Agua / No. 244

Gogorrón



Venimos a Gogorrón por un fin de semana entero al menos dos veces al año. Me gusta venir, me gusta escapar de la escuela y las tareas. Me gusta, sobre todo, echarme por los toboganes... Este balneario tiene su propio hotel, es un edificio de un piso, las habitaciones son como cabañas pequeñas. Creo que mi mamá, mi hermano y yo siempre nos quedamos en la misma. Llegamos hace una hora, comemos unos sándwiches y jugo de naranja diluido en agua. Al terminar, tendremos que esperar mínimo media hora hasta que no sea peligroso meterse a jugar al chapoteadero o a nadar, y mientras se seca bien el bloqueador. Me choca esperar sentada en una silla plegable, viendo a los demás divertirse. Desde que salimos de casa no puedo aguantar la emoción. 

Gogorrón tiene tres albercas, un área para niños y los toboganes blancos enormes que me fascinan. Está en San Luis Potosí que, según el Atlas de México, es una zona de estepa, por eso este lugar es color amarillo. Por eso el pasto no es tan verde y me pica los pies cada que quiero cambiarme de lugar. Mi mamá aguarda cerca en una silla, se pone sus lentes, su sombrero de palma de ala ancha y se llena de bloqueador el cuerpo. Parece despreocupada, pero en el fondo sé que no nos pierde de vista ni un segundo; es lo mismo aquí que en casa.

Primero vamos al área de niños, para que mi hermano juegue. Me fastidia porque ya tengo 12 y no quiero estar con un montón de escuincles que gritan y corren, aunque me encanta pararme debajo de un hongo rojo que tira agua, como si estuviera debajo de una regadera gigante. Hay unas resbaladillas a las que se sube mi hermano una y otra vez, yo lo observo mientras finjo nadar en la alberca de no más de 30 centímetros de profundidad.

Estoy fastidiada. Ya quiero que llegue el momento en que podamos ir a las resbaladillas blancas para adultos en el área de toboganes. Antes, a mi mamá le daba más miedo y no me dejaba echarme, ahora que ya crecí creo que confía un poco más en mí. Mi hermano sigue riendo y corriendo, mi mamá ya se paró a decirle que no corra, a él no le importa, en Gogorrón no existen las reglas, no hay que actuar de una manera ni portarse bien. Mi mamá eso no lo entiende. La miro, siente mi mirada y sabe que no puedo un minuto más: debo echarme por la resbaladilla gigante. No la veo muy convencida, pero tomamos nuestras cosas y vamos para allá.

Esta zona está llena de gente, aquí hay un montón de familias grandes, no como la nuestra, que es pequeña: hay niños y niñas corriendo en calzones y camisetas, señores panzones con pelos alrededor del ombligo y las axilas, señoras gritonas con ropa similar a la de mamá. Hay mesas y sillas de plástico, bolsas de papas vacías y llenas, envolturas tiradas por el suelo, charcos en los senderos de piedra y, alrededor, el agua de las albercas está cada vez menos transparente.

Encontramos una silla vacía, dejamos nuestras cosas y, cuando mi mamá está a punto de darme una instrucción, salgo despedida hacia las escaleras del tobogán más cercano. Grita algo que no comprendo, no la escucho porque ya estoy subiendo los 20 metros de altura. Intento no cansarme demasiado, pues si lo hago, no disfrutaré el descenso. Estoy hasta arriba del tobogán. Intento no mirar abajo. Aunque me gusta lanzarme por aquí, la verdad es que me dan pavor las alturas. Me enfoco en las personas delante de mí, mientras espero mi turno. Todos parecen ya haberse tirado más de una vez: después de todo, ya pasó la hora de la comida y el sol comienza a descender a lo lejos. El cielo en Gogorrón es diferente al que hay en mi ciudad. Creo que es más brillante y casi verdoso, tal vez por el reflejo de los campos amarillos. Todo tiene una luz distinta y es más fácil darse cuenta a esta altura. Ver el horizonte no me da miedo porque está lejos; ver el pavimento debajo del tobogán, sí: está demasiado cerca.

Por fin, el salvavidas me indica dónde debo sentarme. Espero su señal, sopla su silbato y me lanzo con todas mis fuerzas. Voy sentada, las uniones del tobogán me lastiman las pompis y no quiero que hagan lo mismo en mi espalda. Estoy muy emocionada, sonrío. Ya casi al final del recorrido, aprieto muy fuerte los párpados.

