No. 147/EL TALLER DE PARÍS

 
El nombre


Carlos Alvarado Quesada



El padecimiento de mi marido comenzó hará un par de años, pero fue hasta hace poco que su mente empezó a fallar. Primero olvidó el nombre de los objetos, luego los recuerdos se le borraron. Al inicio sólo fueron los más recientes, después los más viejos. Por último se difuminaron los rostros y, con ello, las personas.

No puedo describir lo que se siente mirar a los ojos de quien has amado por años, con quien has caminado por playas, con quien has vacacionado durante más de treinta años, quien te consoló y a quien has consolado, quien contigo hizo su vida y sus hijos; mirarlo ahora, en sus últimos días, y que al tomarle la mano te vea con miedo, como si fueras una extraña de la que hay que defenderse replegándose en sí mismo. Creo que me agrediría, si pudiera, para salir de su cama y liberarse de su prisión.

Para él debo ser su carcelera o su guardia, la persona que lo alimenta con una cuchara de plata, la que lo saca a que le dé el sol, la que lo voltea sin hastío para limpiarle el ano y acostarlo de nuevo.

Así, su vida se fue degradando hasta que llegó un momento en el que casi toda su instalación neuronal colapsó. Mi esposo se convirtió en un vegetal. Una lechuga. Por lo menos hasta hace unos días.

Miraba el rosal del patio desde su silla de ruedas. O al menos en esa dirección se posaban sus ojos. No abrió la boca; ya la tenía por lo general abierta y sus cuerdas vocales debían estar frías y ásperas por falta de conversación. Fue así como de su interior, sin mover la lengua, salió un sonido.

¡Dios, qué alegría ver un destello de vida, algo de voluntad en su cuerpo! En ese instante tiré el libro que leía así como mi rol de enfermera y quise retomar el de compañera, de esposa. Intenté comunicarme con ese hombre que era todavía mi marido. Me le acerqué y me propuse estimularle los sentidos: le hablé al oído, lo acaricié, hasta le corté una rosa para que la oliera. Todo con tal de que repitiera aquella esperanza.
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Insistí, lo meneé y le hablé, pero sus ojos cansados seguían fijos, entrelazados en el rosal. No me quería dar por vencida y le rocé la mejilla, el vello facial que yo anhelaba fuera una barba en crecimiento, y no una simple raíz por cortar cada mañana.

Esa noche, al lado de su cama y desde la mía, me costó trabajo dormir. No sé si esperaba la repetición del sonido, si aguardaba la visita insuperable de la muerte, o si solamente tenía problemas para transformar mi fatiga en sueño. El problema era que ninguna de las tres sobrevenía.

A la mañana siguiente majaba una papa y la mezclaba con la clara cocinada de un huevo. Tomé la botella de salsa agridulce y, como siempre, me pregunté cómo la preparaban los orientales. Últimamente ha cambiado, viene más espesa y azucarada, más comercial. Levanté el rostro y descubrí que me miraba desde su silla de ruedas. Recordé entonces la salsa agridulce de un restaurante chino de mi infancia que mezclaba el sabor de la piña con un tipo de ingrediente vinagroso, aunque me perturbaba el paladar, yo la seguía probando.

Luego, el azar escogió el momento para que él hablara de nuevo.

—Ana—salió de su boca con dos vocales aspiradas y una ene como obstáculo.

Pasado el instante de júbilo y del fonema, me comencé a preguntar a quién se refería con Ana, a quién podía llamar con ese nombre. Al poco tiempo, empecé a desear que él no volviera a pronunciar ningún sonido. Nunca más.

 




Carlos Alvarado Quesada (San José, Costa Rica, 1980) es periodista y master en Ciencias Políticas por la Universidad de Costa Rica. Con Cuatro aperturas para ningún final ganó el concurso de cuento de la Revista Nacional de Cultura de la UNED en 2003. En 2006 publicó el libro de cuentos Transcripciones infieles (Editorial Perro Azul). Ese mismo año obtuvo el premio Joven Creación en novela de la Editorial Costa Rica con La historia de Cornelius Brown.