No. 147/DEL ÁRBOL GENEALÓGICO

 
El fumador anónimo


Guillermo Samperio



Este domingo neblinoso, Enrique salió de su casa desconsolado, vistiendo chamarra negra y pantalones de paño grises. Había encontrado una nota escrita con letra rápida por su esposa —él lo distinguió, pues Elisa tenía de costumbre una letra palmer bien dibujada—. La nota decía que el jueves anterior ella se había despertado con una sensación de congoja profunda y lágrimas al borde de los párpados. Que volteó a verlo, dormido profundamente, y que una voz interior le decía: “Ya no lo amo, el amor se me murió como la jacaranda del jardín que se derrumbó con sus raíces podridas y pegó contra los vidrios de la recámara.” No me busques, por favor, terminaba la nota, sin firma.

Enrique caminó varias cuadras hasta llegar al parque de la capilla de San Sebastián. Un frío súbito había llegado a la ciudad y se expandía por el parque en ondulaciones brumosas, en indecisos listones vaporosos que se entrelazaban con las ramas de los abedules contritos. El hombre, con el llanto a punto de emerger, dio un par de vueltas al parque, cacheteado por manos de la bruma. Sentía ganas de correr hasta morir, o quedarse congelado en una de las viejas bancas.

Decidió sentarse ante una mesa afuera de la cafetería que daba al parque; miró hacia adentro del establecimiento para ver si alguna mesera salía a servirle. Los vidrios estaban empañados y se notaba que ahí estaba refugiada la gente que de costumbre venía a tomar café.

Enrique sacó sus cigarros, encendió uno, le dio una profunda fumada, llenándose los pulmones con ganas de que le explotaran. Lanzó tres argollas gruesas de humo, como donas enormes entre azulosas y grises; las vio levantarse ante sus ojos, como si tuvieran animación propia, girando hacia el interior de la curva y haciéndose más densas, una tras otra, buscando subir con dificultad en el frío extremoso. De pronto, las argollas se detuvieron en el aire helado, congeladas tal vez en esa mañana gélida. Los anillos humosos se notaban con vida pero quietos, levitando ante la mirada de Enrique, quien se había llevado la mano hacia la boca otra vez, con el cigarrillo entre los labios en el instante en que va a darle la segunda fumada.

E
l hombre vio cómo las donas cobraban un color entre plomizo y verdoso, como si hubieran estado detenidas en el aire años atrás; se dio cuenta de que la misma coloración tomaba el cigarro y luego su mano y la manga de su chamarra, el brazo y el resto de su cuerpo.

En ese momento salió una pareja de ancianos, llevaban abrigos cafés claros. Se detuvieron un instante ante Enrique, lo observaron con detenimiento y admiración; después, vieron los arillos suspendidos en la bruma. Emprendieron la marcha hacia la capilla de San Sebastián.

—Estupenda escultura, mi amor —dijo él.

—¿Cómo habrá hecho el escultor para sostener las donitas? No vi ningún alambre —agregó la anciana.

El viejo levantó los hombros como diciendo “Sepa Dios”. Enrique alcanzó todavía a escuchar aquellas palabras; lágrimas color rojo resbalaron hasta su barbilla y se congelaron; luego, lo aprisionó el olvido.

La cafetería del parque se hizo famosa por Enrique, a quien a sus pies pusieron una plaquita de bronce que decía: “Al fumador anónimo”. 



Guillermo Samperio (México, D.F., 1948) es cuentista, ensayista y novelista. Fue colaborador del suplemento Sábado (Unomásuno) y actualmente tiene una columna en El Financiero. Ha publicado los libros de cuentos Cualquier día sábado (1974 y 1994), Gente de la ciudad (1985), Miedo ambiente (1977), Cuaderno imaginario (1989), Cuando el tacto toma la palabraCuentos 1974-1999 (1999), La cochinilla y otras ficciones breves (1999) y Humo en sus ojos (2001). Entre sus novelas destacan Anteojos para la abstracción (1994), Ventriloquía inalámbrica (1996) y La Gioconda en bicicleta (2000). Recientemente publicó la antología titulada Obra reunida (2007). Fue condecorado con el Premio Casa de las Américas 1977 y el Premio Nacional de Periodismo Literario al Mejor Libro de Cuentos en Chiapas en 1988. Con el cuento ¿Mentirme? obtuvo el Premio Instituto Cervantes de París dentro del Concurso Juan Rulfo 2000. Varias de sus obras han sido incluidas en múltiples antologías del país y del extranjero, y han sido traducidas a diversas lenguas. Ha dado cursos y conferencias en diplomados, licenciaturas y posgrados de instituciones académicas de México y el extranjero. Imparte talleres literarios desde hace más de veinte años.