Agua / No. 244

El traje de baño



En la silla del probador está un traje de baño mediano y otro grande. Mi padre insiste en que me pruebe los dos, mientras inspecciona con desdén los pocos modelos de lentes de sol que ofrece la tienda del hotel. Lo que no sabe es que, desde antes de entrar a este cubículo, ya sé cuál voy a elegir. Veo mi figura en el espejo. Una masa amorfa y redonda. Qué espanto. Me lo han dicho en sus mentes, frente a mí y a mis espaldas en voz alta. De tanto escucharlos, mis pensamientos lo han repetido y hasta he llegado a pensar que tienen razón. La primera vez que me di cuenta del cuerpo que tenía fue a los seis años, luego de que mi madre les dijera a mis tías que no tardaba en comprarme un corpiño por lo chichón que estaba. Todas se rieron. Yo no sabía cómo sentirme, así que me reí con ellas. Conforme pasó el tiempo, aprendí que los hombres sólo podíamos tener el pecho plano o uno musculoso tras horas de ejercicio en el gimnasio. Mi panza también siguió creciendo. Ahora bajo la mirada y ni quisiera puedo observarme el pito. Intento entrar en el traje de baño que tiene una L en la etiqueta. Me queda algo justo, pero es la talla más grande. Decido vestirme. Me pongo de nuevo esta sudadera grande para ocultarme, para que nadie perciba lo que hay por debajo, y unos pants, porque los que tienen resorte son más cómodos que los de mezclilla. Salgo del vestidor y ahí está mi padre, listo para treparse una hora en la caminadora y utilizar todas las pesas del gimnasio. ¿Cuál te vas a llevar?, me pregunta. Sin verlo, le doy el único traje de baño que decidí probarme. Por supuesto que tengo algunos en casa y que me quedan mejor, pero los dejé a propósito. Sí, claro, estamos en una playa, ¿pero para qué sacar a pasear ropa que no estoy dispuesto a usar en estas vacaciones? Después de pagar por la prenda en la tienda del hotel, mi padre me regaña. No quiero encontrarte de nuevo en el cuarto viendo televisión o en tus videojuegos. Ya tienes qué ponerte para ir a la alberca. Métete un rato y nada, o haz algo para que bajes todo lo que comiste.

Camino hacia las afueras del hotel, hasta la playa. Me siento sobre un camastro, mientras escucho las risas y los chapuzones. Me pongo los audífonos y le doy play a la música del celular. Escucho por vigésima vez “Procura” de Chichi Peralta y luego otra más de Los Ángeles Azules. Mis pies se mueven al ritmo de las percusiones y recuerdo la presentación de baile. Tendré dos izquierdos, pero es el único taller de la prepa en el que puedo estar. Me aburre dibujar y no soy tan fuerte o alto para estar en el equipo de básquet o de futbol. Entre el calor de la tarde y la arena pegada a la piel, me quedo dormido. Despierto y volteo a todas partes. El lugar se encuentra solo. No tarda en subir el sol y que nos pidan a los huéspedes salir de la zona de playa. En los audífonos suena la versión de “Amor de mis amores” de Margarita, la diosa de la cumbia. Qué bellos son tus celos de hombre. Me río porque siempre escucho senos de hombre. Volteo una vez más para cerciorarme de que no haya nadie, así que voy a unos sanitarios, me pongo el traje de baño y corro hacia las olas del mar. Doy unas cuantas brazadas hasta llegar a ese punto donde mis pies aún pueden tocar el suelo y las olas no me arrastran a la playa. Me sumerjo y doy piruetas, aunque el agua salada entre en mis orificios. Floto sobre el mar que me arrulla y miro al cielo. Es otoño, así que a esta hora el cielo rojizo empieza a oscurecerse. El agua se ha vuelto un espejo del cual formo parte. Mi pecho y panza salen de la superficie, pero en este momento no me importa porque siento que estoy en el cielo, que nado entre nubes, y mi cuerpo se convierte en una sombra cuya silueta pierde sentido y halla una nueva en las ondas y curvas del agua, y observo los lunares que siempre han estado ahí, y mi mente teje esos puntos hasta ver constelaciones en mi piel, y ya no estoy en el cielo, sino en una vía láctea y sí, soy enorme y redondo, pero bello como un sol galáctico o una supernova que explota y se expande sin límites, hacia el infinito como este océano que me acoge, profundo y luminoso, y escucho a lo lejos otros de mi edad que huyen de las olas que chocan contra la arena, y me descompongo en un asteroide que se sumerge hasta el fondo, donde no llega la luz, donde nadie me puede ver. Asomo la cabeza lo suficiente para darme cuenta de que han juntado algunos camastros, que no piensan irse del lugar. El estúpido traje de baño está tan mojado que soy pesado y no puedo escaparme del mar con la misma sensualidad que los hombres en las películas. Tengo que gatear mientras me aseguro de que las olas no me bajen el traje de baño y exhiban este cuerpo. Dándoles la espalda, me pongo la playera y huyo hacia el elevador del hotel. Llego a la habitación y, por fortuna, no hay nadie. Me desnudo para meterme a bañar. Le doy play a mi celular y Margarita y su cumbia suenan a todo volumen. Me veo en el espejo. Gotas de agua bajan por los surcos que guardan aún la sal de la mar. Contemplo una vez más mi cuerpo. Esa panza, esos pechos. Sí, tiene razón Margarita, qué bellos son, así que me río y bailo con su música como si estuviera en una fiesta.

A la mañana siguiente, después del desayuno, regreso a la playa. No sé si mañana o las siguientes vacaciones lo vuelva a intentar, pero, al menos por hoy, me quito sin temor la playera y entro a disfrutar el calor de la mar.