No. 145/CUENTO

 
Julianada Concepción


David Pruneda Senties
Kusco



Para Ana

Cuando Julián encontró a Jesucristo muerto en el es­tacionamiento, supo que la cosa iba en serio. Esos bra­vucones de secundaria eran pe­ligrosos y no bromeaban. Se lo ha­bían advertido; no, lo ha­bían ame­nazado de la manera más bru­tal, con un “eh” y un empujón en el hombro izquierdo.

La semana pasada, Julián ha­bía visto a los tres pu­bertos robar la cartera de la maestra que cui­daba a los de primaria los jueves en la tarde, mientras llegaban los profesores de los talleres ves­per­ti­nos. Ese jueves no se quedaron muchos alumnos después de cla­ses por­que el viernes era festivo y la mayoría de las familias qui­so empezar el puente desde la recogida de los ni­ños a las dos y cuarto. La maestra había salido a arre­glar asuntos de maestras, cuando esos mastodontes de se­cun­daria entraron como ladrones profesionales al sa­lón, sabiendo exactamente dónde estaba lo que bus­ca­ban y cómo conseguirlo. En el momento en que em­pren­dían la huida, los tres se percataron de la pre­sen­cia del único niño sen­tado al fondo junto a la ventana. Rodrigo Benítez, el mastodonte al­fa y uno de los cua­tro alumnos de la escuela que ya tenían barba, se acercó a Julián y le dijo que si los acusaba con alguien, iban a ma­tar a quien lo confesara, sobre to­do a su mamá o a su papá. El ni­ño de segundo de primaria, tem­blan­do como un chihuahueño recién ba­ñado, no abrió la bo­ca. Rodrigo Be­nítez selló la amenaza con el “eh” y con el golpe de su dura pe­zuña en el hombro de Julián. Los delincuentes se fueron corriendo en­tre risas mitad triun­fadoras y mi­tad nerviosas, espantando a las palomas en el patio.

Cuando el robo salió a la luz, nadie sospechó de Ju­lián, el niño más aplicado y mejor portado de su sa­lón, pero sí le preguntaron si había visto algo. De nuevo, no di­jo ni pío. El lunes, la directora de la escuela anun­ció en la cere­mo­nia cívica que iniciarían una in­vesti­gación y que la primaria es­ta­ba castigada hasta nuevo aviso. No especificó el castigo, lo que lo hacía todavía más temible para los alumnos. Ese mismo día, en el ca­mino de regreso a la casa, Teresa Domínguez pre­sin­tió que su hijo, en lugar de la mo­chila de camuflaje, cargaba una preo­cu­pación sobre los hombros.

—¿Qué te pasa, Julián?

—Nada, mamá.

—¿Seguro? Estás muy serio.

—Nada, mamá, de veras.

Ella detuvo la caminata y miró a Ju­lián a los ojos.

—Oye, sabes que puedes decir­me cual­quier cosa.

—Sí, mamá.

—¿Entonces?

—Nada.

Teresa Domínguez abrazó a su hijo.

—Bueno, no voy a obligarte a que me lo digas a mí, pero si algo te mo­lesta, siempre puedes ha­blar­lo con Je­sucristo, re­cuér­dalo.

—Sí, mamá.

Los dos continuaron el regreso en silencio.

Después de la comida, Julián fue a jugar futbol co­mo todos los días antes de hacer la tarea. Era un tron­co, pero le gustaba la cáscara y siem­pre le echaba todas las ganas en cada partido. Esto nun­ca evitó que fuera el último en ser escogido a la hora de hacer equipos. Además, el futbol no era el único atrac­tivo que tenía salir a la unidad en la tarde: el ca­mino a la cancha pa­saba por el edificio donde vivía Mariana Medina, la chi­ca más bonita del mundo. Iba en tercero de secun­da­ria y todo el tiempo tenía novio, uno distinto cada mes, más o menos. La mamá de Julián y la de Mariana se ha­bían hecho amigas hacía cuatro años, cuando esperaban a que terminara la clase de natación de sus hijos. Mien­tras veían hacia la alberca desde la vitrina de la cafe­te­ría, la señora Domínguez y la señora Me­di­na habían aprendido juntas el punto de cruz y el bor­dado. Cuan­do la acuática cerró debido a una demanda por acoso se­xual, su­pues­tamente de un ins­truc­tor hacia una de las niñas del equipo de competencias, las se­ño­ras no de­ja­ron de fre­cuentarse. A veces salían al tea­tro o a to­mar un ca­fé, y en la mayoría de las ocasio­nes Julián era lle­vado a casa de Mariana pa­ra que no se quedara solo. No era la mejor niñera, se la pa­saba en el teléfono. Sin embargo, cada vez que Julián le pedía al­go, ella se lo traía con una enorme y perfecta son­ri­sa.

