Nuevos ecos del 68 / No. 211

El consejero presidencial*




A Gregorio Ortega y Jacinto Rodríguez


Mi nombre no te dirá nada

Los pasos felinos de Ruth se han hecho inaudibles; de la calle llega un rumor apaciguado de coches. Recostado en la cama y vuelto contra la pared, Emilio Uranga evoca una cena acontecida treinta años atrás, el 19 de junio de 1958; Porfirio Muñoz Ledo le entregó la invitación en mano. (Se acuerda de aquellas manos, la de Porfirio y la suya, tan distintas a las de ahora, sin los lunares de la vejez y tan capaces —o eso creían— de modelar la efigie de la nación con la maestría de un Praxíteles.) A pocos días de los comicios, el señor licenciado Adolfo López Mateos ofrecería una fastuosa cena a distinguidos intelectuales en el Salón de los Candiles del Hotel del Prado: ciento cuarenta y tres personajes devotos y absurdos, “lo más granado del pensamiento nacional”: hombres que se tocaban la barriga con grosera placidez y mujeres de cejas arqueadas que comentaban con profusión, según ellas, Verdades Últimas; las lideraba Pita Amor con su exaltación de costumbre, atizado su fuego por los vítores de Jorge Portilla. Emilio todavía puede paladear aquel menú inacabable —nupcial— de cocktails, vinos, canapés, medallón de foie gras de Estrasburgo trufado, doble filete de res sauté Helder, bouqueterie de legumbres, vacherin glacé maison, canasta de friandises; tintineo de copas, barullo de carcajadas, coro trágico de aplausos, retazos de conversaciones sofocadas por la atmósfera festiva. El doctor Alfonso Caso, director del Instituto Nacional de Antropología e Historia, alzó su copa y esgrimió, para azoro de todos los presentes, su retórica forense decimonónica: “En una obra de Shakespeare un personaje le pregunta a un pastor: ‘Pastor, ¿tú tienes filosofía?’ Pregunta inútil. Por humilde que sea un pastor tiene siempre filosofía. Porque lo más importante en todo hombre es eso: su talla de valores, su peculiar manera de considerar qué es lo que debe orientar fundamentalmente su vida, qué es en suma aquello por lo que está dispuesto a vivir y a morir. Y por eso esperamos de ustedes, filósofos mexicanos, que nos muestren esos ideales, que den al país el mensaje que le dará aliento y esperanza.”

Una vez celebradas las nupcias, el Huey Tlatoani se aproximó a Uranga, le rodeó los hombros descarnados con su brazo fornido y lo ungió —tácita y ceremoniosamente— en su consejero.

Porfirio, que había seguido con la mirada el nombramiento, creyó preciso pronunciar su oráculo: “¿Quién —musitó al oído de su copain—, quién podrá acordarse de Emilio Uranga, el hombre que fulguró un instante en los púlpitos de la historia nacional para después ceder su sitio, ya no sólo a otros hombres, sino a otra historia y a otra nación?”

Emilio recibió con jolgorio el comentario y mojó sus labios finísimos y sus encías en el jaibol. Ahora, treinta años más tarde, secos los labios y las encías, “enviciado y enmujerado” (a decir de su amigo el Lic. G), Emilio vuelve a oír la voz retozona de Porfirio. La “historia” y la “nación” le parecen palabras demasiado estrambóticas para ser tomadas en serio.

Quiere llamar a Ruth, pero la garganta le flaquea. Sabe de antemano que su aullido lastimero se perderá entre los cientos o miles de libros que ocupan el cuarto, las pilas de libros de la sala, los libros del comedor, del pasillo, del baño; los libros sobre la chimenea y en la chimenea, sobre los sillones y el parqué del recibidor. Sabe de antemano lo que observa Ruth cada vez que le tiende la comida: un hombre enclenque, recrudecido por los problemas de salud y por una crepitante genialidad de incendio a punto de extinguirse. En sus cabellos hirsutos y su mirada nublosa, en su delgadez mal disimulada con una bata que le sienta grande, se insinúa a duras penas la figura de lo que alguna vez se enorgulleció de ser: “el intelectual orgánico del despotismo priista”. Ya no lee. “¿Para qué? —se dice— ¿para qué?, ¿para qué?, ¿para qué?”, se sigue diciendo. Rechazó la encomienda que toda una generación depositaba sobre su lomo. No fue ni quiso ser la conciencia de la república.

