No. 141/CUENTO

 
La guerra de los cigarrillos


Rodrigo Martínez
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES, UNAM

 

Al amanecer todo mundo supo que no había ni un cigarrillo en el municipio. La gente fumaba mucho en esa región. Todas las mañanas, cuando Dámaso abría su tienda de abarrotes —la única en todo el pueblo—, los vecinos ya habían formado una larga fila para adquirir tabaco. Fue como nos enteramos de la tragedia.

rmartinez1.jpgAl principio se pensó que todo había sido urdido por las autoridades. Durante los últimos meses, el cáncer de pulmón había terminado con un montón de vidas. Otros creyeron que Dámaso mintió cuando dijo que los distribuidores no le habían surtido el producto. El viejo, que siempre era perseguido por las mujeres del pueblo, como ocurre con cualquier hombre con dotes, no era un tipo en quien confiar. Seguro había planeado la escasez de cigarrillos en la oscura bodega de su tienda. Y todo para inflar el precio del tabaco, incrementar sus ganancias y gozar de esas mujeres interesadas que nunca rechazaba.

Pero en aquella ocasión nadie estaba seguro de la verdad. Los fumadores, atrincherados como palomas en el templete de la catedral, exigían tabaco. Gritaban toda clase de protestas y silbaban desesperados. Sudaban. Otros recorrían las inmediaciones de la tienda con pies descalzos y machetes enfundados. Tenían costras en las manos y en los tobillos. Parecían babear cada vez que alguien mencionaba la carencia de tabaco. La plaza del pueblo era visible desde la tienda de Dámaso. Ese día estaba repleta de mujeres y niños, de ancianas comentando los rumores y de jóvenes ansiosos. Al cabo de unas horas comenzó el desorden. Los fumadores arremetieron contra las puertas y las ventanas de la tienda. Lanzaron piedras y palos para quebrar los cristales. Intentaban atemorizar a Dámaso encendiendo antorchas y clavando machetes en las paredes del inmueble. Ingresaron en la tienda tropezando unos con otros. También intentaron abrir la bodega para hurtar los cigarrillos que, según pensaban, habrían sido escondidos por el comerciante.

Dámaso tenía fama de cobarde, pero salió de la bodega y enfrentó a la turba. Vestía un mandil cubierto de harina y manteca, una camisa gris y pantalones vaqueros. Era un viejo con manos gordas, párpados caídos y cuello de gallina. Tenía un estómago prominente y piernas delgadas y pequeñas. Con las manos en alto, gritando hasta donde su voz se lo permitía, dijo que aún no tenía cigarros, que seguro en pocos días llegaría un nuevo cargamento. A pesar de la versión del comerciante, la muche-dumbre se lanzó sobre él sin miramientos, convencida de que todo era un truco del abarrotero. El viejo se escurrió hacia el interior de su negocio. Los invasores querían lincharlo, encender leña verde a sus pies y hacerle ver cuán inconveniente era su mentira.
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Alguien prendió fuego a la bodega. Como estaba recubierta con madera, las llamas se propagaron inmediatamente. La gente comenzó a replegarse. Los amotinados caían al suelo, uno a uno, y mentaban madres o lanzaban golpes por doquier. De pronto los cientos de pobladores que estaban allí, entre protagonistas y metiches, formados desde la madrugada, convirtieron la calle en un cuadrilátero gigantesco. Brotó la sangre. Los infantes gritaban y las mujeres gemían. Había hombres en el suelo, perros ladrando, cenizas batiéndose en el aire y saqueadores clandestinos extrayendo la mercancía. Hubo quien luchó con machetes afilados. También se utilizaron armas de fuego y toda clase de artefactos para causar heridas a cualquier adversario. Las casas se convirtieron en trincheras. Volaban piedras desde la catedral, que fue aprovechada como una enorme fortificación. La plaza se cubrió de antorchas y las calles de polvo y batallas épicas.

Todo fue desorden y violencia; muerte e incertidumbre. El pueblo se convirtió en ceniza, casas derruidas, botellas y cristales regados. Había machetes cubiertos de sangre, rocas arrumbadas junto al cuerpo de algún difunto y cruces y altares con el nombre de los caídos. Había heridos en el suelo y niños llorando con las barrigas infladas como si fueran pájaros enfermos.

La policía estatal arribó más tarde. Sólo halló cadáveres y mujeres enlutadas. Un centenar de elementos vino desde la ciudad para reforzar a los diez oficiales de nuestra localidad, que se erigía en la cima de un cerro y en medio del bosque, a unos trescientos kilómetros de la capital. Las camionetas, los rifles y los cuerpos de rescate fueron inútiles. La guerra de los cigarrillos había culminado.

Pasaron los funerales. El alcalde renunció en el transcurso de esa misma semana. Dicen que lo hizo justo cuando la gente se disponía a lincharlo. Hubo un montón de velatorios. La población disminuyó de manera notable. Día a día el panteón se colmó de viudas y huérfanos con flores y ofrendas en las manos, con recuerdos y lágrimas en los ojos.

Semanas después del conflicto, un camión empolvado llegó al pueblo. Estaba irreconocible por la cantidad de ramas y hojas que lo cubrían. La gente lo miraba con sospecha. Había temor por el ambiente enrarecido. El vehículo traía un cargamento de tabaco. La entrega de la mercancía se había retrasado por una obra en la carretera Internacional. El chofer supo que Dámaso desapareció. Nadie lo vio después de la tragedia. La tienda de abarrotes estaba destruida y llena de pintas que calificaban al dueño de ladrón e hijo de la chingada. El comerciante, si es que aún vivía, nunca retornó al municipio.

Ante la mirada de los pobladores, que se acumularon como un rebaño a la salida del poblado, el chofer, quien temía que la gente se abalanzara sobre el convoy, tuvo que manejar de vuelta a la capital con la carga completa. La gente miraba el camión con tristeza. Brotaron lágrimas. Los rostros se cubrieron de sudor. Manos y piernas les flaqueaban como si fueran cabras recién paridas. Todos permanecieron inmóviles, contemplando la partida del vehículo cual viejos gatos arrumbados en una marquesina. 

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Ilustraciones de Itzel Paola Montes Quezada, ENAP-UNAM