con él, hasta que los tres terminaban cogiéndose, acariciándose los pezones, el sexo, la entrepierna, penetrándose con dedos, verga, lengua. Se frotaban nerviosamente, jadeaban, gritaban.

—Ya se te paró la verga —dijo una voz.
—¿Qué? —bajé la mirada y vi que el enano me estaba hablando.
—Que ya se te paró la verga nomás de ver a esos cabrones cogiendo.
—A cualquiera se le para —contesté sonriendo.
—Pues a mí no —contestó el enano, tomándome la pierna.
—Mira, enano come mierda, te podés ir a la concha de tu madre, porque conmigo no vas a sacar nada. ¡Dejame en paz!
—Oye, tranquilo, sólo quería invitarte un trago. De verdad que si no quieres nada, respeto eso. Vine por­que ya te he visto aquí un par de veces y no hablas con nadie.
—Está bien, creo que no era para tanto. Andá, invitame el trago —le dije.
—Ven, vamos a mi mesa —dijo, guiándome hasta el gabinete donde esperaba su amante.

Rogelio era un hombre moreno, de unos 45 años, barba y cabello entrecano, muy bien vestido, con un traje gris y una camisa blanca. Julián, el enano, era rubio, de ojos azules. Parecía un niño, pero calculé que tendría unos 35 años. Tenía las facciones características del enanismo: nariz achatada, ojos grandes, frente amplia, boca gruesa, y esa mueca que siempre me ha pareci­do tenebrosa, como de un payaso triste. Vestía diminu­tos pantalones de mezclilla y una playera azul.

—Mucho gusto, Roberto Acosta —dije, ofreciendo un saludo con la mano.
—Rogelio Sayeg, y ya conociste a Julián, mi pareja —dijo, señalando al enano que escalaba su asiento.

Me senté con ellos a tomar un trago y platicar de no me acuerdo qué, porque después de unos tragos estaba mareado y acepté una invitación para ir a casa de Rogelio. Pronto me subí a un Civic color azul marino, manejado por un chofer muy formal.

Llegamos a una casa de Coyoacán, en la calle de Panzacola. El muro de piedra volcánica abarcaba la mitad de la calle; había dos puertas, una de aluminio y otra de madera, con gruesos clavos formados en dos hileras, desde arriba hasta que se dibujaba el vano. El chofer apretó el botón de un control remoto y la puerta de aluminio se abrió. Un mozo con una camisa blanca y pantalón de mezclilla salió a recibirnos, sacó de la cajuela la silla de ruedas y ayudó a Rogelio a bajar del coche.

En la entrada había un jardín con una extensa breña en cada extremo y enredaderas colgantes desde un enrejado del cual pendía un letrero que advertía: “alta tensión”. Enfrente, una escalera de piedra blanca rodeada por un peristilo, en una suerte de palacio morisco, nos abría paso hacia la casa. Al final de la escalera, dos leones amenazaban a los extraños con sus fauces entreabiertas. A la izquierda, una rampa por donde Rogelio subía con su silla, empujado por el mozo. La construcción que se asomaba frente a nosotros era de estilo ecléctico: clásico pero con algunos vitrales de figuras angelicales y columnas bizantinas en los balcones. En el centro, una puerta de vidrio con hierro forjado en forma de flor de lis protegía el vidrio.

El mozo abrió la puerta y vi un recibidor con una fuente blanca en forma de Buda, el piso de mármol y, sobre la fuente, un tragaluz a manera de cúpula. Detrás de la fuente, una puerta de roble; del lado izquierdo, una puerta con un vitral de un arcángel que sostiene la cabeza decapitada de un hombre; y del lado derecho, una puerta de madera pintada de blanco.

chavarria2.jpg Julián sacó unas llaves de su pantalón y me las dio, indicándome que abriera la puerta a mi derecha, mientras el mozo se retiraba y él empujaba la silla de Rogelio. Abrí la puerta y miré hacia adentro; tuve un sobresalto al encontrarme de frente con un oso polar, en sus cuatro patas, con la nariz a la altura de mi boca, sus ojos fijos en los míos y el hocico abierto que amenaza con atacarme.

—Me gusta coleccionar animales —dijo Rogelio mientras avanzaba hacia el oso.