Emilio no opone ninguna resistencia: vuelve a recitar para sus adentros, con ansiedad canibálica, la historia que ha contado y se ha contado mil veces con ligeras variantes: la historia de una vida que es la suya o que tiene que ser la suya.

La historia suele comenzar en 1953: Emilio entra al despacho de Alfonso Reyes con su garbo petulante de promesa de la filosofía mexicana. Reyes lo envuelve de halagos, “la suya es una mente excepcional”, lo hace tomar asiento, le ofrece su sonrisa bonachona: en su escritorio tapizado de papeles apenas hay sitio para una estatuilla de Apolo y otra de Atenea. Emilio se explaya con ganas de lucir en la palestra su erudición luciferina y su sagacidad de torero, pero descubre enseguida que ante los dioses olímpicos sus esfuerzos son ridículos e inútiles. Para su sorpresa, Reyes saca del cajón un ejemplar de Análisis del ser del mexicano. Si el interlocutor en turno no está familiarizado con las tesis o siquiera con la existencia de este libro, la historia abre un paréntesis: el Análisis fue el producto máximo de una corriente eufórica que se denominó “filosofía de lo mexicano”. “¿Qué es el mexicano, qué soy?”, se preguntaban todos por entonces en la plaza pública, a mediodía y encendidas todas las linternas: no hallaron a este hombre mexicano por ninguna parte. Emilio Uranga no lo halló, y ése fue su mérito: proclamar que el mexicano no era nada más que un puñado de posibilidades en perpetua crisis.

La historia vuelve a su cauce, al despacho de Reyes, a su rostro redondo y mayestático: “váyase usted a Europa a quemar la grasa de la Academia —le dijo—, escriba con sabor y subordínele el saber.”

La historia no se detiene en las minucias de los preparativos ni en los infiernos burocráticos. Un narrador con más colmillo obtendría de estas minucias el contrapunto cómico de su historia, pero Uranga siempre prefirió dar a su vida un tono serio de epopeya: para 1955 ya está harto de la Universidad de Friburgo y de las conferencias de Martin Heidegger. ¿Cómo es posible que el “chamán de la Selva Negra” vista una corbata roja deshilachada? Está harto de Laura y de José (un viejo amor, un viejo amigo), harto de la escuela fenomenológica, “las brumas germanas”, y harto del silencio epistolar al que lo ha condenado Jorge Portilla. Da una calada a su cigarrillo y aprieta sus párpados con el índice y el pulgar. Se corrige: no está harto, sino desganado. “Suena a hueco: en esta expresión se encierra toda una metafísica, una moral y una estética.” Ruth, la mesera, viene a su encuentro con un mandil ajustado y una frondosa cabellera rubia que desborda la cofia: a fuerza de cafés y de panecillos de Leberkäse, se ha entablado entre ellos, comensal y mesera, una amistad cómplice. Emilio no tarda en descubrir que su complicidad estriba justamente en la desgana. “En la desgana el ánimo se colora de cierta repulsión por las cosas, de una callada abominación por cuanto nos rodea.”

Emilio interrumpe su historia: esos discretos pasos que se oyen en la sala son de Ruth, que todavía le consagra una sonrisa tímida cada vez que le alarga la comida o el café —vuelve a ser la mesera de Friburgo—. Quién hubiera dicho que después de todo, después de tantos años, después de los divorcios y los nuevos matrimonios y la viudez, Ruth permanecería.

¿Por qué nunca incluyó en su historia el banquete del Hotel del Prado? ¿Por una especie de recelo, para atesorar sin alteraciones literarias un episodio de auténtica felicidad? ¿O lo calló por vergüenza, porque en el fondo le parecía un mural ignominioso, una bulliciosa vendimia de talentos irrealizados o macabramente realizados?

