CONCURSO 49 / No. 210

Cisma


Facultad de Filosofía y Letras-UNAM





I

El semáforo se movía. Pensé que podría ser mi imaginación, así que toqué el tubo de metal para cerciorarme y, en efecto, se movía. Miré hacia arriba. Una grúa de 300 kilos se erguía como un braquiosaurio sobre la ciudad y me pregunté cómo no se había caído con el gran terremoto reciente. Había pasa do tres días sin salir de mi casa. Después de haber vivido el infierno (y en verdad se sintió así, pues, igual que en el Hades, cada uno lo vivió como una penitencia personalizada), el mundo había estado sumergido en un limbo.

A mí lo que me derrumbó fue la voluntad. Llevaba semanas sin beber nada y varios meses sin haber tenido una borrachera, pero cuando acabó aquel martes de inmediato me desboqué sobre el alcohol. Lo reconocí como una recaída porque no lo disfrutaba: tirado frente a la televisión, veía las noticias y cada que cambiaba de locación el reportero, yo le daba otro trago a la cerveza. A veces lloraba, las más sólo rechinaba los dientes, pero ni una sola vez me sentí bien mientras bebía. Aún no sabía lo que iba a pasar con mi empleo, pero era lo de menos: no tenía cabeza para pensar en estúpidos archivos de Word sobre asuntos que nunca me importa ron. Sin embargo, deseé poder ir a la oficina, hacer algo que me sacara de la cabeza aquel horror; lo que fuera que me despertara de la pesadilla, pero nada lo lograba. El alcohol sólo me ayudaba a dormir para que un día se convirtiera en el siguiente.

Sonó el teléfono y escuché a mi mejor amiga. Había sabido de ella luego de un par de horas del evento porque me llamó de inmediato. Nunca temí por ella, sabía que el temblor le habría tocado en su casa, donde rara vez se sentían aquellos movimientos, y aunque la encontré más horrorizada de lo que hubiera pensado, una vez que nos supimos a salvo nos olvidamos mutua mente. No me pasó más por la cabeza y, por el contra rio, ella pensó en mí cuando hacía falta ayuda. Estuvo participando en diferentes centros de acopio y por esta razón terminó en Ciudad Universitaria. No la había visto ahí casi desde que la conocí porque aquélla era su segunda carrera y la tenía un poco sin cuidado, mientras que yo buscaba terminar mi primera con un ímpetu obsesivo.

—Te va a hacer bien. Te vas a sentir mejor.

Reí sarcásticamente como siempre lo hago cuando considero que alguien dice una sandez. Ella es de esas personas amables que intentan toda la vida estar bien con el pr jimo y consigo mismas. En su cara le decía que era ingenua, en mi cabeza pensaba en una palabra de tres sílabas. Se la pasaba ayudando a los perritos, al medio ambiente, a sus amigos que se quedaban sin empleo intermitentemente, y también a mí me había dado de comer más de una vez argumentando cortesía, pero sabiendo que me ayudaba a salir adelante. En ocasiones me molestaba que fuera así. Siempre le daba el cambio que traía en la bolsa a las personas que se acercaban mientras tomábamos algo, y si no lo hacía o si no traía, se sentía mal, aunque no me lo dijera. Esto me provocaba enojo o desdén, o risa si me agarraba de buenas, pero ella lo seguía haciendo. Yo comprendía la razón: a diferencia de mí, es una buena persona.

Me sabía incapaz de ir a trabajar y de salir a cualquier otro sitio. Sólo hasta que me invitó, me pasó por la cabeza que era sábado. Los fines de semana de por sí eran difíciles: en cualquier esquina estaban chavos con envases de vidrio café opaco riendo hasta la madrugada y tambores de lo que se su pone era música sonaban a lo lejos por toda la colonia. Yo intentaba llegar lo más cansado que podía para dormirme enseguida; incluso tomé un segundo empleo para lograrlo, mas no siempre sucedía. Lo más que conseguí fue desarrollar una rutina don de dos cervezas luego de un turno en el segundo empleo eran suficientes para hacerme dormir hasta la mañana siguiente. Aquel sábado no se ría así, y sinceramente me dio miedo. No podría cerrar los ojos en toda la noche, no sin estar de verdad perdido de borracho, y eso no era una opción.