Con balón en mano, Julián veía a Ma­ria­na sentada con sus amigas en la es­cale­ra de la entrada, hable y hable como coto­rras; esto le molestaba de las niñas de su salón, pe­­ro en ella era distinto. Siempre que Ju­lián pasa­ba junto al grupo, Mariana lo saludaba con esa son­risa que tanto le atraía. Una vez el balón sa­lió dis­­pa­rado fuera de la cancha. Julián gritó: “¡Bolita!”, y Mariana regresó la pelota pa­teándola como niña (con lo torpe que era, él tam­poco ti­ra­ba muy bien, sin una gota de puntería, pero de todas ma­neras, no le pegaba tan mal como las ni­ñas). Ella vol­vió a sentarse y si­guió platicando. Julián recibió el balón con el mismo gusto con que recibió su Nintendo la Na­vidad pasada.

Aquel lunes por la tarde —el día del hallazgo—, Ju­lián no caminó junto al edificio de Mariana porque al­go llamó su atención en un rincón del estacionamiento. Se acercó con más curiosidad que miedo. Detrás de un coche rojo y entre los botes de basura estaba Cristo. Julián lo reconoció; era igualito al del crucifijo arriba de su cama y de la cama de sus papás. Iba vestido de manera distinta (con unos pantalones color cemento, rotos en las rodillas y el dobladillo, y una chamarra ver­de oscuro demasiado grande para él), pero su cara era la del hijo de Dios. Tenía la misma barba larga, tu­pi­da y un tanto descuidada que se amoldaba sua­ve­mente al rostro de su dueño —no como la incipiente e hir­su­ta barba de chayote de Rodrigo Benítez—, el mis­mo cabello ondulado hasta los hombros habitado por nu­dos de pelos que formaban caireles, la misma mu­gre en la frente y los pómulos. Pero sobre todo, tenía la misma expresión delicada, benevolente, con los ojos cerrados y la boca entreabierta. El Rey de Reyes, co­mo le decían en las películas, no se movía de su posi­ción estirada entre la basura, como si lo hubieran ba­jado de la cruz sin flexionarle una sola articulación. Entonces Julián cayó en la cuenta de que estaba vien­do las consecuencias de lo que había hecho al llegar a la casa: arrodillado al pie de la cama, codos sobre su colcha de piratas, manos entrededadas y párpados bien apretados, pidió a Jesucristo que fulminara, como con una pistola desintegradora, a Rodrigo “el masto­don­te” Benítez y, después, sin saber lo que pasaría, le con­tó por qué quería que lo hiciera.

El niño de ocho años se alejó del rincón del esta­cio­namiento corriendo más lento que nunca; llevaba la culpa a cuestas.

Al día siguiente, Julián se despertó con la misión de reparar el daño por dos sencillas razones: primero, por­que el mundo no podía estar sin su Salvador, y se­gundo, porque si Cristo no podía, ¿quién iba a licuar a Rodrigo Benítez por él? Le daba un miedo cerval en­fren­tarse al mastodonte alfa él solo, sin la ayuda de quien, según su mamá, era todopoderoso. Julián re­fle­xionó un momento: si alguien como Rodrigo Bení­tez pudo matar a Jesucristo, entonces no era tan poderoso como su mamá decía. Por otro lado, pensó, seguro lo ha­bían agarrado desprevenido. Julián recordó las in­con­tables ocasiones en que había recibido, por no estar atento, un balonazo en la cabeza cuando jugaban los de sexto y concluyó que, de haber sabido que la pelo­ta venía hacia él, se hubiera quitado o, por lo menos, hubiera metido las manos. En la próxima, y cuando su misión tuviera éxito, le diría a Cristo que se cuidara de Rodrigo Benítez, el de tercero de secundaria.