La historia roza su clímax en mayo de 1960: en un recóndito salón del Palacio Nacional, el Señor Presidente bebe un café tras otro: cinco tacitas vacías yacen en la mesa. Se lo nota irritado y herido en su orgullo, melancólico, pero con el mismo vigor y rotundidad de la cena en el Hotel del Prado. Sus ojos chisporrotean al ver entrar a Uranga. “¡Usted!”, exclama. “¡Qué bueno que está usted aquí…!” La situación es delicada, no hacen falta las explicaciones y, sin embargo, el presidente se toma la molestia de repasar para Emilio, uno a uno, los acontecimientos políticos recientes. La Revolución cubana ha desplazado a la mexicana como modelo de revolución latinoamericana exitosa. Al lado del movimiento castrista, nuestra revolución corre el riesgo de desvelarse como un discurso soporífero de slogans que sólo sirven para revestir al Partido con una pátina de legitimidad y para posponer el proceso de democratización del país. En la tienda de abarrotes del Estado cuelga un letrero: “Democracia hoy no, mañana sí”. Luis Javier, el caricaturista, había sido despedido ipso facto.

Emilio Uranga asiente con docilidad: o el presidente está ordenando en voz alta sus ideas o pone a prueba la temperancia y la sagacidad de Emilio. Quizá quiere saber si el filósofo es tan inteligente como se rumora; quizá quiere registrar sus reacciones antes de confiarle lo que de veras le preocupa. El rostro de Emilio es hermético. Considera para sus adentros que el gobierno mexicano, como una fiera lastimada y agónica, sólo sabe responder con zarpazos a una juventud y un sector obrero que exigen representatividad auténtica, además de la cantaleta ya escuchada hasta el hartazgo de la justicia social y la reforma agraria. Una grieta se hiende de arriba abajo en la estructura monolítica y piramidal del Partido; el presidente —que para esas alturas ya va en la octava taza— siente cómo las riendas de la Revolución se le escurren de los puños.

Sigue un silencio largo y espeso.

Emilio Uranga se apresura a salir de la habitación para volver minutos más tarde acompañado de un sirviente, un tocadiscos y un vinilo. Con gestos intrigantes de prestidigitador, hace sonar la Sinfonía en si menor, D. 759, de Franz Schubert. “Coincidirá conmigo, Señor Presidente, en que estamos ante una pieza excepcional.” López Mateos adivina las intenciones de su asesor y deja que una sonrisa amplia de cafeína surque su rostro. “La clave de su genialidad estriba, a mi parecer”, prosigue Uranga con acento docto, “en su carácter incompleto o inacabado. Lo cual no quiere decir que se trate de una sinfonía artísticamente fea, antiestética o desagradable. Por el contrario: en su incomplétude es una obra maestra… como la Revolución mexicana. Ambas son una inspiración constante de acción y pensamiento.”

Las últimas notas de la sinfonía reverberan en los tímpanos de Emilio Uranga y colman el departamento. Aquella tarde en Palacio Nacional se granjeó la confianza y la complicidad del primer mandatorio. Fue el inicio doble de su vertiginosa carrera como periodista político y como artífice tras bastidores de la jerga oficialista; el inicio de su descenso por un manso declive que lo conduciría a lo más hondo y oscuro de los sótanos de la política mexicana. Intuyó entonces que su sed de gloria y fama inmortales sería saciada con creces, pero a costa de su propio nombre: éste habría de fundirse con las siglas del partido y mimetizarse con los mohines, las inflexiones, las gesticulaciones de los Monarcas Sexenales.

Una sonrisita maliciosa se bosqueja en Uranga cada vez que lo asalta este pensamiento. Se sacudió de encima el penoso deber de dejar discípulos o guardianes celosos de su obra: el destino natural de sus ideas tenía que ser la dispersión y la disipación: había que empecinarse en no ser. ¿La humildad de su sacrificio no lo elevaba por encima de sus coetáneos? Lo acusaron con juicio unánime de ceder su primogenitura por un plato de lentejas y de ser una pluma mercenaria al servicio de fuerzas oscuras. Él brindaba —se acuerda—, un brindis tras otro (cinco vasos en la mesa): no hacía el menor amago de defenderse de las calumnias; ponía el vinilo en el tocadiscos o tomaba un taxi al Sanborns de San Ángel o jugaba con Carlos al ajedrez o se desplazaba con soltura por los corredores y las cámaras de la Secretaría de Gobernación para envidia y escarnio de sus enemigos. Trabó una amistad cercana con el Minotauro.