—Ándale, acompáñame —dijo mi amiga sin saber que acababa de recordar la fecha, y entonces acepté. No supe para quién era el favor: si para ella, por la manera en que me insistía, o para mí, porque sabría que me ha-cía falta pensar en otra cosa.

Todo continuaba dándome vueltas. Pensé que era la re saca acumulada de tres días, pero la sensación era distinta. Sentía todas las vibraciones del mundo como si fuera una araña y mi red estuviera en toda la ciudad para alertarme. Oía hasta la alarma del auto más aleja do de la calle, me percataba del tipo de motor que tenía cada uno cuando pasaba por el puro sonido de su andar. Cuando algo vibró más de lo que esperaba y me sujeté al semáforo, de inmediato vi que se trataba del metrobús cruzando sobre Eje 10. Me retiré de ahí porque supuse que en unos minutos pasaría otro y cimbraría de nuevo la calle. Cuando mi amiga y su novio me marcaron, yo ya estaba en el Oxxo, en la contraesquina, considerando comprar algo para la cruda. No pude con la idea de tener que explicar lo que estaba bebiendo; por suerte sólo fueron unos minutos, pues de inmediato llegaron por mí. Detesto viajar en su auto porque, cuando voy en el asiento de atrás, siempre me siento como en un taxi y odio los taxis. Les dije que los veía en el mero sitio, al fin que estaba “cruzando Insurgentes”. Ella pensó que había la posibilidad de que me escapara, y tenía razón. Mientras entrábamos al Estadio Universitario hablamos sobre cómo nos había tratado el sismo, aunque en lo general ya lo sabíamos; yo no quería repetirlo y no pude hacer lo hasta meses después.

Al pasar el primer filtro se acercó un empleado de seguridad y nos dijo que no había espacio. El novio de mi amiga le preguntó dónde podría haberlo y, mientras le explicaba, pensé que parecía un día normal, como si fuéramos a un partido o a cualquier evento. Él hasta traía sus gafas oscuras, como lo hacía en los viajes de carretera hacia la playa, y esto más que tranquilizarme me dio horror. Horror porque no sabía si iba a poder sentirme normal otra vez. Mientras íbamos hacia el segundo estacionamiento casi no hablaba: me concentraba en tener los oídos abiertos.

Al llegar al sitio apenas había diez personas. Un tipo se nos acercó para preguntarnos a qué íbamos. El novio levantó la mano frente al joven que venía hacia nosotros, quien le recibió el saludo afectuoso. Mientras se saludaban, pensé —no sé por qué— que parecía un cadenero que nos recibía a la entrada de un antro. Mis amigos se fueron de inmediato a una carpa que tenía rotulada la palabra “Medicamentos” y comenzaron a clasificar pequeñas cajas blancas como si fuera lo más natural del mundo y lo hubieran hecho toda la vida. Entonces me percaté de que yo no sabía cuál era mi función en ese lugar.

Sólo estuve desorientado un momento porque de inmediato llegó una camioneta. El muchacho que nos recibió me tocó el hombro y me pidió tomar lo que el conductor bajaba. Poniendo la rodilla en el suelo, abrió la caja que nos acababan de entregar y separó los productos. Me dio algunas botellitas de alcohol y gasas, y se las llevé a mi amiga. Al recibirlas me sonrió de una manera rara, como si fuera cómplice de una travesura. Todo estaba por empezar.

Eran las diez de la mañana, aproximadamente. Comenzaba a salir el sol y de pronto empecé a sentir hambre; pensé que sería buen momento para ir a desayunar. La línea que formábamos ya se extendía desde la avenida donde llegaban los automóviles con donaciones casi hasta la reja de metal del Estadio Universitario. El calor iba en aumento, mas todavía era soportable. Me quité la sudadera y la puse a un lado.

—Cuidado con la ropa —me dijo con sonrisa agradable. Su nombre era Ángel. Tenía un leve acento de otro estado, unos veinte años y una son risa dulce, casi melosa, que me hizo suponerlo cristiano—. No la dejes por ahí porque luego se la llevan —sonrió y tomó su lugar al frente de la fila.

“¿Se la llevan?”, pensé. “¿Cómo que se la llevan? ¿Quién? ¿A dónde?” Me interrumpieron los rumores de varios autos. Até mi sudadera al poste de la estación de medicamentos y recibí el paquete que me daba el chico. Volteé a ver la casita donde se preparaba la comida, pero tuve que aguantarme porque ya todos estábamos ocupados.

