68│Otros ecos / No. 212

Lucas







Lucas me enseñó a leer: tuvo la paciencia que mis padres nunca me tuvieron. Me cuidó cuando ellos salían y me daba chicles a escondidas de mamá. “No mastiques chicles, Silvia, pareces tortillera”, gritaba cada vez que me sorprendía. Jamás revelé quién me daba los chicles, es un secreto que guardo sólo para mí y para él. Lucas era mi hermano mayor, me llevaba diez años y se divertía más que los niños de mi edad. Cuando entró a la universidad mis padres se pusieron muy felices, aunque papá lamentó no poder comprarle un carro a su hijo. Lucas y yo siempre nos tuvimos confianza: yo le contaba de las niñas que me caían mal y él me hablaba de la chica que le gustaba. Recuerdo que se llamaba Rebeca; decía que era más guapa que Angélica María, yo creía eso imposible.

Hubo una temporada en la que nos distanciamos: él llegaba a estudiar y yo a aprenderme el interminable discurso que tenía que dar para el Día de la Bandera en la escuela. Ese día Lucas faltó a clases para ir a verme. Papá lo regañó y mamá lo tomó como un gran gesto de hermandad. “Tu papá se enojó porque sus hermanos nunca han sido unidos”, me dijo mientras lavábamos los trastes. El discurso fue en torno a la bandera de México y el valor que tiene en nuestra sociedad. Fue una construcción muy básica para mis ocho años. Mamá lo revisó y me dijo “ya pusiste muchas íes” y Lucas apuntó todos mis errores ortográficos. “Hay que leer más, hermanita.” Mis ideas y concepciones me parecieron interesantes, tanto así que quise aprenderme todas las banderas que había en el mundo. Inspeccioné la gran enciclopedia de papá y le pedí a Lucas que me preguntara los colores de cada una. Fui un fracaso. Mi hermano me explicó que es difícil aprenderse tantas cosas al mismo tiempo, me propuso que mejor nos aprendiéramos las de los países que vendrían a las olimpiadas, así sería más fácil. Nuestra meta era poder ver la inauguración en la nueva televisión e identificar a los países por su bandera. Las que más trabajo me costaba recordar eran las de Congo-Kinshasa y Sierra Leona, algunos de los tantos países que desconocía. En ese tiempo, Lucas y papá siempre discutían en el desayuno, en la comida o en la cena. A mamá ya le daba igual. En el verano discutieron sobre quién ganaría más medallas. Yo dije inocentemente que México, Lucas que la Unión Soviética y papá dijo enojado, con una mirada retadora, que Estados Unidos. Mi hermano se molestó y le dijo que eso era imposible, que los soviéticos estaban tremendamente preparados y que ganarían más de cien medallas. “¡Tonterías! Lo dices porque de seguro eres rojo”, le gritó papá. No entendí esa situación hasta unos años después. Mamá se levantó de la mesa, dijo “provecho” y me pidió que la acompañara, pero antes de que eso sucediera Lucas se levantó y azotó la puerta de su cuarto.

Durante esa época mi papá y mi hermano no se dirigieron la palabra, comían a horas distintas y, cuando cruzaban miradas por casualidad, las desviaban. Mamá estaba cansada de la situación, pero no sabía a quién darle la razón. Al final siempre se quejaba de que mi papá venía de una educación distinta y por eso no comprendía a mi hermano. Lucas y yo nos veíamos poco porque no estaba mucho en casa y regresaba tarde. Esto fue tema de discusión entre mis padres. Los sábados llegaba a mi cuarto y platicábamos. Yo le decía que la niña que me caía mal ahora era mi amiga y él que Rebeca quizá no era tan guapa como Angélica María, pero que le gustaba porque ella era real. Se me ocurrió preguntarle qué era lo que más le gustaba de Rebeca y me respondió que su forma de bailar. “Tú no sabes bailar, ¿verdad?”, me preguntó. Le dije que no con la cabeza y me tomó de las manos y me dijo: “Sigue mis pies y ve a donde te digan mis manos.” En ese momento no comprendí qué podían ver de divertido los adultos en bailar, si sólo se movían de un lado a otro como locos. Me dijo que eso era el rock n’ roll. Me habló de Elvis y de cómo movía las caderas. Escuchábamos el radio, mascábamos chicle y platicábamos de nuestros sueños. Alguna vez me dijo que sólo estudiaba para abogado porque era el sueño de papá, pero que el suyo era ser actor de teatro. Recuerdo que le confesé que yo no sabía qué quería ser de grande. “Nunca lo sabrás, sólo lo serás”, me dijo con toda seguridad. Me prestó algunos libros que prometí leer, le pedí que no tuvieran muchas páginas y que tampoco fueran de amor. Él siempre me decía que el amor lo era todo en la vida y yo me reía.