Una versión de la historia termina aquí, con la conversión del filósofo en un alto funcionario. La audiencia manifestaba su admiración o su repudio, comúnmente ambos; se ponía de pie o hacía chocar el vaso con la certeza de que estaba ante un demonio del que más valía alejarse o al que se debía tener muy cerca. Hay, no obstante, una versión ampliada de la historia, nutrida de anécdotas temblorosas como espejismos, hiladas torpemente por su narrador, pero de una fuerza expresiva de la que Emilio Uranga, hasta entonces, no era consciente: lo mejor de la narración, se dice, sucede siempre a espaldas del narrador.

Diciembre de 1964. “Estamos ante un raro caso de lucidez, de la que me tengo que cuidar —sentenció Díaz Ordaz una tarde en el Bellinghausen—, porque si abro la boca, don Emilio me crea un problema.” Los comensales tomaron por chiste las palabras del presidente. Estaban todos allí reunidos, incluido Emilio Uranga, para festejar su sobrevivencia en la conflagración universal. Emilio había sobrevivido gracias a sus copains del nuevo gabinete y a su voluntad férrea de no vivir en el error (fuera del presupuesto). De esa comida apenas ha quedado en su mente un recuerdo sedimentado de risas estentóreas y el delirio de whiskey. Al despedirse de Díaz Ordaz, citó, sin venir a cuento, una frase española: “Mi nombre no te dirá nada.” Hubo otra tanda de risas. El presidente fue el único que captó la respuesta de Emilio. “Usted me cae bien porque sabe de astronomía: sabe cuál es su posición en el cosmos. La Patria agradece y tiene en muy alta estima sus servicios.”

Agosto de 1967. Tumbados en una chaise longue de mimbre y bajo el amparo de unas bugambilias en flor, Díaz Ordaz y Emilio Uranga descifran los pasajes más turbios de la Política de Aristóteles. Aquel refugio en Cuernavaca es su propia versión tropical —bromean— del Sanatorio Berghof de Thomas Mann.

¿Por qué caminos y con arreglo a qué lógica la comida en el Bellinghausen (trinar histérico de canarios) conduce a esa calurosa tarde de Cuernavaca (la sombra acariciadora de las bugambilias), y de allí a una charla trivial con Marianita y con H.H.? ¿Cuál es, se pregunta Emilio, la conexión subterránea? La charla debió de acontecer a principios de 1969, ¿o fue a principios de 1970? ¿Había ya dado inicio a su “Inventario” en la Revista de América?

Con una mano, Emilio sujeta el pincel y con la otra la cuba. Marianita llena el vaso de H. H. mientras asusta al perro con el pie. En el lienzo, poco a poco, cobra vida un paisaje agreste de montañas contra un cielo ensangrentado. “El búho de Minerva retoma el vuelo al atardecer.” Marianita y H. H. cruzan miradas y se encogen de hombros. Emilio se solaza con un pensamiento único: su expulsión de los círculos académicos y biempensantes es definitiva luego de los sucesos de octubre.

“¿Sabes? —se dirige a H. H.—. Mi mayor problema fue que nunca tuve una ballena blanca.”

“Pero ¿qué derecho puede tener uno a su ballena?”, replica H. H.

Emilio se detiene a contemplar el paisaje de rocas, asesta un golpe con su pincel cargado de pintura blanca y profiere unas palabras en apariencia inconexas:

“Por más que supongamos que estamos a solas, solos con nosotros mismos, no es así. Algo se insinúa, se arrastra en la penumbra que nos recuerda que somos solidarios de algo más grande, más ancho y profundo que nuestra consciencia o nuestra inconsciencia.”