 
II
 
No éramos héroes ni personas maravillosas, y yo menos que los demás. Simplemente éramos jóvenes haciendo un trabajo honesto, ofreciendo lo que teníamos para dar: nuestras manos y tiempo, que considero muy valiosos pues hoy en día nadie te los regala. Y digo que no lo éramos porque después corrió la leyenda de que así era. Que los muchachos que participaron en la brigada de la UNAM eran héroes. Aunque creo que algunos sí, fue ron pocos.

Los estudiantes de Enfermería; los de Veterinaria también; los de Arquitectura, quienes levantaron un censo; ésos fueron los grandes. Nosotros sólo estábamos cargando bultos una y otra vez. En el mejor de los casos con alegría, acompañados de nuestros amigos, y otros, sinceramente con el dolor de no poder hacer otra cosa.

A mediodía ya estaba lleno el lugar y entonces noté el microcosmos. Ángel, enfrente, organizaba a las personas para hacer el trabajo y compensaba su ineficiencia trabajando como ninguno. Luego de él estaba un mu chacho con playera de futbol de la universidad, seguido de un joven muy tatuado con un chaleco de reportero, y yo después, al frente de una línea de todo tipo de personas. Había dos filas: una se llevaba los alimentos y la ropa; la otra, los productos de higiene y los de limpieza. Parecía una falla en el sistema porque to dos hacían un trabajo igual: cuando llegaba un artículo pesado, hasta los niños lo pasaban con mucho esfuerzo y eso hacía perder tiempo. Vi entre la línea a un muchacho mus culo so y le pedí que se llevara los bultos más grandes y con gusto aceptó. Dio dos o tres viajes cuando se le sumó otro igual de fuerte, pe ro éste parecía serlo naturalmente, mientras que el otro se veía ejercitado de gimnasio.

En menos de una hora ya había una tercera hilera de hombres fornidos luchando para decidir quién se llevaba el bulto más pesado, como si fueran cargadores de La Merced. Era sublime ver cómo aquella multitud funciona ba como un grupo de células en armonioso esfuerzo.

Siempre me ha parecido cursi el grito de “¡Goya!” No me gusta acudir a eventos deportivos, así que nunca lo había gritado. En los ires y venires acabé casi al lado del chico de playera auriazul, que invocó el primero del día. Un auto de lujo traía a una señora mayor de copiloto, a quien todos le brindaron el aplauso de rigor. Ella nos hizo callar para tomar la palabra:

—Gracias a ustedes, muchachos. Dios se los pague. Lo que hacen aquí no hay manera de agradecérselos —y comenzó a llorar. Sentí un nudo en la garganta. La doña levantó su puño izquierdo—. ¡Goya! —gritó, y todos respondieron de inmediato. Pensé que se me saldrían las lágrimas, pero pude contenerme de llorar y de decir ese ridículo himno que debió haber sido replanteado hace mucho, dado que el Espíritu Santo ya no habla por casi ninguno de nosotros (lo más seguro es que Ángel piense diferente).

Llegó entonces una van de color blanco y bajó lo obligado. Casi no intervine en la recepción: me saltaron porque me tocó una caja para separar artículos y me entretuve en esto. Al reportero le tocaron unas que no se parecían a ninguna caja que hubiera pasado antes por nuestras manos. Dejé mi puesto y me acerqué. Él venía hacia mí con esas dos cajas, sin dárselas a nadie más. Parecía medicina.

—¿Qué es? —pregunté. Miró las cajas como si no supiera lo que eran, y me informó levantando los hombros más resignado que alegre—: Diálisis.

Sabía poco de aquellos aditamentos, pero dos cosas eran seguras hasta para mí: que eran tremendamente caros y bastante frágiles. Cuando le entre gamos las cajas al novio se hizo el barullo de inmediato.

Uno de los muchachos recién llegados sí estaba capacitado, pues estudiaba Medicina. Lo recibimos de inmediato, ya que su conocimiento era sumamente valioso, como pudimos constatar en el acto:

—Éstas, si no las refrigeramos, se echan a perder rápido —dijo.

—¿Qué tan rápido? —preguntó Ángel. Todos las observábamos como si la persona que necesitara aquello estuviera tirada frente a nuestros ojos.