El enano entró tras él y cerró la puerta. Rogelio aca­rició al oso en la penumbra y después fue hacia un lado de la puerta para prender la luz. Aun iluminado el sitio era lóbrego. Observé a mi derredor; era un cuarto con alfombra roja, paredes de madera oscura y luces pendiendo del techo, como reflectores de museo, apuntando a seis zócalos que sostenían, cada uno, un animal disecado. En el centro, el oso polar; del lado izquierdo, un mono negro con los brazos levantados y el hocico evocando un grito; del lado derecho, un poco más atrás, un venado con una pata sobre una piedra, la mirada ausente y la cabeza baja, como si buscara u oliera algo. La cebra, del lado izquierdo, más adelante, con el rabo espantándose una mosca y la cabeza volteando hacia el oso, aunque caminando para el lado opuesto. Finalmente, guardando una barra de caoba, en un extremo, un avestruz, y en el otro, una jirafa bebé. Atrás de la barra había varias botellas de vino, oporto y cognac junto a copas y vasos de vidrio.

—Acércate —dijo Julián, escalando un banquito, aparentemente hecho para él, puesto que tenía una palanca que modificaba la altura—, ¿qué quieres tomar?
—Sírvele un whisky —contestó Rogelio. —Dame tu chamarra para colgarla en el perchero.

Rogelio tomó mi chamarra y la colocó en un perchero alto con la ayuda de unas pinzas largas que guardaba en una bolsa de cuero colgada en la parte trasera de su silla. Miré de nuevo a los animales mientras Julián ponía mi trago en la barra.

—Supongo, por tu acento, que eres argentino —dijo Roberto.
—Sí, soy de Buenos Aires, toda mi familia es de allá, pero me vine a vivir acá desde muy chico.
—¿A qué te dedicas?
—Soy escritor.
—¿Y qué escribes ahora o qué publicaste?
—Acabo de publicar un libro que se llama El manual del super hombre.
—¿Acaso eres émulo de Nietzsche? —me dice el enano, riéndose.
—No, más bien es una burla al Super Hombre. Cuento situaciones extremas, pero graciosas, en las cuales el personaje piensa que llegará a ser un Super Hombre, pero sólo se convierte en una persona absurda.
—¿Y no te interesaría trabajar en un periódico? —preguntó Rogelio.
—Sí, trabajé un rato en El Financiero, pero me fui a España y viví allá haciendo guiones para televisión. Ahora que regresé quiero volver a un periódico, porque creo que la gente que trabaja para televisión es una boluda.
—Yo soy dueño de un periódico. Cuando necesites trabajo, llámame, aquí está mi tarjeta —me dijo, al­canzándome una tarjeta que había sacado del bolsillo.
—Rogelio Sayeg —musité.
—Servidor —me contestó. Oye, ¿alguna vez has escuchado algo de Luigi Nono?
—Jamás.
—Julián, por qué no pones algo de música, el disco que compramos ayer.

El enano tomó el control remoto del estéreo y apretó un par de botones. La música invadió el lugar y pensé que no habría otro tipo de música que describiera mejor el ambiente, el cuarto, la lobreguez, las miradas de los animales detenidos en el tiempo, el hombre en la silla de ruedas y su amante enano. Eran cantos que doblaban el alma, la estremecían en los agudos de la soprano y la ponían bajo tierra en los graves de las cuerdas.

—¿Tú cazaste todos estos animales? —pregunté, cayendo en cuenta enseguida de la silla de ruedas de Rogelio y de lo tonta que era mi pregunta.
—No, sólo el oso y el venado. Hace mucho, cuando todavía podía caminar. Fue en una expedición. A ese oso lo cacé sin quererlo. Se me apareció de pronto, sentí su aliento en mi nuca y, en el rostro, el cierzo. Supe que iba a morir. Fue una sensación de impotencia, pero también de poder, un poder infinito. Desde que tengo uso de razón me ha gustado el poder. Me chaqueteo pensando en el poder, me duermo y como pensando en el poder. Creo que eso me hace disfrutar más de todo lo que hago.

En sus ojos vi una especie de mariposa flamígera, acercándose a mí, hipnotizándome, abrasándome.

—Pero primero me tiró un golpe por la espalda —continuó diciendo—, me dejó en el piso y desde ahí le di con la escopeta. Fue un pedo a la hora de llevarlo al taxidermista para que taparan el hoyo que le hice.