La guerra de Emilio Uranga


Rogelio cruza el umbral del restaurante Ambassadors precedido por su padre, el Lic. G, un hombre de constitución maciza y de ceño perenne y gravemente arrugado según lo exige su alta posición de director de una revista de renombre. En la mesa de costumbre —una mesa redonda del fondo flanqueada por floreros de abundantes alcatraces—, Rafael Corrales Ayala, Porfirio Muñoz Ledo y Emilio Uranga departen animosamente sobre un tema filosófico que a Rogelio de entrada le parece incomprensible. Celebran la llegada del Lic. G con aspavientos de borracho, lo hacen sentar frente a una cuba; a Rogelio le piden una cerveza, pues todavía no —dice Corrales Ayala— ha alcanzado la edad del whiskey. Rogelio bebe su cerveza con mansedumbre. El Lic. G se ha obstinado en que su hijo aprenda los códigos y los entresijos de la política, que son los códigos y los entresijos de la camaradería, las viejas, los jaiboles y el deporte peligroso de las especulaciones y apuestas sexenales. En el vórtice de la conversación, sin mentarlo, está Luis Echeverría, de quien penden tantos prestigios y posibilidades de futuro. Esto se lo susurra el Lic. G a su hijo, quien se pierde una y otra vez de las alusiones, los guiños y el significado profundo de las palmadas en el hombro. Rogelio asiente y calla.

Cerca de la medianoche, Corrales Ayala anuncia su partida; le sucede Muñoz Ledo. Sólo resta Uranga: detrás de las gafas de gruesa montura, sus ojos se han reducido a dos rescoldos que serán capaces a lo sumo de un chispazo postrero de lucidez. El Lic. G pronuncia entonces su solicitud con voz fragorosa de artillero:

“Mire, don Emilio, aquí mi hijo Rogelio le tiene mucha admiración y respeto, y yo he pensado que tal vez, si usted lo permite y no tiene inconveniente, podría acompañarlo una temporada, para que se foguee, ¿no cree?”

Emilio se vuelve de súbito a Rogelio, al que había prestado escasa atención durante la cena. Lo repasa de arriba abajo con meticulosidad: un muchacho menudo, de escasa estatura, cabellos cobrizos y desaliñados, pómulos gruesos y una nariz grande que desciende en línea recta, señorial, desde el entrecejo hasta el labio superior: tiene el porte de la honradez, “la única virtud aceptable en el desempeño de una labor pública”.

Emilio alza finalmente su copa con ademán brusco y triunfal:

“Usted, Rogelio, está ávido de vivir, lo noté apenas llegó. Bulle dentro de usted la voluntad frenética y desbridada de Schopenhauer, pero si no aprende a domeñarla, esta misma voluntad terminará por consumirlo y entonces no quedará de usted más que la ruina de un templo que nunca jamás se erigió: será lo que se dice una ‘inteligencia irrealizada’.”

Aquello equivale a un bautizo.

Se reencuentran al lunes siguiente en la Librairie Française de Reforma y Bucareli. Uranga husmea como un sabueso entre las novedades recién desembarcadas: se lleva cuatro ejemplares de La Nausée de Sartre con la intención aviesa de acapararlos. A Rogelio le obsequia los tres tomos del Memorial de Santa Elena con una dedicatoria lapidaria: “Para el petit Rogelio, náufrago azaroso en su isla desierta.” De Reforma pasan a Mixcoac, a una panadería de la que Uranga es cliente asiduo; prosiguen la travesía en coche hacia el sur, hacia Chimalistac, “el pueblito de Santa”, puntualiza Emilio con un retintín irónico: allí, en una casona penumbrosa de fachada churrigueresca, el filósofo-funcionario mantiene audiencia privada con una tal señora K. Finalmente encallan en el Sanborns de San Ángel, que se ha convertido en el despacho de Uranga: una fila de curiosos e incautos aguarda el arribo del asesor del presidente con una petición o una frase zalamera en la lengua. Todos son víctimas del trato ríspido de Uranga. Rogelio guarda silencio y procura asimilar un poco de la sabiduría insondable y el estilo de púgil de su mentor.

Aquel viaje de la Librairie Française a San Ángel se repetirá innumerables veces en las próximas semanas hasta hacerse una rutina. Emilio Uranga seguirá siendo un enigma para Rogelio; nunca acabará de captar el trasfondo de su trajín furibundo, el orden secreto detrás de su itinerario de lecturas, su noción de “amistad”, perfectamente compatible con la injuria abyecta, pero poco a poco irá columbrando, en los pozos del alma de su maestro, una pulsión primaria de autodestrucción. En el brillo último de su mirada, quebrantada por la embriaguez y el terror pasmoso de combatir contra los demonios de Occidente, Rogelio percibe con frecuencia la resignación de quien se sabe a merced de un poder supremo y trascendental, un instrumento, por decir así, de los designios providenciales de la historia.