Un mes y medio antes de las olimpiadas, quise retomar la tarea de aprenderme de memoria las banderas de los países. Las dibujé en una libreta con mis colores y puse los nombres con pluma. Era una suerte que apenas hubiera iniciado el ciclo escolar porque tenía completos mis colores, recuerdo que siempre perdía el color rojo. Cuando terminé la bandera de la Unión Soviética, se la mostré a Lucas. Con mucho cuidado dibujé, debajo de una estrella, lo que me parecía una espátula y una media luna. A papá no le interesó para nada mi colección de ciento doce banderas, pero mamá me comentó que estaban muy bonitas. Matilde, la muchacha que nos hacía la limpieza, me dijo que debería hacer más dibujos para pegarlos en mi cuarto. Papá y Lucas seguían en la misma situación y, cuando se dirigían la palabra, mi hermano recibía los regaños y cuestionamientos por llegar tarde. Esa situación siempre terminaba igual. En mi misión de memorizar me fue bien, recordaba mínimo ochenta distintas. Mis favoritas eran las de México, Argentina, Liechtenstein y Grecia. Siempre confundía a Bahamas con Honduras Británica y a Yugoslavia con Costa Rica. La que siempre olvidaba era la de Zambia. Recuerdo que tenía color verde con diferentes franjas y un águila. Lucas investigó cómo era Zambia y me dijo que, en vez de una fiesta de quince años, debería pedirle dinero a papá para ir a Zambia y nadar con hipopótamos. “¿Te imaginas poder nadar con un hipopótamo?” Los dos nos reíamos y pensábamos en cómo seríamos si fuéramos una familia de hipopótamos. Un día, sin razón aparente, papá nos anunció que no iríamos a la escuela durante algunos días. Me sentí tranquila porque tendría más tiempo para estudiar las banderas, pero a Lucas no le pareció tan buena idea. También nos prohibieron salir de casa, aunque eso más bien era para él porque yo sólo podía jugar en el garaje o en el patio cuando venían amigas a la casa. Todos nos quedamos en la mesa, todos menos Lucas, que subió enojado, rojo del coraje y casi llorando. Papá sólo vio su plato de sopa y se levantó. Mamá no dijo nada.

Ya recordaba casi todas las banderas. Bueno, más de ochenta sí recordaba. Estudiaba todos los días. Lucas se encerraba en su cuarto a leer. No hablábamos para nada. Sin embargo, un día entró a mi cuarto, me ayudó a estudiar y le dije que sabía cuál era la de Zambia, se la dibujé rápidamente. Me miró dibujar y esperó hasta que terminara. Su mirada me hablaba de muchas cosas que no comprendí en ese momento. Estaba contento por mí, estaba feliz de que su hermana consiguiera lo que quería porque así debían ser las cosas. “Silvia, necesito que me hagas un favor. Necesito salir de la casa sin que mis papás se den cuenta.” Le pregunté por qué se quería ir y me dijo que Rebeca estaba en problemas. “A cambio te voy a dar estos chicles.” Le dije que sí, aunque realmente no lo hice por los chicles, más bien fue por la complicidad que compartíamos de toda la vida. Esa tarde distraje a mamá mientras Lucas saltaba la barda de la casa. Subí rápidamente a su cuarto y cerré la ventana sin hacer ruido. Habíamos acomodado almohadas que simulaban ser su cuerpo dormido y cerré la puerta para que nadie sospechara nada. Estaba nerviosa porque no sabía bien qué había hecho, pero estaba tranquila porque Lucas había logrado salir. Esa tarde me acosté en mi cama, pensé en el día de las olimpiadas y en los hipopótamos de Zambia. Mastiqué algunos chicles y escondí los restantes debajo de mi cama. En la noche papá llegó enojado, subió al cuarto de Lucas para darse cuenta de que no estaba. Llamó a gritos a mamá y los dos rompieron en llanto. Estaban frente a la puerta y miraron detenidamente. Buscaron en mi cuarto y encontraron los chicles. Me preguntaron que si sabía a dónde se dirigía Lucas. Lloré. No supe qué responder y me quedé en silencio. Me dejaron en la casa y salieron a buscarlo, pero a las dos horas regresaron sin respuesta.

Pasaron los días y mamá permaneció sentada en un sillón al lado de la puerta. Papá siempre estaba viendo la televisión esperando ver a su hijo, pero eso nunca sucedió. Alguna vez escuché que le dijeron a Matilde: “No le digas nada a la niña, no debe saber sobre esto.” Le pregunté si sabía algo sobre mi hermano, pero sólo me decía: “Ay, mi niña, tú no estás en edad para saber de esas cosas.” Mis papás se negaron a hablar del tema conmigo. Yo sé que lloraban cuando no los veía, y yo también lloraba cuando ellos no me veían. Me sentí culpable. Me sentí triste. Me sentí devastada. Nunca más vi a mi hermano. No gritamos el nombre de los países al ver las banderas en las olimpiadas. No conocí Zambia ni nadé con los hipopótamos. Nunca supimos nada más de Lucas. Mamá comenzó a mascar chicle esa navidad. A los pocos días despidieron a papá de su trabajo en la General Electric. A mí me sacaron de la escuela. Ninguna de mis amigas me hablaba. La habitación de Lucas se quedó intacta porque papá decía que tenía que volver. Papá lloró el día que Estados Unidos superó a la Unión Soviética en las medallas. Jamás pude volver a mascar chicle sin que mi estómago se llenara de rabia, de culpa, de terror y de soledad.



Guillermo Vargas (Ciudad de México, 1995). Escribe microrrelato y cuento. Ha publicado en medios impresos y digitales. Participó en el 9° Curso de Creación Literaria para Jóvenes de la Fundación para las Letras Mexicanas. Twitter: @memoo_mx.