Miró al oso y fue hacia él. —Pero el cabrón me dejó inválido, valía la pena reconstruirlo para tenerlo aquí. Es una sensación de poder muy grande cuando estás junto a él. Mira, acércate y tócalo.

Me acerqué y acaricié la piel del oso, embelesado por la sensación en la yema de mis dedos. Cada vena y arteria, cada pedazo de piel sentía el pelo níveo del oso polar. Es cierto, se siente poder. Recargué el brazo en el animal y sostuve mi trago con la otra mano, dejando que mi nuca cayera sobre su piel. Entonces, el enano se bajó de su banquito y se acercó a mí, extendiendo su mano y acariciándome la verga, la frotaba por encima de mi pantalón en delicadas espirales. Bajó el cierre del pantalón y me miró desde abajo, acercando su boca a mi verga.

—¿Nunca te la ha mamado un enano?—. Negué con la cabeza y recargué mi espalda en el oso, acercando con la mano izquierda la boca del enano a mí, hasta que él repasó la lengua por mi verga y luego la metió a su boca.

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II
Virgen

Creés que sos virgen porque cuando cogés con los cuernos de la luna, tu concha sangra mares, pero no sos más que una plaga que irrita a los hombres, una pluma que escribe notas en el aire y cae al suelo como bomba atómica.

 Olvidás que llegaste a un cielo sin ángeles ni albatros que te recuerden tus alas. Aquí sólo existen alas de papel periódico, con malas noticias y números de la bolsa de valores. ¿Querés saber cómo está el dólar ahora? Aletea un poco y lo sabrás. ¿Insistís en tu sonrisa? Cómo te divierte que yo sea un loco y repte por tu cuerpo, recitando poesía muerta.

Seguís mirando al cielo, acariciando los cuernos de la luna, tomándolos con la lengua como si fueran caramelo. Tu concha está abierta y la pleamar omnisciente. Tenés razón. Seguís siendo virgen entre la arena de tu pelvis y la sangre arrancada de tu voz, entre el murmullo del sol que atraviesa tu pecho y hiere tu garganta. Tenés razón, sos etérea cuando el sol asoma y estás hecha de palabras agonizantes y seguís siendo virgen aún cuando la luna te atraviesa y lame tu espalda.


III
Aproximación

“Son las cinco de la mañana.” “Son las cinco treinta de la mañana.” “Laura, son las cinco treinta y cinco de la mañana.” “El sol no se levanta, pero tú ves todo color ámbar, desde adentro de tu frasco todo se ve color ámbar.” El frasco está siempre abierto, esperándote, llamándote. Las burbujas te arrastran al fondo y tú luchas por salir a la superficie, resbalando por los contornos del vidrio en una suerte de danza ritual que te despierta casi por completo. Te desperezas, afilas tus dientes, contemplas tus garras y te lames las piernas, buscando, con agilidad de contorsionista, llegar a lamerte el sexo, destriparte las ganas de ser otra persona y ser tú, de ser alguien que te hace el amor y ser a quien le hicieran el amor, ser la misma persona, ser todas las personas reales e inventadas, todas las que cupieran en ese frasquito. El frasquito que tú inventaste para vivir, para sobrevivir y olvidar lo que está afuera de ti, de ello depende tu fuerza; dentro del frasco eres todas las personas que admiras, que odias, todas las frases ya dichas, las vidas ya vividas, todos los culos que se puedan coger y todas las mentiras que te hacen única a pesar de ser los demás.

Tu frasco no es común, está hecho de recuerdos apilados que se derritieron uno a uno. Incluso, en algunas partes del frasco están atrapados pedazos de esca­mas, de insectos, de flores, como si fuese un relicario o como aquellos insectarios en los que parece que de un momento a otro va a saltar la araña detrás del vi­drio. “¿Recuerdas las piedras en la playa?” Las piedras que recogías cuando eras niña, con el frío matinal acariciándote. Tenías una enorme colección que dejaste en Polonia, en casa de tu abuela; era ámbar de diferentes tamaños y con diferentes insectos o plantas atrapados dentro. Tú siempre creíste que eran de buena suerte y cuando las tuviste que dejar, tal vez tu suerte se terminó, porque dentro del frasco, empapada de alcohol, tú eres el insecto y el entomólogo. Una matrushka descubriendo una nueva Laura dentro de otra, sin saber cuál es la copia y cuál la original. Tu cuerpo envuelto en la gracia de un papel de conserva o de una cáscara que abres cada día para descubrir una nueva Laura, todas las Lauras dormidas dentro de ti. Dentro de tu frasco olvidaste tu cara, llena de marcas, adentro tienes otro cuerpo y otra cara, aunque ¡cómo arde este frasco después de tanto tiempo!