La inclinación del tobogán, hacia arriba, me hace elevarme casi cinco metros por los aires. Subo, subo moviendo los brazos y las piernas sin sentido —tengo mucho miedo—. Después, intento controlarlos. Comienzo a caer en picada, me esfuerzo por poner los brazos en flecha y las piernas flexionadas como aprendí en clase de natación la semana pasada… ¡plaasss!

Si todo el mundo supiera mi secreto, se arruinaría. Aquí, debajo del agua, no tengo que aguantar la respiración. Todo sigue intacto como cuando vine la última vez. Nado con la patada de pecho que me gusta un montón, me sale perfecta, y a menos de un metro me encuentro al fin con cardúmenes pequeños y grandes, peces de colores y formas locas que van en diferentes direcciones. Parecen mirarme y yo los miro, tal vez sí me camuflo por mi traje y goggles verdes. Los sigo de cerca, paso desapercibida.

Debajo del agua todo está muy nítido, oscuro y en calma, nado más profundo. Mi cuerpo recuerda la agilidad que debe tener para pasar las algas y no enredarse. De pronto, siento un tirón en mis piernas, como si alguien las hubiera tomado y las jalara hacia sí, pero sólo son ellas alargándose, haciéndose cada vez más delgadas y elásticas. Luego, mis dedos las imitan, las uñas se sumen en ellos y se unen mediante una membrana transparente. Entonces mi objetivo no debe estar muy lejos. Debajo de mí la arena cubre ostras y peces que parecen sacar burbujas a manera de saludo; pasan por ambos lados un par más que siento de mi tamaño, por lo que ya he empezado a encogerme. Sigo intuitivamente la ruta que me llevará a ella. Doy vuelta en una roca babosa, aunque quizá es mi piel la que ya tiene esa consistencia.

A lo lejos, se despliega una comunidad de burbujas y un silencio diferente al que percibí a lo largo del recorrido. Nadie jamás podría creer que debajo de las aguas de los toboganes en Gogorrón existe el mundo de las ranas. Las hay de todo tipo: grandes, pequeñas, venenosas, coloridas, de un solo color; pero yo estoy buscando a una igual a mí. Somos ranas cafés con manchas en diferentes tonalidades, de tamaño normal, del que se piensa cuando te dicen “piensa en una rana”.

Después de patalear por un par de minutos, llego a nuestra roca. Ahí está, esperándome, como si hubiera sabido de antes que yo iba a llegar. Me observa de lado con su ojo izquierdo, tal vez para verificar que soy yo, y luego se posa de frente sin expresión en su cara de anfibia, aunque sé que está tan emocionada como yo. La última vez estuvimos nadando por horas, recorrimos un montón de cuevas, nos deslizamos entre las algas y nos camuflamos para espantar a peces solitarios y a varios cardúmenes. También estuvimos sentadas en esta roca, viendo todo el paisaje marítimo hasta que…

Todo a mi alrededor se difumina y dos corrientes de agua pasan a mis costados a una velocidad que no me permite controlar mi pataleo; me jalan hacia atrás y, entonces, desando todo el recorrido en contra de mi voluntad. Ya no existe el silencio, todo es ruido que me aturde; la comunidad de burbujas es cada vez más lejana; me rozo contra la roca babosa, ya no tenemos la misma piel; entreveo dos peces pequeñitos a cada lado. Giro sin parar y, al ver las ostras debajo de mí en una de las vueltas, noto que mis dedos son otra vez independientes y están protegidos por uñas recién cortadas. Finalmente, unos brazos toman mi torso y es ese último jalón abrupto el que despliega mi cuello de nuevo.

Una vez afuera de la alberca, veo a mi madre con esa mueca indescifrable que hace muy seguido: no sé si está enojada o tiene ganas de llorar. Mi hermano parece que hace un berrinche y no suelta su pierna. Hay muchas personas a nuestro alrededor. Mamá me abraza y luego aprieta la mano de mi hermano, aprieta la mía y nos saca de ese peligroso lugar que es el área de toboganes. Nos dirigimos al cuarto del hotel. Si no fuera tan tarde, estoy segura de que nos metería en el coche y manejaría a toda velocidad de vuelta a casa. Quién sabe si quiera volver a venir a Gogorrón.