Uranga, una noche, durante el trayecto de regreso a casa, anticipándose a los pensamientos de su discípulo, recita de memoria unos versos de Quevedo: “Vencida de la edad sentí mi espada, / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte.” Deja de frecuentar a Rogelio un par de meses, aduciendo una cantidad ingente de trabajo.

En la capital, una rabia sórdida y vibrante se apodera de las avenidas y de las aulas. Rogelio, adoctrinado en el silencio y la escucha, se abstiene de participar. Como casi todos los capitalinos, lee con curiosidad y perturbación la noticia del enfrentamiento entre preparatorianos, la irrupción de los granaderos, la conformación de una turba que amaga con articularse en un frente de resistencia popular y juvenil. Rogelio abre La Prensa, “el periódico de las mayorías”, por la mitad: lee con morosa delectación una columna que se titula “Política en las rocas”, firmada anónimamente, pero en la que advierte un viso de la prosa despiadada y de estilete de Emilio Uranga. Se encoge de hombros, no le da más vueltas al asunto. Comienza a escandalizarse un poco después, conforme crece el tono de las protestas. En los instantes más álgidos de los disturbios, Rogelio abre el periódico para darse de bruces, ya no con “Política en las rocas”, sino con “Granero político”, la nueva columna que ocupa como su antecesora un vistoso sitio en las páginas centrales del periódico y compendia semanalmente “noticias exclusivas”, o sea —Rogelio no es tonto—, noticias que hacen presumir un conducto directo con las fichas y los informes de Gobernación. Pero “Granero político” ya no arranca sonrisas y rubores a Rogelio: se trata de una columna atrabiliaria y mordaz, firmada socarrona, bíblica pero significativamente por “El Sembrador”. No tiene oportunidad de comentar sus lecturas con el Lic. G: su padre apenas se aparece en casa; llega ojeroso a altas horas de la noche, alterado y tambaleante de fatiga luego de reunirse con el Lic. Moya Palencia y otros funcionarios cuyos nombres Rogelio no consigue retener. El motivo de las reuniones es un misterio que Rogelio no hace el menor intento de profanar.

Para septiembre, el enojo de El Sembrador es incontenible. El blanco de su ataque depredador es Carlitos Fuentes, un sedicente escritor cosmopolita que es en realidad un vagabundo descastado. “Carlitos se siente muy a gusto en el extranjero porque considera en sus alucinaciones narcisistas que en nuestro país no tiene ya nadie con quien hablar, que los mexicanos somos tarados, insuficientes para entender sus refulgencias literarias. Se ha convertido sin quererlo en un náufrago azaroso de su isla desierta.”

Dos días después, Rogelio recibe una llamada de Emilio citándolo en la librería con un acento familiar que no acepta reproches. Rogelio lo encuentra radiante y dicharachero. Le cuenta de su novia, una argentina guapísima e inteligente con la que convendría casarse para transitar del estado estético al ético de la existencia. “¿Cómo va con el Memorial de Santa Elena?”, pregunta de repente y se ríe sin esperar la respuesta.

Rogelio se deja seducir y arrastrar de nueva cuenta por la rutina de Reforma, Mixcoac, San Ángel. Las sospechas se disipan; Uranga no se preocupa por disimular. Cada domingo Rogelio lee en La Prensa, textualmente, las frases acuñadas por su maestro durante la semana. Lo inunda la tibia sensación de la complicidad. Le cuesta trabajo reconocer que es una sensación placentera. Cierra el periódico, se talla los párpados y se concentra con exclusividad en el gorjeo de los canarios del jardín.