Las burbujas te regalan caricias furtivas, el alcohol hierve al mismo tiempo que el sol se asoma por la ventana de marco dorado, iluminando las figuras azules del papel tapiz, y tu colcha verde te parecerá una alfombra de pasto que te entierra bajo la tierra, entre tu cama y los gusanos. En unos minutos tu abuela llamará a la puerta con un vaso de leche, pan tostado y un café; así que antes debes salir del frasquito, reincorporarte, sentarte a los pies de la cama y rezar, “Ángel de la guarda, dulce compañía…”, y también rezarle a los dioses mayas y aztecas, y vivir como Buda, y creer en la reencarnación, pero también en el diablo, “no me desampares ni de noche ni de día…”, pero no confesar todo en lo que se cree, “si me desamparas, ¿qué será de mí?”, abrir el cajón y sacar el gotero roto, ponerle marihuana a tientas, con la luz apagada, meterte al ropero y dar unos jalones hasta que el vidrio se caliente y casi queme los labios, aguantar el humo el mayor tiempo posible, poner un poco de desodorante en spray para disimular cualquier olor y, por último, meterte de nuevo a la cama, justo antes de escuchar los pasos desganados de la abuela, “Ángel de la guarda, ruega a Dios por mí”, “Dios no existe, pero cómo chinga”.

“Laura, ya levántate”, susurra tu abuela, mientras abre la puerta y pone el desayuno en el buró. Finges despertar y das las gracias, te pones de pie de un salto y das un beso a tu abuela mientras prendes la luz. Sales del frasquito por un rato, aquí no hay nada que te lastime. Todo lo demás también es rutina: escondes una navaja entre la toalla y tu ropa y te diriges al baño, te desnudas en una larga caricia, te hincas junto a la tina y acercas la pelvis a la porcelana que te recibe fría, abres la llave del agua, abres tus piernas y te lames los dedos, te acaricias la vulva, mueves tu clítoris con lenta armonía, alcanzas tu seno con la otra mano y juegas con él, lo tomas con fuerza y llevas tu pezón a la boca. Tus dedos se deslizan en tu vagina hasta provocarte gemir un poco y sacar la lengua sobre tu pezón. Cierras las piernas. Aprietas todo adentro de ti, quieres que el placer llegue a todas las Lauras. Respiras profundo y sacas tus dedos, tocas el agua, está caliente, tocas tus pezones, metes los pies a la tina, te sientas y frotas tu piel con una esponja y jabón. Te acercas a la toalla sin salir de la tina, sacas la navaja y te marcas las piernas y los brazos. Ves la sangre confundirse con el agua y el jabón hace que ardan más tus heridas. Te lavas el cabello, que te alcanza la cintura; pronto la espuma se tiñe de rojo. Sales y secas tu cuerpo con dureza, como si quisieras que toda tu piel se cayera como la de una serpiente. La rutina se acaba. “¿Qué sigue?” Vestirte, siempre con mangas largas para ocultar las heridas, pantalones o falda con botas largas, nadie debe darse cuenta de tu castigo.
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Toda la rutina, prácticamente igual que ayer, excepto porque tomaste un abrigo que no usabas hace años y al meter las manos en los bolsillos encontraste una foto en la que estás con Julia, Roberto y Leni, abrazándose los cuatro, sonriendo. Todavía no sabían lo que iba a suceder. “Y quién lo adivinaría, tal vez yo.” Al ver sus ojos no puedes evitar odiarlos de nuevo, amarlos de nuevo, desearlos, pero antes que recordarlos prefieres meterte en el frasquito y olvidar. Tomas tus cuadernos, encerrada entre el alcohol y las burbujas que se contraen y expanden; a veces parece que las burbujas se acercan abruptamente y luego retroceden con desesperada parsimonia. “Bajan en la Facultad de Filosofía.”