Para tener cierto fundamento teórico y para saber cuá­les eran los pasos a seguir, durante todo el tra­yec­to de su casa a la escuela Julián intentó acordarse de las clases improvisadas de catecismo que su madre le ha­bía dado hacía dos años. Las lecciones se llevaron a cabo en el estudio de su papá, utilizando la Biblia mi­lenaria de los abuelos —un libro pesadísimo y lar­guí­si­mo de bordes dorados— y al compás del único reloj en el mundo que parecía ir más lento a medida que las seis de la tarde —hora que su mamá había fijado co­mo final de la clase— se acercaban.

Cuando entró al salón a las ocho de la mañana, Ju­lián recordó que primero necesitaba al Espíritu Santo que, de acuerdo con su madre, era una paloma blan­ca. El niño de segundo año pasó medio día escolar mi­rando por la ventana la cantidad malsana de palomas que poblaba el patio de la primaria. Aquellos pájaros siempre habían estado ahí, alimentándose de la co­mi­da tirada por los niños. Pero hasta ese momento Ju­lián se dio cuenta de que se podía hacer algo más con ellos, además de arro­jar­les piedras y puñados de lo­do cuando bajaban de los edificios para comer las mi­ga­jas de pan de los sándwiches o la pedacería de papas fritas que quedaba al fon­do de las bolsitas me­ta­liza­das. Desde que tuvo uso de razón, su mamá siempre le dijo que no se acercara a las palomas, que estaban llenas de bi­chos y que podían trans­mitirle enfer­me­da­des horribles. Pero ésta era una situación extrema; de­bía conseguir una paloma ur­gen­te­mente, an­tes de la salida si era posible. El problema era que Julián sólo había visto dos palomas blancas, las demás eran de co­­lo­res (azules, negras, café cla­ro, grises con tor­nasol en el cue­llo y el pecho). La maestra, al notarlo distraído, le pidió que fue­­ra a entregar los acu­ses de re­cibo del gru­po a la di­rec­ción ge­neral. La cir­cular ha­bía sido emi­ti­da por la escuela para informar a los padres del robo de la semana ante­rior. El encargo agradó a Julián, fue una excusa para alejarse de sus pen­sa­mien­tos; aun­que también lo asustó, puesto que ir a la di­rec­ción ge­neral implicaba pasar por la secundaria.

Con los acuses crujiendo y empapándose en su ma­no, Julián pasó por los dominios de Rodrigo Benítez como el avión Stealth que pendía de un hilo de nylon sobre su colcha de piratas. No había nadie en el pa­tio, lo que facilitó su andar furtivo. Pero sintió que en cualquier momento alguien lo descubriría por el rui­do que sus huesos de chihuahueño hacían al chocar en­tre sí. Todos sus sentidos estaban en alerta roja pa­ra captar cualquier amenaza. Pasó junto a los sani­ta­rios y escuchó risas salir del baño de mujeres. Solamente oyó fragmentos de la plática y una voz que decía:

—…qué te pasa, si yo soy virgen— era la voz de Ma­riana Medina. Julián imaginó esas palabras escu­rrir­se entre los dien­tes parejos, hermosos y blan­cos como la paloma que nece­si­ta­ba. Automáticamente des­pués de la confe­sión de Mariana, todas las mucha­chas que se encontraban con ella estallaron en una fuerte carcajada; el eco pro­du­ci­do por los azulejos incre­men­tó la sonoridad de ma­ne­ra considerable. Julián recor­dó el elemento que le ha­cía falta a su plan: una virgen. Ma­riana era una, con razón tenía esa son­risa divina. En­tregó los acuses de re­cibo en la dirección y pegó una carrera a la prima­ria haciendo el menor ruido posible, no fuera a ser que el mastodonte alfa tuviera un oído su­perdo­tado.