Rogelio comparte una taza de café con Emilio la mañana en que se publica ¡El móndrigo!, a finales de año. Su cubierta amarilla refulge en todos los estancos de la capital; nadie conoce a los editores ni su procedencia. Se afirma en el prólogo que estamos ante la bitácora de un estudiante muerto en las refriegas de la Plaza de las Tres Culturas la noche del 2 de octubre. Unos vecinos descubrieron el cadáver de un joven semiagazapado en el pasillo del tercer piso del edificio Chihuahua. Llevaba amarrado en la cintura un legajo manchado de sangre que los editores transcribieron literalmente. “Ya estamos en guerra y no vamos a fijarnos en pequeñeces. Una guerra es una lucha a muerte. Mueres tú, muero yo, o mueren los enemigos. Y si con unos cuantos muertos en Tlatelolco alcanzamos la victoria, eso es salvar al país […]. Es doloroso; pero también duele amputar un brazo para salvar todo el cuerpo.” La conclusión lógica sólo es una: los soldados, ese 2 de octubre, se limitaron a repeler las agresiones de un puñado de fanáticos socialistas.

“Váyase de México —ataja Emilio mientras pide la cuenta—. Búsquese una esposa y váyase. Aquí la inteligencia se queda agraz como una fruta verde, si es que no se pudre antes, ¿sabe usted por qué?, porque los gestecillos de aldea impiden su correcta maduración. Nuestra filosofía alguna vez estuvo vigente y gozó de un contacto orgiástico con la publicidad; hoy ya no es así. Necesita un horizonte cultural, Rogelio. No viva usted en el error.”

Rogelio repara en una verdad escabrosa: sin proponérselo, ha caído en el embeleso de Emilio Uranga y es muy consciente de que le flaquean las fuerzas para sustraerse por cuenta propia.

Emilio guarda su ejemplar de ¡El móndrigo! en el portafolios y se pone en pie.

En los días siguientes se desata una tormenta. El diario es a todas luces apócrifo, constituye una muestra flagrante de lo perversa que puede llegar a ser la politiquería mexicana de subsuelo y en cuyo epicentro está —puede estar— Emilio Uranga.

Rogelio acomete entonces la empresa improbable de sacudirse de encima el influjo de Emilio. Se busca o se inventa pretextos para ausentarse: su invención última, en una suerte de obediencia a posteriori hacia Uranga, se llama Annette, hija de migrantes franceses, estudiante de Letras Inglesas, una contertuliana receptiva y juiciosa que lo obliga —ésta es la deliciosa novedad— a expresarse. Annette le sirve de coartada perfecta. Después sobreviene el amor o, mejor dicho, el enamoramiento con sus concomitantes batallas en los campos de plumas.

En octubre de 1969, cuando Emilio Uranga es un recuerdo todavía ardiente, pero recuerdo al fin y al cabo, el Lic. G organiza una pequeña fiesta en la redacción a la que asiste Rogelio sin conocimiento de causa. Se encuentra a Emilio apostado en un rincón, más flaco y más alegre y con una cabellera canosa minuciosamente peinada. Intercambian los saludos de rigor.

El Lic. G anuncia a la concurrencia la incorporación de Emilio Uranga a su plantilla de columnistas (la gente aplaude y vitorea). Su contribución semanal llevará el título de “Inventario” y abordará temas primordialmente literarios y filosóficos. “Es un hálito fresco para la revista.” Emilio recibe las felicitaciones con una inclinación de su cerviz.

Rogelio no intenta escabullirse. Atraído por la inteligencia imantada de su maestro, se coloca en su campo de visión y lo incita de reojo a una charla. Emilio Uranga se muestra paciente y solícito con su pupilo.

“¿Se acuerda de la argentina de la que le platiqué, Rogelio? Si todo marcha bien, si las estrellas trazan en su veleidoso curso el rostro o la caricatura de un copain en el nuevo gabinete, en diciembre me caso con Marianita. ¿Qué hay de usted? ¿Cómo lo lleva con la francesa? Cásese, Rogelio, yo le sirvo de padrino, y después venga a verme para hablar de su futuro.”

Rogelio comprende de inmediato la propuesta de salvación de Emilio Uranga: el futuro está en otra parte y fuera de su campo de gravitación.

“¿Ya se leyó usted José Trigo? ¿No advierte un parentesco entre Goethe y Fernando del Paso?”, soltó de golpe. “Estoy convencido de que, de vivir Aristóteles, sería el crítico más autorizado del suplemento literario del Times o del New York Times. Imagínese usted a Santo Tomás de Aquino o al señor Aristóteles como colaboradores del suplemento del New York Times. ¡La locura!”

