Agua / No. 244

Ruido de fondo para una caída




La cicatriz ya se está difuminando. Aquella noche de agosto, el aguacero cubrió con un filtro grisáceo la franja de sierra verde intenso que se extendía frente a la ventana. No era la lluvia lo que ensordecía cuando la luz se apagó, era el caudal del río en el que desembocaba, la fuerza alarmante del agua que crece cuando la noche se calla. Debí retractarme, pretextar indiferencia a nuevas sensaciones. Pude haber alegado temor, cansancio, simplemente decir que no cinco minutos antes, cuando el buscador de Google me dijo algo así como “descender por un río, en especial por su zona de aguas bravas” a la pregunta: “¿Qué carajos significa rafting?”.

Titubeante, me puse el casco de la valentía, el chaleco salvadignidades y tomé el remo. Era otro ese río, ni el tono, ni el olor ni su música se parecían a la postal del día anterior; había pasado de la insipiente juventud a la férrea madurez en una noche. Pude ahí mismo decir que no, que otros se jacten de la bravura, que otros ostenten la bandera de la intrepidez, que me tachen de miedosa, indecisa, que me juzguen diez minutos; al fin que me olvidarán en diez más, pensé. Pero me subí. Sentada al centro del lado derecho de la balsa comenzó el viaje.

Regué el café dulce que me dieron en un vaso de unicel. El temblor delataba la falta de energía. Mi palidez contravenía al sol de ese momento. No lloraba, no reía, no hablaba. Ya no tenía nada que demostrar. El guía expresaba una sorpresa comercial, estadística: tenía siete años que eso no le pasaba. Es porque sólo éramos tres, le faltaron kilos a la balsa y le sobraron metros al torrente, decía. El del kayak se reía entre nervioso y molesto, había bebido de ese cáliz como todos los demás y evidentemente le incomodaba. Yo miraba el camino que ya de regreso parecía tan corto e incauto.

Me dolía la pierna cerca de la ingle y la cadera. Cuando el río me llevó al fondo, me topé de frente con una piedra oscura, enorme, el dolor venía de ese encuentro abrupto. Las líneas al rojo vivo en los brazos eran cortesía de la rama de un árbol que quedó cubierta por la crecida del río. Ya en la camioneta de redilas, mientras esos hombres se explicaban la Naturaleza, yo disimulaba un zumbido interior que me reventaba los oídos, era toda el agua robada golpeando para salir, como vómito, como lágrimas, como fuera.

Yo no era la misma. No he vuelto a ser la misma. En esos minutos de turba acuática conocí el silencio más abrumador. Descubrí colores que no tienen nombre, que nunca han existido, y vi hojas danzar enloquecidas por la corriente. Compadecí la tierra arrastrada que nunca volvería al mismo lugar. Cuando lograba salir en busca de aire, la deliberada mudez se extinguía y el ruido apabullante del caudal golpeando las piedras me regresaba de una maroma al fondo. Nadie sabe que estoy aquí, pensé, que estuve aquí.

¡Suéltala, suéltala!, me decía el guía refiriéndose a la cuerda que rodeaba la balsa volteada. Con nada más que súplica y pavor en las palmas de las manos yo me aferraba. No diría que entendí la dinámica de soltarla para que él pudiera girarla y ayudarme a salir, eso sería demasiado crédito a mi raciocinio, en realidad soy más del tipo derrotado, así que unos segundos después resigné el cuerpo y me dejé arrastrar.

Se veía mi miedo en la foto que tomaron segundos antes en el Chupacabras, el rápido que nos hizo la jugada. ¡Volteen a la derecha, levanten su remo, sonrían para la cámara! Estuve a punto de pagar para que se la quedaran y no me la mostraran de nuevo. Ahora la cicatriz se está desvaneciendo, ya sin moretones verduzcos ni raspones en las primeras capas de piel, sólo queda un incipiente manchón café muy parecido a la mugre.

Algunas noches sueño que vuelvo a la orilla y me lanzo, no es el mismo río, nadie vuelve nunca al mismo río. Las piedras, las ramas, la danza eufórica, los colores sin nombre. A casi todo le he perdido el miedo a fuerza de volver al agua una y otra vez, pero lo que me despierta esas noches, con el grito literal y oníricamente ahogado en la garganta, es ese silencio que nadie conoce, que aquel río, ese día de agosto, se llevó junto conmigo.