Julián invirtió el tiempo de su recreo en la bús­que­da del Espíritu Santo. Corrió de un lado a otro del pa­tio saltando como ga­to para atrapar a una de las dos palomas blancas. Algunos niños se unieron a él pen­sando que era un jue­go nuevo; ninguno le preguntó de qué se trataba o por qué lo hacía, simplemente se de­dicaron a corretear a las palomas. Esto entorpeció en gran medida la tarea de Julián pues los pájaros espaciaron cada vez más sus aterrizajes en el piso y em­pezaron a volar de edificio en edificio. Ninguno de sus esfuerzos dio frutos hasta que sonó la chicharra y el ba­lón de los de sexto llegó a los pies del niño de se­gun­do. “¡Bolita!” Julián, como el tron­co que era, pateó la pe­lota con toda su fuerza y con una pizca de frus­tra­ción. El balón no se dirigió a los de sexto, sino que sa­lió dis­parado hacia arriba. Al verlo en el aire, todos die­ron el balón por perdido en la azotea de uno de los edi­fi­cios, pero una paloma completa­men­te blanca se cruzó en la trayectoria del esférico. El ave quedó aturdida y cayó al patio, cerca del misil que la había derribado. Al ver que la paloma no se movía, Ju­lián corrió hasta su Es­pí­ritu Santo y lo envolvió en el suéter azul marino. Nun­ca pensó que su tronquez en el futbol serviría de algo.

Para las dos y cuarto, Julián ya tenía al Espíritu San­to envuelto en el suéter, y Mariana Medina, la virgen, sal­dría en cualquier momento por la puerta de la es­cuela. Con todo reunido, no sabía qué hacer. Según la madre de Julián, Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; pero qué quería decir eso, no tenía ni la más remota idea. En ese momento, vio que la virgen se acercaba del brazo de su novio de no­viem­bre. Era ahora o nunca. Julián se armó de valor e in­ter­ceptó a Mariana. Se puso frente a ella, extendiéndole el suéter.

—Toma, Mariana— dijo con voz temblorosa.

La muchacha, confundida y risueña, recibió el re­ga­lo sin preguntar nada. Julián se echó a correr, con­fiando en que ellos sabrían qué hacer; después de todo, eran la virgen y el Espíritu Santo.

 

 

Tres meses devoraron las uñas de Julián. Cuando es­tuvo a punto de perder la esperanza de que el plan hu­biera surtido efecto, escuchó a su mamá decirle a su papá que Mariana Medina, la hija de Alejandra Me­di­na, la de la natación, iba a tener un hijo y que dejaría la escuela. La mamá de Julián dijo que nunca más vol­verían a llevarse con esa gente. Después, sus padres continuaron hablando de la creciente población de por­dioseros que merodeaba en la unidad, predicando bar­baridades y asustando a los niños.

Julián estaba feliz, todo había salido a la perfec­ción. Sin embargo, no quiso adelantarse, necesitaba una prue­­ba de que Jesucristo ya estaba trabajando de nue­vo. Esa misma noche, antes de ir a la cama, volvió a arro­di­llarse sobre la alfombra de su cuarto y, al igual que tres me­ses atrás, pidió que Rodrigo Benítez, el de ter­cero de secundaria, fuera fulminado. Esta vez, Julián se ase­gu­ró de aconsejarle al Salvador que se cuidara del mastodonte alfa, que no lo agarrara desprevenido.

El día siguiente amaneció con la peor tormenta eléc­trica en una década. No estaba lloviendo, pero el cie­lo parecía una lámpara de neón a punto de fundirse, como las de los salones de clases. La mamá de Julián llevó a su hijo en coche a la escuela; su marido había dicho que era más seguro que caminar. En el breve tra­­yecto, Julián sintió cada uno de los truenos vibrar en sus pulmones. Cuando llegaron a la escuela se en­con­traron con un tumulto; había patrullas y hasta una am­bulancia. Todo indicaba que no habría clases ese día. Teresa Domínguez preguntó a las madres de familia de secundaria, que llegaban media hora antes a dejar a sus hijos, qué había pasado. Éstas le dijeron que, al parecer, un rayo había caído sobre Rodrigo, un mu­cha­cho de tercero, dejando solamente un charco marrón, las bermudas color beige y los tenis blancos que traía puestos, con los calcetines en el interior. Al escuchar esto, Julián sonrió con la agradable sensación de sa­ber que Jesucristo estaba de vuelta y, lo más importante, de su lado.

 

 


 

David Pruneda Sentíes (Ciudad de México, 1985). Cursa la carrera de letras inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado cuento en Punto de partida y Textofilia. En 2005, recibió mención honorífica en el certamen de cuento del 8° Festival Universitario de Día de Muertos (Diles que no me maten: a 50 años de Pedro Páramo). Obtuvo mención honorífica en cuento en dos emisiones consecutivas del Concurso de Punto de partida. Fue finalista en el concurso-taller en línea Ca­za de Letras con el seudónimo de Kusco.