Literatura contemporánea de Portugal / No. 212
 



Português Suave: Crónica das nascidas nos finais dos anos 70

Ele nunca tocou nas filhas, nem num fio de cabelo, senhor guarda. Houve aquela vez da cadeira. Mobiliário pesado em ferro. Um acidente. Ficou com um travessão no pé esquerdo, talvez precisasse de levar pontos, cicatriz de tom rosado ao sol, já mal se vê. E ela tão boa nos diálogos: um travessão à superfície da pele faz falta para lhe apontar a impertinência da argumentação. A pele a indicar o sentido das palavras ao coração, senhor guarda. Uma gramática de afetos. E a mão, a manápula dele, numa aproximação à pista, que nunca aterrava, essa é a verdade, nunca aterrava, abria — no máximo — um túnel de vento, sacudia-lhe os cabelos para a frente dos olhos, mechas humedecidas num orvalho de lágrimas. E é isto. Ele nunca tocou num fio de cabelo das filhas. Ninguém pode ser acusado por trabalhar bem o suspense da agressão. Há tipos que ganham prémios em Hollywood por me-nos. Quantos esgotam o efeito dramático num gesto irrefletido? Quantos conseguem manter o equilíbrio do fio de prumo do terror anos corridos?

E diga-me você, senhor guarda, o que faria se lhe crescessem duas rosas num canteiro de enxovia? Olhe em volta. Linha de Sintra, anos 90: marquises fechadas sem autorização camarária, gordas em roupa interior a fumar à janela com filhos ranhosos ao colo, cheiro a doença, a sífilis apanhada no Ultramar, suor de transportes públicos, comida embalada trazida para casa em sacos de papel, frango assado em frente à televisão a ver o Carlos Cruz, a Bota Botilde, a conferir os números da Casa Cheia e aquele concurso em que eles se enfiavam todos num twingo. Quatro canais e uma hipoteca, o carro que só dá problemas. Mas temos carro, senhor guarda.

O que um pai pode dizer a duas filhas bonitas que crescem num ambiente destes? Se te apanho a fumar, mato-te. Pois, está claro. O que é que um homem no seu juízo perfeito, que já viu muita coisa, que já matou pretos na Guiné com a coronha de metralhadoras, pode dizer a duas flores que desabrocham de formas e de púbis e de ancas e de mamas num matagal de gandulos e de drogados e de violadores e de funcionários públicos a arrastarem os pés? Se te apanho com um preto, mato-te. Pois, está claro. E a ele esmago-lhe o crânio. Pois, está claro. É o que resta a um homem que trabalha, dizer coisas destas: garanto que te mato se levas essa saia, se te pintas desse jeito, se não apareces em casa antes das dez da noite. Ele nunca lhes tocou num fio de cabelo, senhor guarda. É o que resta a um homem, dizer estas coisas. Dizer estas coisas e a calibre 25, encostada ao tórax em vez do coração, por baixo do casaco de couro. Está a ver onde fica? No lugar do coração, uma semiautomática encaixada no coldre do peito onde, em outros tempos, houve sangue a ser bombeado, balas de açúcar e corantes, um sonho escondido, talvez. 