—No sé. Horas, quizás.

Nos miramos unos a otros con desconcierto, pero el muchacho con porte de sacerdote sabía qué hacer. Se subió a la barda y levantó el puño derecho.

—Amigos. Amigos. ¡Escuchen! —ya comenzaba a enroncársele la voz por el uso y el calor—. Por favor —siguió—, pongan en sus redes que necesitamos un refrigerador. Un frigobar. Hielos, o hieleras con hielos.

Y en cuanto acabó de decir la frase, todos sacaron sus teléfonos. Recordé que nadie sabía que estaba ahí, así que le escribí a mis amigos en el chat.

Apenas estaba regresando a mi posición cuando llegó una camioneta como la que trajo el equipo de diálisis, pe ro algunos años más antigua y bastante más maltrecha. Entonces abrió sus puertas y mostró un frigobar. Dos musculosos fue ron a recibirlo. Después llegó un camión de una empresa de hielos y dejó su cargamento completo, que sirvió para tomar refrescos helados y mantener el alimento fresco toda la tarde. En ese momento, al ver que se alejaba el que nos había traído el primer refrigerador, grité por primera vez en mi vida y probable mente por última, desde el fondo de mi corazón: “¡Pumas, Universidad, Goya…!”

Luego fui por fin a comer; había olvidado cómo saben los alimentos cuando te los has ganado con trabajo duro. Como en un bufet divino pu de tomar todo lo que quise (por desgracia mi estómago es muy pequeño).

Para llenar me bastaron dos empareda dos y un jugo hecho en casa. Cuando terminé, una de las señoras de la comida me jaló del brazo. Guiñándome el ojo, abrió una hielera y me mostró el dorado contenido: una bebida energética sabor mora azul. Aunque estaban reservadas para pocos, me dieron una.

Mientras bebía, vi la línea de voluntarios crecer. Según aumentaba la fila, alimentábamos nuestra hilera con recién llegados y sacábamos a quienes ya estuvieran cansados, pero nadie quería salirse. Yo andaba entre ellos preguntando:

—¿Quién quiere salir?

Pero nadie aceptaba, ni por error. Todavía no terminaba mi bebida cuando vi a una señora causando revuelo. Fui hacia ella.

—¿Qué está pasando?

La señora agitaba las manos mientras a retazos se explicaba. Tardé en entender no por lo que decía, sino porque no tenían sentido sus palabras.

—Llevamos horas esperando. No es posible.

Me le acerqué.

—¿Cómo que esperando? —dije, con el deseo de no haber entendido.

—Sí, es que mire: traje a mi hijo y a sus amiguitos para ayudar, pero nada más nos dicen que sigamos esperando y, mientras, otra gente que ni al caso ya está ayudando.

Era cierto: desde horas antes había demasiada gente, por lo que casi no llamábamos a nuevos, pero cuando era así podíamos darnos el lujo de escoger. Elegí a jóvenes que iban llegando, muchachos con ropa deportiva o preparados para el calor, no señores mayores y menos niños como los que acompañaban a la quejumbrosa. Me disculpé. Le dije que no podíamos hacer más, pero siguió levantando la voz. El calor ya era demasiado. No sé si debí hacerlo.

—Pues si no quiere esperar, puede ir a donde guste, señora.

Indignada, tomó de la mano a uno de los niños, quien ya comenzaba a ponerse rojo por el sol.

—Pero claro que me voy —rugió. Aseguró que se iba a quejar, aunque no supe con quién. La vi irse arrastrando a los pequeños como si los llevara lejos de un parque de atracciones cerrado. Creo que fue el primer atisbo del cisma que vi.
 


III

La tarde estaba en plenitud y yo tenía aún el estómago lleno. El líder se me acercó:

—Ven. ¿Cómo me dijiste que te llamas? —me preguntó Ángel.