Cuando Julia terminó su carrera regresaste a estudiar filosofía, el tipo de profesión que te permite estar más tiempo en tu frasquito. Entras al salón y abres el cuaderno, dentro está la foto que encontraste en el abrigo. Sales del frasquito. Al fin te permites recordar el amor que sentiste por Infancia y Roberto, un amor protervo pero vehemente. “Al final, las pasiones son más transparentes que el amor.” Era una pasión enamorada que se evaporó a pesar de los pactos de sangre, con la sangre de tu muñeca mezclada con la sangre de la menstruación de Julia; a pesar de las cogidas con Roberto. Roberto sólo había amado a Infancia, aunque nunca se diera cuenta. Tú lo sabías, lo supiste desde antes que cualquiera de los dos lo supiera, lo inhalaste en el aliento de Roberto. Ese olor por la sed de Infancia es conocido para ti.

La voz del maestro te abruma, así que decides meterte en el frasquito, mientras tu cuerpo sólo responde a tus deseos. Recortas, con el talento de un artista, el rostro de Infancia del papel fotográfico, lo pegas en el cuaderno y dibujas bajo su rostro un cuerpo con cuchillos enterrados en la cabeza y el corazón. Haces lo mismo con el rostro de Roberto, y a Leni lo divides en dos. Después, tu clase transcurre entre submarinos que te llevan a recorrer el frasquito y delfines que te acercan a la superficie para respirar. Con la última palabra del maestro tomas tus cosas y te diriges a la cafetería, fumas un cigarro y compras una tarjeta telefónica. Vas a un teléfono público y marcas el número de Roberto.

“¿Roberto? Sí, habla Laura… Bien, gracias, ¿tú qué tal?… Pues para pedirte un favor, sí, no te preocupes. Sé que de cualquier forma tenemos que hablar… No te preocupes, tenías que irte. Supe que regresaste y vi lo de tu libro, sí, felicidades… ¿Para qué?, pues quisiera enseñarte un artículo. Sé que trabajas en El Financiero y quisiera ver si me ayudas a publicarlo… ¿Mañana a las cinco?… Donde siempre… Ah, ya no vives ahí… ¿Panzacola? Bueno, ok… No, no sé nada de ella, no la he visto en dos años. Tampoco tengo su teléfono, tal vez sea el mismo, pero lo perdí… Ok, nos vemos mañana y ya platicamos. Adiós.”

Cuelgas el teléfono y sonríes, aún sientes el olor a alcohol cuando sacudes tu cabello. Debes sumergirte un poco más antes de hacer otra llamada. Vas al baño y fumas un poco de marihuana en el gotero. Sales y marcas el número de Julia.

“¿Julia? Habla Laura, no me cuelgues, por favor… Sí lo sé, pero debo verte, hablar acerca de lo que pasó, quiero pedirte una disculpa, explicarte todo… Sí… déjame hablar, ajá… No, no sé dónde está… Porque conocí a un amigo tuyo y de Leni y me pasó tu teléfo­no. Tal vez si me dieras una oportunidad… No, él se fue para buscarte pero nunca te encontró y yo tengo que explicarte cómo pasaron las cosas. Sí, ¿mañana a las tres? En el Sanborn’s de los azulejos… Gracias… No, te juro que no es… Sí, nos vemos mañana. Adiós.”

 Antes de volver a meterte al frasquito recoges tus cosas, amarras tu cabello y comienzas a caminar por el pasillo. El molesto bip de la tarjeta en la hendidura suena una y otra vez mientras la gente que camina por el pasillo te observa, esperando que regreses a sacar la tarjeta que olvidaste, pero es demasiado tarde, ya no escuchas la alarma; en el frasquito no se oyen más que burbujas de aire explotando con alegres risitas.


IV
Nuevos parásitos

Los temores son animales diminutos, de la especie de los parásitos. Existen dos tipos: los Navarro y los PRI. Los primeros, los Navarro, reciben su nombre por el apellido del científico mexicano que los descubrió. Son parásitos en forma cilíndrica, con forma de oruga, pe­ro del tamaño de una cochinilla. Son casi transparen­tes, excepto por una tenue coloración amarilla. Igual que el ciempiés, poseen cien patas, pero el cosquilleo de éstas no puede ser detectado por los humanos; sin embargo, existen ciertos aparatos de alta sensibilidad para detectar a estos parásitos. Desgraciadamente, nin­gún hospital en México (público o privado) posee esta tecnología.