Em miúdas não lhe largavam as cavalitas; o pior é que crescem e vem o medo. Nem tinham grandes mamas, mas tinham atitude, uma cara a rebentar de sardas, formas vincadas, um jeito de andar que punha os tipos do café, agarrados ao cigarro e ao subsídio de desemprego, a pensar em agarrar a pila quando elas passavam para as compras, para a escola, para a catequese. O que é que um homem que já viu muito, já viveu muito, um homem que já matou animais — porque aquilo não era gente — no mato, faz nestes casos, senhor guarda? Arranja uma arma, claro está, ou várias, senhor guarda, porque aquela anedota da caçadeira atrás da porta para pai recente de meninas só tem graça para os que não as veem crescer, ter formas, e as podem guardar o tempo todo. Arranjar uma arma, senhor guarda, mostrá-la amiúde pelo bairro, sacá-la ao balcão ao terceiro café traçado a aguardente, apontar à cara do primeiro engraçado que se atreva, que se atreva, senhor guarda, a elogiar-lhe as filhas. O que mais um homem que trabalha pode fazer, senhor guarda? Isto e mantêlas trancadas em casa. Isto e mantê-las fechadas no quarto. Isto e correr os estores, afastar o mundo e deixar duas gretas de luz para que entrem Kafka e Camus e Joyce e Calvino e Borges e uma revista de adolescentes, com posters do Brad Pitt, escondida no fundo da mochila. Isto e dizer-lhes que, enquanto for ele a pagar as contas, é ele quem manda. Não houve melhor coisa que lhes pudesse dizer, senhor guarda. É isto que um homem pode fazer senhor guarda, sem lhes tocar, nem num fio de cabelo, erguendo as grades mais fortes do medo. Até que, senhor guarda, ele deixa de pagar as contas e de mandar.

Nenhuma família é perfeita, senhor guarda. Ele nunca tocou nas filhas. Consolame saber que as eduquei bem porque uma pessoa vai para velha. E num lar ou no diabo, elas vão saber cuidar do pai como ele soube cuidar delas: deixar-lhe a arma sobre a cabeceira a bordejar-lhe as têmporas e duas gretas de luz nos estores para que não se confunda no escuro a mão trémula do torturador.




Portugués Suave: Crónica de las nacidas a finales de los años 70

Él nunca tocó a sus hijas, ni un cabello, señor guardia. Sólo aquella vez de la silla. Los muebles pesados, de fierro. Un accidente. Se le clavó un travesaño en el pie izquierdo, tal vez necesitara algunos puntos de sutura, cicatriz rosa al sol, ya casi ni se ve. Y ella tan buena en los diálogos: un travesaño en la superficie de la piel es lo que falta para señalar la impertinencia de su argumentación. La piel indica el sentido de las palabras al corazón, señor guardia. Una gramática de afectos. Y la mano, esa manota de él, en un acercamiento a la pista, que nunca ate rrizaba, ésa es la verdad, nunca aterrizaba, abría —a lo mucho— un túnel de viento, le sacu día el cabello frente a los ojos, mechones humedecidos en un rocío de lágrimas. Y eso. Él nunca le tocó un cabello a sus hijas. Nadie puede ser acusado por trabajar bien el suspenso de la agresión. Hay tipos que ganan premios en Hollywood por menos. ¿Cuántos agotan el efecto dramático en un gesto no pensado? ¿Cuántos logran mantener el equilibrio de la plomada del terror años después?

Y dígame, señor guardia, ¿qué haría usted si le crecieran dos rosas en el suelo de la mazmorra? Mire a su alrededor. Línea de Sintra, años noventa: marquesinas cerradas sin autorización municipal, gordas en ropa interior fumando en la ventana con hijos mocosos en el regazo, olor a enfermedad, a sífilis contraída en el territorio de Ultramar, sudor de transportes públicos, comida empacada traída a casa en bolsas de papel, pollo asado frente a la televisión viendo los programas de entrevistas, las caricaturas, respondiendo las preguntas de los programas de concursos y aquella competencia en la que se metían todos en un Chevy. Cuatro canales y una hipoteca, el carro que sólo da problemas. Pero tenemos carro, señor guardia.

