No. 146/POESÍA DE COLOMBIA

 

 Andrea Cote Botero
(Barrancabermeja, Santander, 1981)

 


Poética

Escribimos para no hablar    Más de lo mismo,    para cambiar el ritmo,    volcar el ritmo;

Para poner la máquina a andar.

Escribimos para olvidar.

Escribimos ruidosa y velozmente y para poder hacerlo de un modo físico.

Por una cuestión del cuerpo,     porque es del cuerpo y le cuesta al cuerpo.

Escribir es derrumbarse.

Somos de lo que tiembla —queremos que dure—.      Escribir es nuestra manera de insistir,
escribir

es nuestra manera.    Lo hacemos para no hablar    Más de lo mismo,    para restituir.

Escribir es nuestra manera de creer.

 



 

Laberintos

Sé que caminamos por vías paralelas
hacia el centro de algo.
Pero mientras anochece en ti y en mí
ya no hay retorno.
No ignoras que para Ariadna
el hilo era una forma de llegar adentro.




Lección única sobre cosas viejas

Ya dije

no sé quién inventa el olor de las casas,

no sé.

Más aún si lo que te gusta es mirar desde arriba
la vista ruinosa de los tejados
y la pared deslucida
y los muros
y las sucias puertas de las casas viejas de aquí.
Más aún,
si ya no recuerdas que
no es el olor
sino la bondad de las cosas
al exhibir su derrota.




Puerto quebrado

Si supieras que afuera de la casa,
atado a la orilla del puerto quebrado,
hay un río quemante
como las aceras.

Que cuando toca la tierra
es como un desierto al derrumbarse
y trae hierba encendida
para que ascienda por las paredes,
aunque te des a creer
que el muro perturbado por las enredaderas
es milagro de la humedad
y no de la ceniza del agua.

Si supieras
que el río no es de agua
y no trae barcos
ni maderos,
sólo pequeñas algas
crecidas en el pecho
de hombres dormidos.

Si supieras que ese río corre
y que es como nosotros
o como todo lo que tarde o temprano
tiene que hundirse en la tierra.

Tú no sabes,
pero yo alguna vez lo he visto
hace parte de las cosas
que cuando se están yendo
parece que se quedan.




Temo

Temo que el infierno sea tan largo como el silencio de Dios,
que su tiempo esté habitado por el frío de los templos.
Temo que el silencio sea silencio afuera de la muerte,
que luego del tiempo aún conservemos la memoria.
Temo no dormir tampoco en ese sueño eterno
y que hasta allí nos siga la desesperación de los relojes.


 Cable (de la serie Falopitis), óleo/tabla, 25 X 25 cm, 2007













 

Llanto

María,
hablo de las montañas en que la vida crece lenta
aquellas que no existen en mi puerto de luz,
donde todo es desierto y ceniza
y es tu sonrisa gesto deslucido.

Allí es Enero el mes de los muertos insepultos
y la tierra es el primer cadáver.
María,
¿No recuerdas?,
¿No ves nada?
Allí nuestras voces son desecas
como nuestra piel
y se nos queman los talones
por no querer saber
de las casas incendiadas.

Hablo María
de esta tierra que es la sed que vivo
y el lecho en que la vida está enterrada.

Piensa niña,
en que esto no es vivir
y la vida es cualquier otra cosa que existe
húmeda en los puertos donde el agua sí florece,
y no es hoguera cada piedra.

Acuérdate, María,
que somos
pasto de perros y de aves,
hombres calcinados,
                             
cortezas vacías
                              de lo que éramos antes.
                              ¿De qué estás hecha?, niña mía,
                              por qué crees que puedes coserle la grieta al paisaje
                              con el hilo de tu voz,
                              cuando esta tierra es una herida que sangra
                              en ti y en mí
                              y en todas las cosas
                              hechas de ceniza.
                              En nuestra tierra,
                              los cuervos lo miran a uno con tus ojos
                              y las flores se marchitan
                              por odio hacia nosotros
                              y la tierra abre agujeros
                              para obligarnos a morir. 




Desierto

La tierra que jamás quiso tocar el agua
es el desierto que al norte está creciendo como un estrago de luz.
Pero los hombres que han visto el despoblado
—su amplitud sin sobresaltos—
saben que no es cierto que la tierra esté reseca por capricho,
o sin ninguna bondad;
es nada más su manera de mostrar
lo que transcurre bellamente sin nosotros.

 





Andrea Cote Botero. Estudió lite­ra­tura y cursa estudios de doctorado en Es­tados Unidos. Su primer libro de poe­mas, Puerto calcinado (Universidad Exter­na­do de Colombia, 2003), obtuvo el Pre­mio Nacional de Poesía Joven de la Uni­versi­dad Externado de Colombia y, en 2005, el Premio Mundial de Poe­sía Joven “Puen­tes de Struga”, otorgado por la unesco y el Festival de Poesía de Mace­donia. Poe­mas de Puerto calci­na­do han sido tra­du­cidos al inglés, italia­no, alemán, fran­cés, mace­donio y árabe, y han sido in­cluidos en va­rias antologías de poe­sía. Ha publicado tam­bién el ensayo Blanca Va­re­la y la es­cri­tu­ra de la so­le­dad (Uni­versi­dad de los Andes, 2004) y la bio­gra­fía Una fotó­gra­fa al desnu­do (Paname­rica­na, 2005), acer­ca­miento a la figura de la fotógrafa ita­lia­na Tina Modotti. Reseñas li­terarias, cró­ni­cas y artículos suyos han si­do pu­bli­ca­dos en diversos medios de co­mu­nica­ción en Co­lombia, México y Esta­dos Unidos. Des­de 1999 forma parte del comité edito­rial de la revista de poesía latinoa­meri­ca­na Prometeo y del equipo organizador del Festival Internacional de Poesía de Me­­dellín.