Agua / No. 244

A las puertas del templo



Es una noche calurosa de verano. Abro los ojos por primera vez y la ciudad resplandece como en uno de aquellos relatos míticos, fulgura con un brillo áureo. Hierve de luces, de colores y de gente. La vida nocturna despierta por fin al vibrante impulso de las calles, aletargada por un sueño de largos meses. Observo a las personas lanzarse unas a los brazos de otras. La imagen recuerda a una de esas fotografías tomadas en el momento en que, tras haberse declarado la paz, se termina la guerra: la gente ríe, se abraza y se besa en los labios. Puedo sentir el calor en la piel y la humedad en el aire.

Al caminar por el puerto, entre los ríos de multitudes, me dirijo hacia las luces rojas de los cafés y escucho el barullo de las conversaciones cotidianas. Miro a las muchachas trenzarse unas a otras el pelo, a los amantes que se dan de comer en la boca, a los niños que construyen castillos en la arena y sus madres que caminan descalzas por la playa. Hay también algunas embarcaciones amarradas a la orilla, balanceándose suavemente con la marea tranquila del océano. La luna, en cuarto creciente, se asoma entre las nubes, parecidas a telas vaporosas que flotan por encima de las aguas. Algunas estatuas de bronce sobre el malecón miran en dirección al océano, recubiertas con su pátina color turquesa. El olor a sal es penetrante.

Camino algunos metros y me siento en la playa, dejando que el agua me moje ligeramente los pies. El lento vaivén de la espuma sobre mi piel me adormece. Atisbo la silueta oscura de un hombre acercarse a poca distancia. Parece que viene solo. Se instala a mi lado y me pregunta cuántos años tengo. No tengo ninguno, le contesto. El hombre ríe, pero insiste de nuevo: dice que quiere saber mi nombre. No tengo ninguno. Empieza entonces a contarme la historia de un marino que sucumbió a su muerte hace años en el océano. Hay debilidades sólo conocidas por el ser humano en situaciones extraordinarias, me dice. El marino era joven y alegre, amaba a una mujer y amaba la vida. Uno sólo puede preguntarse qué es lo que le atrajo tan fuertemente hacia el fondo del mar, después de tres días de no mirar ni un grano de arena.

El ruido de las olas y la voz del hombre me arrullan, me invitan al sueño. Pero me incorporo y camino despacio hacia el mar, sintiendo la arena húmeda acariciarme las plantas. El agua empieza a ascender lentamente por mis piernas. Cuando las puntas de mis dedos ya no tocan el fondo, me tiendo de cara al cielo y floto sobre el agua oscura. Quiero volver a casa. Intento descifrar una posibilidad de escape entre aquellos laberintos de estrellas color rojizo.

Las luces comienzan a fragmentarse en pequeñas figuras geométricas, diminutos hexágonos como pedazos de un panal o de un mosaico. Las imágenes de la ciudad a lo lejos aún son vívidas en mi mente. Los colores sólidos (rojo, azul, amarillo) se aíslan y se disuelven. Un malestar generalizado me invade. Mi vientre se contrae en espasmos terribles y las manos me tiemblan de manera incontrolable. Siento la náusea escalar lentamente por mi garganta. Y tengo el cuerpo encendido, estoy ardiendo en fiebre.

Pero todas mis quejas cesan en un instante: el corazón se me ha vuelto blando como la arcilla. Puedo manipularlo con mis dedos, lo palpo a través de mi carne. Siento cómo mis miembros relajan su tensión y se separan uno a uno de mi cuerpo, sin el menor rastro de violencia. Mis órganos internos explotan y los canales de mi sangre se inundan de agua salada. Aunque he nacido esta noche, cierro los ojos en esta vida, por última vez.

Cuando vuelvo a abrirlos, sé que mi pequeña barca ha arribado a las puertas del templo.