¿Qué es lo que un padre puede decirles a dos hijas bonitas que crecen en un ambiente como éste? Si te veo fumando, te mato. Eso, claro. ¿Qué es lo que un hombre en su sano juicio, que ha visto tantas cosas, que ha matado negros en Guinea con la culata de ametralladoras, puede decirles a dos flores que brotan en sus formas y en sus pubis y en sus muslos y en sus senos entre ese montón de vagos y de drogadictos y de violadores y de funcionarios públicos que arrastran los pies? Si te veo con un negro, te mato. Eso, claro. Y a él le aplasto el cráneo. Eso, claro. Es lo que le queda a un hombre trabajador, decir estas cosas: te aseguro que te mato si sales con esa falda, si te pintas así, si no regresas a casa antes de las diez de la noche. Él nunca les tocó ni un cabello, señor guardia. Es lo que le queda a un hombre, decir estas cosas. Decir estas cosas y la calibre 25, junto al tórax en vez del corazón, bajo la chamarra de cuero. ¿Ve dónde está? En el lugar del corazón, una semiautomática encajada en la funda del pecho donde, en otros tiempos, hubo sangre bombeando, dulces y colorantes, un sueño escondido, tal vez.  

De niñas las cargaba de caballito; después crecen y viene el miedo. Ni siquiera tenían grandes senos, pero tenían actitud, una cara que reventaba de tantas pecas, formas pronunciadas, una manera de andar que ponía a los tipos del café, aferrados al cigarro y al subsidio de desempleo, a pensar en agarrarse la verga cuando ellas pasaban rumbo a las compras, a la escuela, al catecismo. ¿Qué es lo que un hombre que ha visto tanto, que ha vivido tanto, un hombre que ha matado animales —porque ni siquiera son gente— entre matorrales, hace en estos casos, señor guardia? Consigue un arma, claro, o varias, señor guardia, porque aquel chiste de que los padres de muchachas jóvenes deben tener la escopeta atrás de la puerta sólo tiene gracia para los que no las ven crecer, tener formas, y las pueden custodiar todo el tiempo. Conseguir un arma, señor guardia, mostrarla a menudo por el barrio, ponerla en la barra al tercer café con aguardiente, apuntarle a la cara al primer gracioso que se atreva, que se atreva, señor guardia, a elogiarle a las hijas. ¿Qué más puede hacer un hombre trabajador, señor guardia? Eso y mantenerlas encerradas en casa. Eso y mantenerlas encerradas en su cuarto. Eso y cerrar las persianas, alejarlas del mundo y dejar dos grietas de luz para que entren Kafka y Camus y Joyce y Calvino y Bor ges y una revista de adolescentes, con pósters de Brad Pitt, escondida al fondo de la mochila. Eso y decirles que, mientras sea él quien las mantenga, él manda. No hubo nada mejor que pudiera decirles, señor guardia. Eso es lo que un hombre puede hacer, señor guardia, sin tocarles un cabello, levantando los muros más fuertes del miedo. Hasta que, señor guardia, él deja de mantenerlas y de mandar.

Ninguna familia es perfecta, señor guardia. Él nunca tocó a sus hijas. Me consuela saber que las eduqué bien porque todos llegamos a viejos. Y en un hogar o donde sea, ellas van a cuidar a su padre como él supo cuidarlas: dejando el arma sobre la cabecera rondándole las sienes y dos grietas de luz en la persiana para que no se confunda en la oscuridad la mano trémula del torturador.






Filipa Martins (Lisboa, 1983). Ha colaborado en publicaciones como Diário de NotíciasNotícias MagazineEvasõesRevista LER y Jornal i. Recibió el Premio Revelación en la categoría de ficción, otorgado por la Asociación Portuguesa de Escritores (APE), con Elogio do passeio público(Guimarães, 2008), su primera novela. Recibió también el premio Jóvenes Creadores del Club Portugués de Artes e Ideas, con el cuento “Esteira”. También ha publicado Quanta terra(Guimarães, 2009), Mustang branco (Quetzal, 2014) y Na memória dos rouxinóis (Quetzal, 2018). Es coguionista de la serie televisiva Três mulheres, que se estrena en RTP el segundo semestre de 2018. Tiene un programa semanal en Rádio Renascença de promoción del libro y la lectura llamado A biblioteca de.