No. 145/ENSAYO

 
La dualidad de la decadencia


Rodrigo Martínez



 Todo relato de un suceso amoroso lleva a la con­sumación de un desamor. Toda ilusión aca­rrea desaliento. Se dice que Rosenda (1946) es la mejor novela de José Rubén Romero porque po­see uno de los personajes femeninos más genuinos de la literatura mexicana. Esta afirmación es precisa, pe­ro Rosenda es una obra magistral no sólo por la pro­tagonista, sino porque resulta un caso singular en el universo literario de su autor. Fue la última pieza es­crita por el michoacano. En ella hay una clara ex­pre­sión alegórica —señal que caracterizó toda su estética narrativa—, así como un tono pesimista que acabó por revelar la visión final del escritor. El desamor o desi­lu­sión son los ejes de esta obra. Ambos dan forma a la dualidad de una decadencia.

Rosenda confronta la poética habitual de quien la con­cibió. En ella no hay elementos picarescos ni ma­la­bares verbales, mucho menos el humor de un Pito Pé­r­ez o el ambiente descarnado que aparece en Des­bandada (1934). Rosenda, considerada un cuento lar­go por algunos, es una viñeta de provincia que muestra la decadencia de dos ilusiones: la del amor y la del bie­nestar. El mundo individual y el ámbito político apa­re­cen como uno solo. El desengaño de una muchacha exiliada por un error adolescente es paralelo al de­sen­canto de un pueblo con la Revolución. La joven pier­de la fe en el amor mientras que la patria, que es la otra gran intérprete de esta historia, es dañada en carne y espíritu por un puñado de hombres que hicieron de la rebelión un acto de pillería.

La estética de esta novela se vincula con otras ex­presiones de su época. Hay un pesimismo que retrata el desengaño causado por la verdadera gesta revo­lu­cio­naria;  es decir, aquella donde se conformaron mu­chos frentes —todos dispersos— en los que se colaban au­ténticos pillos o simples oportunistas. Sólo que, en es­te relato, el acto de incredulidad está encarnado en dos fi­guras: una mujer y un pueblo. Rosenda y Tacámbaro son los verdaderos personajes de esta ficción. La pri­me­ra es la recreación de la tierra michoacana; el segun­do personifica una colectividad que nunca vio la mate­ria­lización de sus anhelos de justicia y bienestar.

El argumento es muy sencillo. En me­dio de la fie­bre revolucionaria —la cual todavía no al­canza la to­ta­lidad de Michoacán—, Salustio desea pedir la mano de su novia. El arriero recurre al abarrotero de Tacám­ba­ro para que éste vaya a Pino Solo y haga la petición. El mercader cumple el favor, pero el pa­dre de la jo­ven, ofendido por el noviazgo clandestino, la echa de casa. De vuelta al pueblo, el tendero pide a doña Pom­posa que albergue a Rosenda mientras él bus­ca al pre­ten­dien­te. El prometido ha huido y ahora el comerciante tiene que mantener a la muchacha. La vieja y el nuevo tu­tor se encariñan con Rosenda quien, a pesar de su si­len­cio, se muestra laboriosa y pers­pi­caz. Pomposa fa­llece y la relación entre el mercader y la jo­ven pros­pera hasta convertirse en intimidad. El pue­blo co­mien­za a juz­gar­los. Los amantes tienen que sepa­rar­se porque la vio­len­cia armada y el recelo local ame­na­zan la vida de la adolescente. Ella emigra a Mo­relia y espera al de­pen­diente en vano. El hombre, so­me­tido a las volte­re­tas de la Revolución, nunca logra reen­con­trarla.

La imagen femenina es una síntesis de la provincia michoacana. Vemos a una persona noble y abnegada; una mujer que, a pesar de sus maneras recias, no pierde la lozanía característica de la adolescencia. To­da la obra —el conjunto de lo relatado y la tot­ali­dad de la se­mán­tica que contiene— están dominados por la imagen y el temperamento de la protagonista. Además de una figura notablemente verosímil, Ro­sen­da es un arquetipo literario de los pueblos remotos de Michoacán. Ella encarna la tierra y la delicadeza. Hay un relato análogo que comparte con Rosenda la cons­trucción de una alegoría: La tierra pródiga, de Agus­tín Yáñez, novela mayor cuya arquitectura también contiene la expresión de una dualidad encarnada en el paralelismo que fundan la mujer y la provincia.

Si bien Rosenda es la materialización de un mito ale­górico, también representa la lealtad de la gente mi­choa­cana, sobre todo de aquella que comparte as­pi­raciones trascendentes. En la novela, la sumisión de los pobladores parece una recreación de la fe co­lec­ti­va. Esta convicción muestra que la tierra, alimentada por sus habitantes, semeja a una gran mujer colmada de expectativas. Cuando la desilusión amo­rosa de la jo­ven­cita ejerce su maleficio, la región que la circunda, tam­bién en desencanto, se desploma en epi­sodios de te­mor y violencia. La dualidad de Rosenda brota del pa­rale­lismo existente entre el desamor fe­me­nino y el de­sa­lien­to de la provincia por las con­secuen­cias de la revuelta armada.

Rosenda significó un giro en la literatura de Rome­ro por su visión en torno a la mujer. A diferencia de El pueblo inocente (1934), donde el protagonista iba a ser engañado por una adolescente, la traición no ocurre de la mano de la muchacha, sino que va en contra de ella. Rosenda es una mujer sencilla. A los ojos del aba­rrotero es incapaz de cometer una ingratitud. Su des­tino es convertirse en el terreno para la batalla de los hombres. Despojada de su familia por la tradición, la muchacha pierde a su comprometido al tiempo que sur­ge un movimiento social presuntamente moderno. Ni el amor ni la Revolución —nada que resulte un cam­bio en su vida pasada— acarrean cosas favorables. De allí que la inocencia se vuelva un arma en su contra.