Le repetí mi nombre y me llevó hacia la carpa principal, donde estaban dos señoras que anotaban cifras de lo que iba llegando, las cuales alcanzaban los miles. Nos presentó hablándoles bien de mi trabajo. Para mí, estar ahí era como cualquier empleo: tenía que hacerlo lo mejor que podía. Inyectado de adrenalina, trabajaba más duro que nunca en mi vida; hasta ahí que daba mi aporte. La encargada me examinó con detenimiento. Llevaba una credencial de la universidad que la acreditaba como empleada, creo que de intendencia, pero no supe en dónde, nunca la había visto. Me dijo que a partir de ese momento me quedaba como en cargado. Sacó un chaleco naranja que no quise usar, pero aun así me lo colocó por encima mientras yo veía la fila de autos crecer. Apenas acabó de decirme las indicaciones, regresé a mi sitio. A la primera oportunidad que tuvo me volvió a sacar de mi área.

Ángel me arrastró a la carpa de alimentos. Abrió una pequeña hielera sellada que estaba detrás de la mesa donde repartían las bebidas. Tomó una Coca mini y me pasó otra. La bebí disfrutando como si fuera una cerveza en la playa y nos quedamos en silencio. De dos sorbos la terminé y lo miré mientras bebía la suya. Seguía callado. Sólo quería que me comunicara lo que iba a decirme para poder seguir en lo mío.

—¿Qué pasó? —le pregunté impaciente.

—Nada —respondió.

Me quedé sin palabras intentando comprender. Entonces escuché que la fila me gritaba. Alguien necesitaba irse a su casa, o alimento. Miraba la línea como un perro que contempla a su amo cuando entra a una tienda y él se queda atado afuera.

—Calma —susurró como si leyera la analogía que me pasó por la cabeza y quisiera tranquilizar a su mascota—. Sólo quiero —dijo con la condescendencia de un falso profeta— que les enseñes a trabajar por sí mismos. Mira: no vas a estar con ellos siempre, así que quiero que el día de mañana puedan estar sin depender de ti.

En otro sitio, en otro contexto, sus palabras hubieran sido hasta sabias. Si estuviéramos en cualquiera de los lugares en que suelo trabajar, le habría concedido la razón, pero ahí resultaba absurdo. Yo estaba de paso, y seríamos afortunados si al día siguiente no se necesitara que estuviéramos haciendo esto. Afirmé con la cabeza como si entendiera lo que me decía, mientras él acababa su bebida. Aplastó pacientemente el envase y lo arrojó a la bolsa de reciclaje. Cuando me permitió irme, corrí como un can, ya sin la correa pues ta, y retomé mi sitio en el trabajo.

 
 
IV
 
Vi muchas cosas en el poco rato que estuve, en quizás poco más de 24 horas. Pero así como una vaga mirada a la ola que choca en la costa, como una fotografía toma da a la carretera puede mostrar —al ser agrandada— un escenario completo dentro de cuyos bordes se descubren miles de detalles, así fueron pequeños guiños que pude ver y en los cuales reconocía al universo cerrándome un ojo. Capturas de pantalla que más de uno tendrá en su teléfono y habrá olvidado, pero que yo siempre llevaré en mi cabeza. Latas de alimento para mascotas con perros y gatos dibujados por niños pequeños que, aunque dirigidos por sus padres, no demeritan la compasión en sus garabatos. Mensajes sinceros, sin afán de lucro moral, donde personas esperaban que aquel mensaje llegara hasta sus semejantes, sin ninguna razón más que la de levantarles el ánimo.

“Estamos vivos, y saldremos de ésta”, decía alguno, inscrito tal vez por alguien tan negativo como yo, pe ro que en la circunstancia pudo darse una breve tregua para creer. Como pequeñas conchas regadas en la playa cuando la tormenta se aleja, miles de estos momentos estuvieron ahí esperando a que alguien los tomara, y capturé uno para la eternidad.

Antes de que anocheciera un hombre llegó tan discretamente que apenas me percaté de él. Lo miré cuando ya se encontraba a unos pasos de mí y, al instante, la discriminación innata con la que había sido criado (no como perteneciente a este país o a un sector social, si no al género humano en sí mismo) hizo que lo encasillara de inmediato. Pensé que era otra de las personas en situación de calle que habían ido antes. Varias personas se acercaron de esa forma:

—Escuchamos que estaban dando de comer —decían, y los dirigíamos hacia el sitio haciéndoles saber que esto no era dado por nosotros, sino por toda la comunidad.

Su sombrero de paja en medio de la ciudad, la camisa vieja —bien abrochada— y su mochila deportiva que contrastaba con su atuendo —aunque en lo percudido concordaba con el resto— me habían hecho creer que era otro pobre más que buscaba un poco de ayuda. Dando un salto me dirigí hacia él. En cuanto me vio, se descubrió la cabeza.

