Agua / No. 244

El arte de llorar en la regadera



Tuviste un mal dia, las lágrimas ya han hecho una larga fila para salir desordenada u ordenadamente de tus ojos, según se los permitas. Las retienes, usando una gran señal de alto en el transporte público mientras tu mente te engaña y proyecta cada detalle de la situación que te dejó así. A veces piensas que la mente es el elemento más malvado de nuestro cuerpo, siempre nos traiciona, nos hace recordar cosas que preferiríamos olvidar y no aquellas que amaríamos revivir.

Tus ojos no pueden contenerse más, las lágrimas se están empujando unas a otras, intentando ser las primeras en salir y desatar el llanto. Una es tan ágil que logra escapar, recorre el camino hacia tu cachete, pero tus dedos le cortan el paso. Qué agotador es tener que reprimir al cuerpo.

Llegas a tu casa, tan sólo una se te ha escapado. Dejas tus cosas tiradas por ahí, tomas tus toallas y sales corriendo al baño. La memoria te traiciona otra vez, se te ha olvidado el teléfono para poner canciones tristes y que los sollozos se oculten tras sus melodías.

Cierras la puerta, pones la canción más dolorosa que encuentras y das la señal para que las lágrimas al fin puedan liberarse. Abres la llave de agua caliente y mientras las primeras notas hacen eco en el baño, empiezas a ver todo desde un lente cristalino. Te ves al espejo, no te reconoces, ¿cómo has llegado aquí? Esperando a llorar bajo la luz tenue de la lámpara, deseando quitarte el peso de la tristeza y dejarla afuera de la cortina que separa lo seco de lo mojado, lo remediable de lo irremediable.

Empiezas a quitarte la ropa, tratando de no caer mientras tu cuerpo se va debilitando por el esfuerzo que hizo al contenerse y ahora poder liberarse. Entras a ese espacio cerrado, caliente, sólo tú y el agua. Tienes que arrodillarte, las lágrimas están siendo un poco bruscas. El deseo de ahogarte con el agua que cae sobre tu cuerpo desaparece al imaginar que todo se irá cuando cierres la llave.

Sientes la paz de que ahora el agua que corre por tu cara no sólo proviene de ti, es la que va cayendo del cielo que cubre ese pequeño lugar. El sabor a salado desaparece. Las gotas de tus ojos y las de la regadera se unifican y es imposible identificar cuáles son de un corazón roto, una discusión familiar, un rechazo laboral, una despedida repentina o de la tubería. El agua cura las heridas que no se pueden hablar, la música esconde la vulnerabilidad, es como si ese lugar estuviera hecho para verse desnudo, para dejar que al agua abrace cada pliegue de tu piel, para limpiar cualquier rastro de tristeza.

Después de tardarte más de lo normal recorres la cortina, y a modo de despedida se pega a tu cuerpo en forma de susurro. Te ves al espejo, tus ojos no están hinchados, has dejado que el agua se llevara aquellas intrusas que hacían que todo se viera un poco más gris. Sales, nadie sospecha que el agua que acaba de desaparecer por el caño contenía cientos de lágrimas tuyas. Te sientes limpio.