CONCURSO 49 / No. 210

Ella


Facultad de Filosofía y Letras (SUAyED)-UNAM


No se cansa de platicar con las palomas. Le pone nombres a cada una y las va conduciendo como si fueran un rebaño. Cuando tenía su edad me daban repulsión estas aves. No soportaba los repetitivos movimientos de sus cabezas, hacia atrás y hacia delante. Me daban escalofríos los sonidos apagados que acostumbran hacer con su pecho. Pero ya luego, con el tiempo, me fui volviendo indiferente a ellas.

A mi hija le interesa todo lo que tenga vida; es decir, aquello que se mueva y se ensucie, que ataque o huya. No me sorprendí cuando ayer mamá le preguntó a qué se quería dedicar de grande y ella respondió: “Bióloga”, sin ningún asomo de duda en su expresión. “¿Y a qué se dedica una bióloga?”, le cuestionó su abuela viéndola desde el espejo del tocador mientras la peinaba. “Dedican su vida a estudiar mucho y a ser libres como los gatos, y también como los pájaros que vemos cruzar en el cielo desde el patio”, aseguró Lilí, no sin cierta condescendencia.

Entre semana y por las tardes, me gusta lo tranquilo que está el parque. Puedo encontrar con facilidad una banca libre y con sombra en donde acomodar la pañalera y mi bolsa, que es un decir, porque ya es más bolsa de los niños que mía.

Tomo a Emiliano entre mis brazos y, una vez que él y yo hemos encontrado una posición cómoda, nos perdemos por un momento en la monótona caída de agua de la fuente. Lilí ya está alimentando a sus pájaros. Sentir sobre mi regazo el peso y el calor del cuerpecito de Emiliano me calma.

Alcanzo a distinguir a una mujer parecidísima a mí en la banca que está enfrente, al otro lado de la fuente tranquila. No lo puedo creer. La sangre me palpita bajo las sienes. Soy yo, pero en una versión distinta. Viste (¿visto?) una blusa blanca, saco, falda y tacones negros muy altos. Parece un animal fino y delicado, adaptado para moverse en las alturas. Emiliano comienza a quejarse. Lo reacomodo. Se contenta. Ella (¿yo?) está concentrada. Parece arreglar su mundo desde un teléfono celular. El sol brilla en el filo de sus tacones. Sus manos se ven suaves. Dedos largos y precisos. Las mías son manos de piedra pómez. A veces huelen a leche, a cebolla y a caucho mojado por los guantes para lavar. ¿Cómo hacen las otras mamás? Yo no tengo tiempo para lucir así de impecable. Me vuelvo invisible a veces, desde que soy mamá. Ella (¿yo?) no me ha visto.

Emiliano me hace saber que tiene hambre. Su pequeña mano sujeta mi dedo meñique mientras come papilla de manzana. La presión de su mano es muy ligera, pero me retiene en el presente. En este cuerpo. En esta banca. En este transcurrir del tiempo.

Ella sigue ahí. Sentada. Tiene exactamente todos mis rasgos, mi cabello, mis gestos. Una paloma se ha alejado del rebaño para acercarse a la banca en donde ella está sentada. Lilí persigue al ave y es ahora cuando observa con curiosidad a mi hija y Lilí, a su vez, la mira con la fascinación indecisa de un venado. Suena el timbre de su celular. Lilí y yo la vemos, como hechizadas, levantarse y casi deslizarse hacia la puerta trasera de un lustroso automóvil negro que se ha detenido junto al parque. Adentro y desde el otro lado del vidrio me alcanza a ver, asombrada, mientras el auto se aleja, casi sin hacer ruido, hacia Circuito Interior.



Mónica Elsa Zempoalteca Alfonseca (Ciudad de México, 1985). Escritora y periodista. Cursa la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Estudió Escritura Creativa en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Escribe mensualmente sobre literatura infantil y juvenil en la columna “Pequeña caja de libros” de Página Salmón. Facebook: /moniezen. Twitter: @moni_zen.