—Señor, ¿aquí están entregando la comida para los necesitados? —preguntó.

—Sí, señor —le contesté con sincero respeto.

Volteé hacia la carpa para ver si habría gente en la fila y calcular qué tanto tendría que esperar para comer y, cuando lo miré de nuevo, se había quitado el backpack de la espalda. Lo abrió y extrajo cinco latas de atún. Me ofreció tres y volvió a guardar las otras dos. Estaba entregando más de la mitad de lo que había comprado.

Todos ahí fuimos por nuestras razones personales y dimos lo que estaba en nuestras manos. Yo, miserablemente, el tiempo que me sobraba esa semana. Los de los autos, lo más que pudieron —y lo digo sin minimizarlo—. En efecto debió de ser un gran esfuerzo y les vuelvo a aplaudir el acto porque espero que haya ayudado a las comunidades a las que iba destinado, aunque —tengo que decirlo— sí vi más palas nuevas y colchonetas y sillas de ruedas en las casas de empeño luego de que hubo pasado el sismo.

Pero aquel señor, el Don así escrito con mayúsculas, estaba dando más de lo que todos nosotros habíamos aportado. Cerró su bolsa, se puso el sombrero y no dijo adiós. Me quedé helado. Cuando pude moverme, el señor con su andar lento ya había recorrido varios metros y un coche se acercó. Se escuchó el grito de que llegaba más ayuda, así que se acabó el silencio.

Al reanudarse la actividad, aún podía verlo alejarse por la avenida. Quise re compensarlo de alguna manera, agradecerle como se hubiera merecido, y aunque sé que no le pasó por la cabeza, a mí sí el hecho de que con una cajita de las que ya había miles en las bodegas, su semana habría sido menos dura de lo que lo era normalmente… Pero él siguió su camino como si no hubiera hecho nada o como si sólo hubiera cumplido con su deber. Me quedé con esa enseñanza silenciosa el resto de la tarde, y me la quedaré toda la vida aunque no estoy seguro de entenderla cabalmente.

 
V
 
Anochecía, pero los autos no dejaban de llegar. La adrenalina que provocaba trabajar ahí era mucha, yo ignoraba que se sentía así ayudar a otros y comprendí por qué algunos se vuelven adictos a ello, pero esto no bastaba para pasar allí toda la noche. Ya se borraba el naranja del estadio. Mi amiga se había ido horas antes: ella llevaba toda la semana en el sitio e iría el día siguiente y yo aún no lo sabía. Los muchachos que venían de los estados se habían ido a dormir en las casas de campaña improvisadas para estar al otro día muy de mañana. Si se guía así, yo no me levantaría de la cama en tres días, pero no encontraba cómo irme porque yo no lo deseaba y, aunque nadie me necesitaba realmente, ya estaba trabajan do con ellos de manera adecuada. De hecho, estábamos trabajando muy bien. Aquel sitio era tan bello que, por supuesto, teníamos que arruinarlo.

Llegaron tres muchachos que inmediatamente ubiqué como personas interesadas. No se formaron en la fila correspondiente, sino que empezaron a recorrer las tiendas como inventariando mentalmente lo que hacíamos. El único que los reconoció fue un joven de ras tas que se había quedado en lugar del novio porque era pasante de Medicina o algo similar. Una vez que se introdujeron, comenzaron a cuestionarlo todo.

—¿Por qué había una tercera fila? ¿Por qué quienes integraban las líneas estaban formados por tamaños?

El barullo se hizo de inmediato y las personas se preguntaban qué estaba pasando. Me acerqué para ver quiénes eran y enseguida me miraron el chaleco y hablaron hacia él exclusivamente.

—¿Y tú quién eres? —preguntaron.

Yo, como soldado, recité mi nombre, número de cuenta y facultad de origen, pero ninguno hizo lo mismo.

—Ángel me dejó encargado. ¿Y ustedes quiénes son?

En lugar de responderme hicieron otra pregunta:

—¿Y quién es Ángel?

Comenzaron a discutir con la persona que se había quedado en lugar del de las porras, un mu chacho muy gordo con facha de jugador de videojuegos profesional. Miraba a unos y a otros discutiendo, intentando comprender por qué era la pelea, pero no lo lograba. Entonces se acercó la señora del gafete. La muchacha que venía con los otros tres levantó la mano hacia ella y la saludó usando la misma pose, como si fuera el vigilante de un antro.