 El segundo tipo de temores es llamado PRI por sus siglas en inglés (Parasit of Rare Identification). Estos parásitos han logrado una mimetización perfecta con la piel de los seres que habitan. Cuentan con cuatro patas, tienen forma cilíndrica y son casi del tamaño de una lombriz de tierra; han desarrollado la capacidad de imitar el color de la piel en la que viven, por lo que se recomienda un chequeo constante, ya que sólo pueden ser atacados con éxito en las primeras etapas y la incuria del paciente podría desatar consecuencias desastrosas.

Los temores presentan cuatro etapas al invadir un cuerpo. La primera consiste en habitar la dermis humana; en la segunda etapa atraviesan la dermis, epidermis y los músculos para llegar al sistema circulatorio. En la tercera etapa se reproducen, invadiendo así todo el cuerpo y viajando al cerebro. La última etapa, que provoca la muerte del individuo, es aprovechada por los parásitos para comerse la masa encefálica.

chavarria6.jpg Existen síntomas característicos de la existencia de estos parásitos en un individuo: el primero es una afectación en el sistema locomotor, ya que los músculos son invadidos por cientos de estos parásitos, que tienen una enorme capacidad de reproducción. El siguiente síntoma puede confundirse con la personalidad humana: comienza con un poco de sueño, periodos largos de inactividad que coinciden con los deseos del paciente de ver en la televisión el futbol, las telenovelas y to-dos los programas de chismes o talk show. Finalmente, el sujeto deja de tener ideas y se concentra en banalidades, como la moda o los horóscopos. Por lo general, el individuo tiene largas conversaciones sobre estos temas y presenta tal pasión por ellos que muchas veces hasta llega a ser contratado como conductor de programas para televisión.

Los temores son parásitos de la especie de la ga­rrapata. Habitan en la dermis y epidermis humana. Se adaptan a cualquier ambiente y clima. En la primera etapa perforan la piel con su cabeza y, mediante la succión de la sangre, se hinchan mientras avanzan dentro de la perforación hasta llegar a los músculos y alojarse ahí por meses, alimentándose de la grasa muscular y avanzando en venas y arterias. Finalmente, en la tercera etapa avanzan hasta el cerebro y sistema nervioso. Si son detectados en la primera o segunda etapa pue­den eliminarse con toques de trementina, haciendo que se desprendan de la piel.

La aplicación de sanguijuelas pertenecía a la medicina popular. Actualmente, tras innumerables discusiones, se sabe que este procedimiento puede ser usado en casos de congestiones locales con fenómenos inflamatorios: trombosis en alguna extremidad, tromboflebitis, dolores agudos por inflamaciones musculares, en casos de neurisis del ciático, o para acelerar los procesos de cicatrización en amputaciones; un estudio reciente revela que las sanguijuelas atacan a los temores.

Las sanguijuelas no sólo extraen sangre, también secretan un compuesto salival químico, la hirudina, que tiene efectos antiinflamatorios, es anticoagulante y mata a los temores. Cada sanguijuela extrae unos 30 cc de sangre y siete temores, hasta que el parásito, satisfecho, se desprende por sí solo. “Es interesante la intervención de un parásito para eliminar a otro —escribió el doctor Navarro en su último estudio de los temores—, y bastante inusual en la naturaleza, en referencia a los parásitos que afectan al hombre.”

Cuando los temores invaden el sistema nervioso vegetativo, el proceso es casi siempre irreversible y sólo puede aplicarse una inyección de novocaína o cafeí­na para evitar los estados dolorosos. También puede utilizarse la procaína, que se inyecta para mejorar el estado general de un enfermo al actuar sobre los sistemas circulatorio y nervioso, pero este efecto es mínimo y más eficaz cuando se acompaña de otras drogas.