Emilio —Enemilio— no escatimará en generosidad: hablará en persona con Luis Echeverría y conseguirá para Rogelio un puesto como agregado cultural en Oslo. Rogelio y Annette abordarán el avión entre un beso y otro y con el corazón en la garganta; ella irá ataviada con un vestido beige de algodón que se mostrará inútil contra el frío noruego. Allí nacerá G, su primer hijo; desde allí escuchará con indiferencia los rumores de la caída estrepitosa de Emilio en la ignominia, su salida abrupta de la revista, su precoz jubilación de ermitaño en un departamento atestado de libros.

Y pasados los lustros, cuando hojee el álbum de la boda —tantos copains que estaban, sin saberlo, al filo de la desgracia, la ceja arqueada de su madre al borde de la enfermedad, las arrugas en las comisuras de los ojos de Annette, los destellos de las botellas de cava—, Rogelio se detendrá unos segundos a estudiar la efigie huidiza de un hombre que estuvo en guerra consigo mismo.


2 de octubre de 1968

El 2 de octubre de 1968, Emilio Uranga se despertó a las 6:30, media hora antes de lo habitual. Tomó una ducha larga de agua hirviente, se afeitó al ras las mejillas y el mentón, se untó unos aceites aromáticos, anudó tres veces la corbata hasta dar con el nudo perfecto. El chofer lo condujo maquinalmente a la Librairie Française. Allí, Emilio hurgó entre los montículos de libros sin que diera con uno que lo satisficiera. Salió con las manos vacías. El chofer se disponía a pisar el acelerador rumbo a San Ángel cuando Emilio lo atajó con una indicación rápida: “Mejor lléveme al Sanborns de La Fragua.” Miró por la ventanilla el Monumento a la Revolución, que no era otra cosa más que un palacio legislativo inconcluso y ensalzado en su inconclusión a emblema de la nueva patria posporfirista. Pidió un whiskey en las rocas. La mesera se llamaba Luz María: no se le ocurría mejor compañía para esa tarde que la de la mesera. Pidió otro whiskey. Luz María se marchó, llegó Mercedes.

Cerca de las cinco de la tarde, Emilio hizo señas al chofer: “Lléveme usted a Tlatelolco.” El chofer negó con la cabeza. Ahora mismo continuaba el mitin de los estudiantes. Emilio se arregló la corbata y el cuello de la camisa; se secó una gota de sudor que rodaba por su frente. “Lléveme usted a Tlatelolco.”

Estacionaron el coche en Flores Magón. La plaza se encontraba inaccesible y sitiada por tanques de guerra. “Déjenme pasar” —exclamó— “soy Emilio Uranga”, repetía, pero a los jóvenes uniformados aquel nombre no les decía nada. Un militar, el más robusto y el de mayor jerarquía, lo apartó de un empujón. El chofer sujetó a Emilio para impedir que cayera al suelo y juntos enfilaron el camino de regreso al auto.

El cielo se coloreaba de tonalidades añiles cuando se dejaron oír las primeras detonaciones.





* Este cuento es la recreación ficticia de la vida de Emilio Uranga (1921-1988), filósofo mexicano que se ganó la reputación de “genio con mal genio” a causa de su libro de 1952, Análisis del ser del mexicano, y de su posterior trabajo como consejero presidencial durante los sexenios de López Mateos, Díaz Ordaz, Luis Echeverría y López Portillo. Los personajes y los acontecimientos que aquí menciono no se corresponden exactamente con la realidad. Me he tomado algunas licencias literarias con el propósito de que el lector y los posibles aludidos no dispensen a esta historia un trato de testimonio documental.



José Manuel Cuéllar Moreno (Ciudad de México, 1990). Maestro en Filosofía de la Cultura por la UNAM y en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona. Se especializa en la filosofía mexicana del siglo XX y la configuración del discurso nacionalista del PRI a través de sus ideólogos invisibles. Es autor de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018) y de las novelas El caso de Armando Huerta (Premio Nacional de Novela “Luis Arturo Ramos” 2009) y Ciudademéxico (Premio Nacional de Novela Joven “José Revueltas” 2014). Ha sido residente en la Fundación Antonio Gala y becario del FONCA. Twitter: @Jmcuellarm.