—Somos nosotros tres, ¿te acuerdas?

Entendí de inmediato. Cambiaron de forma la fila de los voluntarios y dos se quedaron peleando con mi grupo. Me quité el chaleco.

—¿Quién lo quiere? —pregunté al aire. La chica lo tomó, se lo puso e hizo con sus manos un megáfono diciendo no sé qué, porque de inmediato me marché. Cuan do llegué a mi casa, abrí una cerveza y preparé algo rápido de comer. No había acabado la mitad de la lata cuando ya estaba desplomado en mi cama, y no desperté hasta el domingo después de mediodía. Fue la primera noche desde el 19 de septiembre que no tu ve pesadillas; en su lugar, una deliciosa nada pobló mis sueños.

Al otro día, ya por la tarde, regresé con mi hijo. Sólo hice una mochila con cosas para donar y, como el señor de los atunes me había enseñado, di lo mismo que yo necesitaba y un poco más. Lo dejamos y vi cómo se guía en marcha la maquinaria. Cargamos cajas un rato y, cuando el calor se puso demasiado fuerte, nos marchamos. Me dio gusto y, tengo que admitirlo, un poco de nostalgia saber que ya había sido reemplazado tan pronto, pero en el fondo me sentía bien. Después de ese día ya no me tuve que emborrachar; eventualmente pude regresar a trabajar y, dentro de lo que cabe, a mi vida cotidiana.

En las noticias escuché que estudiantes, que alegaban ser de mi facultad, habían toma do el estadio porque “se estaba desviando la ayuda”. En todo el rato que estuve ahí no vi nada similar a alguna transa. Más de una persona llegó para ofrecerse a llevar la ayuda hacia las zonas afectadas. Los miembros de Protección Civil le tomaban datos y lo canalizaban. En uno de esos viajes se fue Ángel en cuanto tomaron el estadio. Lo supe porque todavía me mandó mensaje mientras se iba: “Cuando vuelva necesito a alguien de confianza”, pero eso no sucedió porque enseguida se cerró el centro de acopio. A veces me pregunto si todavía tendrá mi número de teléfono. Y me pregunto por él.

Suspendieron las clases en mi escuela diciendo que era por el bien de quienes habían sido afectados por el sismo, pero en el estadio aquel día sólo vi a estudian tes de Medicina y Arquitectura. O personas totalmente ajenas a la Facultad. No recuerdo que los gramáticos o los historiadores hayan salido a ayudar. Por supuesto que lo hicieron; seguramente salieron a las calles, pero no con su carrera en la mano. Salieron como seres humanos nada más, no como estudiantes. En cuanto aquellas personas que alegaban ser alumnos tomaron el sitio y se corrió la voz, la ayuda dejó de llegar. Abrieron un grupo en Facebook para monitorear la situación, en el que me colé como compañero de la Universidad y al cual todavía estoy suscrito; llevan más de cuatro meses sin decir nada. Creo que eran muchachos bien intencionados que querían ayudar sin saber cómo, porque eso ya estaba haciéndose a pesar de las ridículas rencillas que conté. Mas de buena voluntad, dice el dicho, y con el afán de ayudar, lo arruinaron.

Hoy ya se nos olvidó a todos. Como sigo sintiéndome mal, de cuando en cuando tengo pesadillas al respecto y voy por la vida preguntándoles a las personas cómo les fue; si no perdieron a alguien, cuentan una anécdota como de una fiesta mal realizada. Me da algo de pena hablar de esto porque, en el fondo, yo no perdí nada en el terremoto. Incluso me atrevo a decir que gané, porque conocí a muchas personas y aprendí muchísimo de la naturaleza humana, pero sobre todo de mí mismo. Tengo mucho que reprocharnos. Ellos y yo, en el fondo, somos horribles, pero nada de lo que vi ni veré en el futuro me quitará este día en el que, por un momento, fuimos amigos. Ayudamos. Nos dimos la mano. Todos éramos uno.






Darío Roberto Islas Domínguez (Ciudad de México, 1983). Pasante de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Obtuvo mención honorífica en el Concurso de Cuento de Ciencia Ficción de la DGDC.