No. 146/POESÍA DE COLOMBIA

 

 Ricardo Silva Romero
(Bogotá, 1975)

 


Poética

 

El poema quiere ser un solo día, de la mañana a la noche, un día entero con todas las cosas de todos los días. Se parece a la mano abierta que se cierra. Y podría confundirse con una caja que siempre que se observa tiene otra voz adentro. Pero en verdad es una cerradura por la que se asoma lo que nos es­tá pasando en este preciso mo­mento. Un pequeño pentagrama que carga la melodía del que lee.




CONTRA TODOS LOS PRONÓSTICOS DESPIERTA.
Pero el mundo es un lugar borroso, como siempre,
y su mano, que se declara independiente de su cuerpo,
busca sus gafas como una duda en cuerpo y alma.
En el reloj de la mesa de noche son las siete y diez,
y esa hora, hecha a pedazos viejos,
es el punto sin regreso de su día,
la primera frase del relato por venir,
el símbolo invisible del destino
y de la tragedia discreta de estar vivo,
que es la de amanecer, a pesar de la conciencia,
para recibir el mundo como un limón abierto,
o como un saco permeable, si se quiere
y no se entiende bien aún eso de abrirse al mundo
como una pequeña cámara
que puede oler y sentir y probar
las frases que hacen cada página del mundo.

Réquiem (1999)




19



Santa Fe de Bogotá es ciertas calles
que nacen en un sur de mapas viejos,
vienen desde el oriente del único sol
y se cruzan, esquina por esquina,
como espejos de las manos
o encrucijadas para ofrecerle el alma al diablo
(otro sultán sin nombre: otro agujero).

Santa Fe de Bogotá es cualquier ventana,
pues todas las ciudades son fachadas,
y no hace falta un guía indiferente,
o mil novelas sin comienzos ni tragedias,
para entender que su mutismo,
como las líneas de mis manos,
es parte de un mundo que gira desde el sur
hasta el oriente.

El libro del sol (1997)




ASISTE, DE MAÑANA, A TODAS MIS ESCENAS. 
Sé testigo de mi vanidad, de mi orgullo, de mi envidia.
Escóndete debajo de las camas, detrás de las puertas,
en los descansos mal iluminados de las escaleras,
mientras trato de serle fiel a mi propio personaje.
Adviérteme, en la tras escena de mis hábitos,
los lugares comunes que visito.

Llena mi vía de señales de tránsito secretas,
“Gire con precaución”, “Bifurcación”, “No pase”,
o deja caer algo, un lápiz, una taza de té vieja,
si pierdo la cabeza en los bordes de mi cuerpo,
si me abrigo con la ropa de los días perdidos,
si las mismas melodías no llegan, en paz, a mis oídos.
Recuérdame —a las 2 y 12 se olvida el principio—
la fidelidad sagrada a las palabras.

No debo perder mi vida. Debo quedarme quieto.
Mis instintos se aferran a una rutina, Dios,
porque no tengo otra manera de sanarme.

Una oración por Dios (2004)




ME SIENTO, EN EL BORDE DE LA CAMA, FRENTE A NADA,
como si el único sentido de mi vida —eso es: de esto se trata—
fuera guardar el sueño profundo de María.

Preserva, Dios, su cara de niña en la orilla del tiempo,
y dame la vida para decirle “sí” a sus palabras sueltas,
para recibirla al final de sus pesadillas injustas, 
para salvarla del frío que rueda por las ventanas
de estas tres habitaciones en tregua.
No te dignes a responderme si merezco
estar aquí, en su madrugada, en el suspenso
de su respiración, de su frente sin fiebre,
de sus gestos perdidos en el cielo de los gestos,
porque las voces ajenas le dan tanto miedo
como los pasos en el piso de arriba.

Si sólo puedes dar un paso, si sólo te queda un deseo,
protege a mi María de la noche

Una oración por Dios (2004)


 Belleza despierta, fotografía digital, 30 X 20 cm, 2007














101


Y él le dijo “estoy cansado, Marta”,
pero quería decirle en voz alta
que hubo un tiempo, una edad, un día
en que sus plegarias fueron escuchadas.
Y ella fingió que no estaba ahí,
que estaba en el cuarto del lado,
porque temía a los ruegos ajenos
como a las conjeturas del futuro.
Y el frío detuvo a la noche
hasta las dos de la madrugada
a la espera de un consuelo
que sólo nos llega cuando niños.
Y alguno de los dos dijo en voz baja
“son las dos: es hora de acostarnos”
convertido en el único adulto
en esa oscuridad incuestionable.

(2006)




401


Y Dios le dijo “te he quitado de las manos
el mejor amigo que pudiste tener,
la esposa que te hizo tan feliz,
el orgullo de ser la persona que eres,
como el sol arruina a los helechos altivos,
o la lluvia deja a los árboles sin piso,
y te has quedado quieto, sin plegarias
ni súplicas de último minuto,
igual que el hombre que dice, sin decir,
‘Señor, confía en mí, vete de viaje,
no me des la vida que quieres para mí,
no me des lecciones a destiempo’”.

Y él se fue quedando dormido,
entre las voces de todas las noches,
como una hoja que ha querido caer,
pero sólo caerá cuando Dios quiera.

(2006)


 


Ricardo Silva Romero. Estudió li­te­ratura en la Universidad Javeriana e hi­zo un master en cine en la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de la obra de teatro Podéis ir en paz (1998), el libro de cuentos Sobre la tela de una araña (Arango Editores, 1999), la página de in­ternet de ficción (ideada junto con el fa­llecido Germán Pardo García-Peña) www.ricardosilvaromero.com (2002), el poe­ma­rio Terranía (Planeta, 2004), la bio­grafía Woody Allen: incómodo en el mun­do (Pa­na­mericana, 2004) y las no­velas Relato de Navidad en La Gran Vía (Alfaguara, 2001), Tic (Seix Barral, 2003), Parece que va a llover (Seix Ba­rral, 2005) y El hom­bre de los mil nom­bres (Seix Barral, 2006). Es comentarista de cine de Sema­na y columnista de SoHo. Sus relatos han aparecido en más de vein­te anto­lo­gías editadas en Colombia, Mé­xi­co y España. Ha sido colaborador de publicaciones co­mo Arcadia, Gato­par­do, El Malpensan­te, Babelia, Nú­me­ro y Piedepágina.