La única forma de detectar estos temores es por medio de rayos infrarrojos, ya que éstos penetran con mayor profundidad en los tejidos y hacen que los parásitos tengan movimientos violentos, con lo cual se les puede ver. La acción de los rayos infrarrojos es la de dilatar los vasos sanguíneos con un aumento de flujo de sangre o hiperemia, lo cual provoca que los temores abandonen el cuerpo invadido. Este procedimiento es peligroso ya que los parásitos buscarán de inmediato otro cuerpo para alojarse. La única forma de exterminarlos es con la iontoforesis, procedimiento que utiliza la corriente eléctrica para hacer llegar sustancias químicas, depositadas previamente en la superficie de la piel, hasta los tejidos. La corriente arrastra medicamentos como el litio o la quinina, que neutralizan a los temores. (Esta cura sólo será efectiva antes de la cuarta etapa de la enfermedad.) Al terminar el proceso caerán pequeñas capas de piel que llevarán los restos de los temores muertos, por lo que es recomendable una afusión aplicada con la técnica de Kneippes, empezando por pies y manos, con un chorro de agua uniforme, pero breve. La temperatura fría es más recomendable. Después se hace en el rostro, el tórax, el dorso, las rodillas y los muslos.

La medida más extrema es la radiación ionizante, pero si los temores han invadido el sistema nervioso y/o el cerebro, son pocas las probabilidades de que el método sea efectivo.

La última y cuarta etapa, llamada síndrome del cereal, es la más peligrosa, ya que los temores se alimentan de la masa encefálica, defecando en forma de diminutas hojuelas, muy parecidas a ciertos cereales. Esto sólo es descubierto en alguna cirugía cerebral o en la autopsia. En esta etapa el individuo sólo mira televisión y apenas come, hasta que deja de moverse.

Se sabe que los temores han sobrevivido en todos los climas, lugares y épocas. Se les ha visto en la guerra, la paz, la opulencia, la pobreza, en la piel de un hombre enfermo, en las manos de Julia, en los labios de un mentiroso, en la oreja de Van Gogh, en el brazo de Cervantes. Muchos historiados aseguran que en el pasado se sospechaba de la existencia de este parásito. Por ejemplo, el prominente pintor Vincent van Gogh se cortó la oreja al presentir a uno de estos parásitos; aunque de poco sirvió, se sabe que le siguieron invadiendo toda su vida. Sabemos por el diario de uno de los amigos más cercanos del pintor, que Van Gogh creía ver algunos “gusanos” recorriendo su piel. No estaba tan equivocado.
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A pesar de su parentesco con las pulgas, garrapatas y otras piorreas, los temores no tienen el mismo comportamiento y son más peligrosos, por lo que el doctor Navarro siempre recalca en sus publicaciones la importancia de un chequeo constante. Aun bajo esta advertencia, Julia siguió su vida, sin ir al médico. Llegó a la casa de San Ángel y se sentó en la alfombra de uno de los cuartos del piso superior. Sola por un breve instante, pero muy breve porque los temores comenzaron a salir por los pliegues del tapiz. Cada esquina, en su flemática arquitectura de líneas trazadas para encontrarse, guardaba un ciento de temores que avanzaban con lentitud, casi burlándose del cuerpo inerte y aciago que ocuparían. Julia parecía un animal disecado, o un water roto, porque junto a ella había un charco de herrumbre y excremento. Sin embargo, ella no se movía, sólo observaba con angustia cada uno de los temores que la invadían y que hacían más pesadas sus manos, sus tobillos, sus muslos, su cabeza. Su mano derecha sujetaba las llaves del cuarto y la puerta de entrada, tal vez ahí esté la llave que abre su sexo, donde empezó todo, donde la historia del hombre comenzó y donde la historia de Julia dio un giro. Con grandes esfuerzos movió la mano para introducir la llave en su vagina, abrir otro mundo y escaparse, pero los temores seguían avanzando, susurrando, invadiéndola en un grito.


V
Púrpura

Esta habitación es cada vez más compacta, fría y silenciosa. Mi cuerpo es más ligero y mi piel más blanca.

Poco a poco caigo en un desmayo de alfombras púrpuras empolvadas y ya no soy quien solía ser. Ya no tengo un nombre ni una habitación fría, silenciosa y compacta, ni un cuerpo débil, ni una piel blanca. Sólo soy parte del beso de esta alfombra púrpura empolvada.