El choque de estos universos la obliga a la sole­dad. Tanto la tradición como la modernidad, el am­bien­te co­tidiano y los cambios que se avecinan, le deparan com­plicaciones. En tal desamparo no hay más alternativa que el pesimismo. El pasado y el fu­tu­ro aparecen som­bríos. Ni siquiera el progreso —sim­bo­lizado por las lec­ciones que el viejo imparte a Rosenda— sirve para erradicar los males. En el andar pesaroso de la joven, así como en la miseria del pueblo de Tacámbaro, se im­pone la decepción al tiempo que reina el temor y la incre­dulidad.

La dualidad en la figura principal de la novela ad­quiere significado cuando ocurren cambios o trage­dias. Rosenda siempre es perseguida por la mo­ral. Primero es expulsada de su propia familia. Luego, el pueblo de Ta­cámbaro la mira con recelo por su ro­mance con el aba­rrotero.

Si admitimos que la muchacha es una re­pre­sen­ta­ción de la colectividad, no es difícil percibir que la tie­rra michoacana —trasfondo y personaje en Rosenda— también es representada como una entidad sometida a las leyes de la tradición. La joven, en tanto imagen concreta, ha perdido el amor del seno familiar y tam­bién el de sus prometidos. La tierra, como cuerpo to­tal, no se despoja de los excesos de la ideología ni tam­po­co de sus carencias. Cuando llega la Revolución, la re­gión se modifica. El segundo exilio de la joven es un andar que va del rencor a la madurez. Del mismo mo­do madura el pueblo michoacano.

Aunque Rosenda no es una novela de contenido so­cial, ni mucho menos de tema político, la noción que contiene es de profundo escepticismo ante la gesta re­volucionaria. Se trata de una historia de amor y desa­mor. Sin embargo, la concentración del carácter fe­me­nino en la protagonista apunta hacia un sentido más abarcador. Al pretenderse una personificación de Mi­choacán, Rosenda se descubre como una alegoría don­de la mujer nativa y su pueblo fundan el pesimismo. La mirada de Romero es la de un pensador ante la his­to­ria regional. Lo que deja al lector es la versión lo­ca­li­zada de una tragedia indeseable; la imagen de un hecho que sólo trajo caos y descontento. El hecho que se­pa­ró a la mujer de su segundo amor.

Rosenda es una descripción de la metamorfosis in­dividual y colectiva. Aquí se puede atestiguar la ma­duración de una mujer que, conservando sus rasgos primitivos, se adapta a numerosas circunstancias. En cuanto a la tierra y sus habitantes —en esta ocasión adheridos como recreación de Tacámbaro—, ocurre lo mismo. La existencia más o menos fortuita del pue­blo, donde la gente tenía posesiones, vida y miserias, se corrompe con la Revolución. El problema radica en que, si en Tacámbaro había una ilusión por el movi­mien­to —y si es que había insurgencia—, ésta se de­senmascaró revelándose como mera pillería, como una vorágine donde delincuentes comunes y oportunistas obtuvieron provecho del desorden; sólo había mal­he­chores que iban de pueblo en pueblo, por toda la tierra, robando hogares, asesinando familias y violando mu­je­res. La dualidad decadente se consuma en este acto de vio­lencia contra la tierra.

A más de sesenta años de su publicación, y luego de haber sido llevado al cine por Julio Bracho en 1948, esta novela contiene uno de los grandes personajes de José Rubén Romero y uno de los mejores de la na­rra­tiva mexicana. Se trata de un ser que el autor des­cubrió durante la juventud en su pueblo natal; un ser que, convertido en literatura, es pleno y contundente. A pe­sar de ello, el verdadero empuje de Rosenda ra­di­ca en la intensidad de los conflictos y de los sen­ti­mien­tos humanos que la habitan. El amor lo es todo. En­car­na el principio y el fin, el ensueño y el de­sen­can­to. Como toda novela de primer orden, Rosenda logró una plas­mación con­cre­ta e intensa de la condición hu­mana.

La maduración de la protagonista es la debacle de su ilusión. Lo mismo pasa con el personaje que relata la historia. Él también padece por un amor inal­can­za­ble. De allí que asegure, aletargado y triste, que “una mujer siempre deja hueco, y el hueco de una mujer ab­sorbe por entero la vida de un hombre. No importa que sea fea, inculta, parlanchina y silenciosa; se aferra a nosotros como las manchas a un vestido viejo, sin que exista sustancia que nos la pueda arrancar”.

Todo relato de un suceso amoroso lleva a la con­su­ma­ción de un desamor. Y la historia, como el amor, es a veces una ilusión que se convierte en desencanto.

 

 


 

Rodrigo Martínez (México, 1982) es ensayista, narrador y comunicólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista, así como en el suplemento Confabulario (El Universal) y el diario El Financiero. En 2004 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Universitario Agustín Yáñez organizado por la revista Tierra adentro y el CONACULTA. Fue ganador del premio de cuento del XXXV Concurso de Punto de partida. Un año después recibió el premio de crónica del mismo certamen. Su trabajo periodístico ha sido incluido en las antologías Relatos periodísticos de la vida universitaria (2003) y Voces y narraciones periodísticas de universitarios (2004), editadas por la Agencia Universitaria de Noticias-AUNAM.