VI
La vacuidad

Julia salió del cuarto del psiquiatra. Estaba sentada en una silla de ruedas y atada con una camisa de fuerza. Una camisa blanca, como todo lo que ahí había. A Roberto le parecía que hasta Julia se había contagiado de aquel blanco. Su rostro era una pecera donde se adivinaban peces de color rojo oscuro, recorriendo las avenidas de sangre, yendo y viniendo, nadando nerviosos y palpitantes. Las enfermeras y los doctores parecían topos blancos, o quizá muertos; era como si llevaran toda una vida encerrados ahí, en ese búnquer. No había luz ni ventanas, sólo puertas y pasillos infinitos con letreros: “Consultorio 1”, “Consultorio 6”, y detrás de una de esas puertas había estado Julia. Contando las tragedias de su vida, pensaba Leni. Infancia siempre busca oídos para desahogarse, pero los psiquiatras nun­ca han sido sus favoritos para esta tarea.

chavarria8.jpg Roberto y Leni escalaban por el pensamiento de Julia sin divisar nunca la cima, y tal vez ambos competían por adivinarla, adivinar su figura bajo las sábanas, en una cama, moviendo sus culos sobre el deseo, regodeándose entre sus tetas, mordiendo sus hombros y sujetándola por dentro para que no se fuera nunca. Roberto miró a Leni y adivinó la emulación. Quiso adelantarse para manifestar que Julia era su territorio y de nadie más, pero cuando movió su hombro se dio cuenta de que Leni estaba dormido y que no representaba peligro alguno. Leni dormía por el tranquilizante que le habían inyectado; estaba recargado en la pared con un ojo parchado y una herida en el brazo izquierdo. Su respiración se combinaba con pequeños quejidos que se alargaban al abrir su boca y entrecerrarla en un débil suspiro. Roberto lo observó un rato más. Todo estaba planeado, cada movimiento que lo rodeaba era un ensayo; los letreros, la gente yendo y viniendo, el no color de las cosas, los ademanes y hasta las sonrisas; todo era un ensayo, una acción premeditada para arruinarle la vida. Observó a las enfermeras caminando en los pasillos: si una encontraba a otra ambas se sonreían por un momento hasta que se perdían de vista y miraban de nuevo hacia delante. ¿Cuántas veces, pensó Roberto, no habrán hecho lo mismo, en el mismo pasillo? Todo es un ensayo, una repetición de las cosas. Como los hopi, repitiendo el día anterior, sin futuro alguno, o la cultura india, con Brahma, jugando a repetir la creación una y otra y otra vez. Y aquí los humanos, creyendo que sólo se vive una vez. Ni siquiera sabemos para qué vivir o morir, ¿para qué seguir jugando con Brahma? ¿Cómo salirse del juego y ser un espectador? Cuando el psiquiatra salió tras la enfermera dio órdenes de llevar a Julia a uno de los pabellones, señaló una puerta con vidrios y rejas. La enfermera empujó la silla y cruzó el umbral de la puerta. Cuando Roberto la perdió de vista, el doctor hizo un ademán para que pasara al consultorio.

—Leni, despierta —dijo Roberto, sacudiendo a Leni.
—¿Ya salió Infancia? —preguntó Leni, mientras Roberto asentía.
—El doctor dice que entremos a hablar con él.
—¿A dónde llevaron a Infancia?
—No lo sé, Leni, eso nos lo va a decir el doctor.
—¿Está bien?
—Cabrón, no soy adivino. Además, preocúpate por ti, mira cómo estás —dijo Roberto, señalando las he­ridas de Leni.
—¿Por mí? Deberías agradecer que tomé tu lugar.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Roberto, desafiando a Leni.
—No se necesita ser muy inteligente para darse cuenta, pero a ti no puedo pedirte demasiado.

Leni, adolorido por los golpes, avanzó hasta la puerta del consultorio y vio a Roberto, paralizado en su asiento. Se había escuchado un grito y eso quebró el alma de Roberto como si fuese un jarrón. Uno de esos caros, pensó Roberto, uno de la dinastía Ming, o tal vez una escultura de Botero, explotando desde su gordura. Tenía que ser algo caro, porque era la primera vez que Roberto se sentía culpable. La primera vez que sentía amor por esa ballena blanca, ese Moby Dick, ese vacío que representaba amar a alguien. El amor por un ave como Julia, a la que sólo se puede enjaular o alimentar todos los días para que regrese. Era demasiado tarde para escapar, aunque podía escapar de sí mismo: cortaría su cuerpo con un bisturí, se imaginaba haciendo pequeñas cuadrículas en su espalda mientras su cuerpo se hacía insensible. Luego cortaría su rostro y le pondría sal a las heridas.

 


Ilustraciones de Alexie Sánchez, ENAP, UNAM