CONCURSO 49 / No. 210

Del verdadero origen del Ensayo


Andrés Hirales
El Colegio de San Luis


—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez,
¿cuál es la única palabra prohibida?
—La palabra ajedrez.
—Precisamente.

Stephen Albert



Lo que hoy conocemos como Ensayo surgió por una cuestionable sucesión de malas lecturas. Michel de Montaigne, a quien se le atribuyen los primeros textos fundacionales del género, fue ante todo un inalcanzable novelista.

Recuerdo estas palabras de Dostoyevski: la realidad suele ser más inverosímil que la ficción. En efecto, para mí es maravilloso que por un equívoco de recepción lectora exista un género más en la literatura, con innúmeros exponentes y obras cabales. No se me malentienda: estoy sumamente agradecido por ese devenir histórico-literario.

Eso inverosímil que Dostoyevski apuntó con respecto a la realidad, en el caso específico de Montaigne encuentra un eco afortunado, me parece, con una narración ya clásica de otro gran maestro: Jorge Luis Borges. Del Borges escritor admiro casi todo: los adjetivos, la acumulación de imágenes, los personajes. Funes resulta para mí el mejor de ellos. Le sigue Ts’ui Pên, entrañable arquitecto de palabras. Lo más en Borges, no obstante, es su capacidad de ver más allá del horizonte.

Así como Ts’ui Pên de “El jardín de los senderos que se bifurcan”, Michel de Montaigne escribió una larga y laberíntica novela: Essais. Borges la leyó con extrema reverencia; su ceguera avanzada le hizo malentender varios pasajes y confundir tiempo con espacio: de ahí el genial despliegue de su cuento. Resulta curiosa, además, la analogía entre las partes: tanto Ts’ui Pên como Montaigne tenían a su disposición tierras y un gobierno asegurado por línea sucesoria; ambos, también, abandonaron todo y se replegaron en sus aposentos por trece años (la fecha varía según la biografía que se lea de Montaigne) para escribir lo que sería su obra maestra.

En una de las tantas cartas redactadas a su amigo La Boétie, Montaigne dice: “pienso en una obra sin precedentes. Necesito, una vez terminada, tu siempre sincero consejo en este respecto”. La Boétie murió antes de la fecha crítica, en 1563; la carta llegó (por razones que he perdido) a manos de un bibliotecario que alguna vez me la facilitó para su estudio. Montaigne nunca refirió en otro documento las mismas palabras.

Essais logró ir mucho más allá que los ojos habitados por el país de las maravillas de Borges, siglos luego. Cada uno de los “ensayos” ejercita un rudimentario —mas conseguido— monólogo interior, esa técnica sigloveintesca empleada para que el lector perciba el mundo íntimo de los personajes, dando la sensación de conocer los pensamientos en vez de que el narrador los esté explicando. Un flujo de conciencia básico, naciente, limitado por la tradición escritural de su momento. Los personajes de la novela: teólogos, filósofos, abogados, militares, políticos, historiadores, lingüistas, en ocasiones gente de pueblo: agricultores, monjas, panaderos, sastres.

Aquí estalla otro milagro narrativo en Montaigne: los personajes no actúan (en el sentido dramático de llevar a cabo una acción), sino que a través de su pensamiento reconstruyen fragmentariamente las costumbres y modos de vida de un pueblo francés del siglo decimosexto. Es decir, la historia o argumento como veníase dando en las narraciones de sus contemporáneos desaparece a favor de la nueva técnica, una apuesta inusitada en la historia de la literatura, hasta donde puedo recordar. No obstante, Montaigne cometió un error: dio la misma voz lumínica a cada uno de los personajes, la suya propia.

El contacto con el latín desde el nacimiento hasta sus ocho años configuró en Montaigne una manera única de ver y pensar el mundo. Entre sus lecturas de clásicos, Séneca gozó de un lugar privilegiado al mostrarle el estilo epistolar con Cartas a Lucilo, mismo que condicionó su pensamiento: diálogo constante, retórica pulcra, argumentos respaldados por grandes pensadores. Así, Montaigne compuso una polifonía rica en contenido, aunque monótona en tanto despliegue técnico. No es su culpa: cuatro siglos lo separaban de Joyce, su mejor y más conocido discípulo, quien llevó al límite la aparente inasequibilidad de la forma del pensamiento y el libre fluir de la conciencia. El otro muchacho, Edouard Dujardin, en Han cortado los laureles acertó utilizando el recurso de Montaigne para una narración más apegada a lo tradicional, con una historia que hilara personajes y acciones. Él ha sido parcialmente olvidado por la historia literaria; habría que rescatar cuando menos su modesta contribución.

Tengo fijos dos monólogos interiores de los personajes de Montaigne tras repetirlos una vez y otra a lo largo de mi vida; el primero corresponde a un hombre que juega al ajedrez (libro I, capítulo 12), el segundo a un profesor de lógica (libro III, capítulo 1), ambos habitantes de ese pueblo francés de su ficción:

Algunos pueblos belicosos apelaban en los combates a la fuga como principal ventaja, volviendo la espalda al enemigo con más peligro para éste que haciéndole frente: los turcos tienen algo de esta costumbre. Sócrates en un diálogo de Platón se burla de Laches, quien defendía el valor diciendo “que consistía en mantenerse firme en su puesto contra el adversario”. ¿Pues qué, repone el filósofo, sería acaso cobardía derrotar al enemigo dejándole un lugar?, y apoya su dicho con la autoridad de Homero, que alaba en Eneas la ciencia de huir.


Y el otro iba:

Llena está de imperfecciones nuestra contextura pública y privada, mas en la naturaleza no hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma. Nada se ingirió en este universo que no ocupe su lugar oportuno. Nuestro ser está cimentado por cualidades enfermizas: la ambición, los celos, la envidia, la venganza, la superstición y la desesperanza viven tan naturalmente dentro de nosotros que la imagen de tales dolencias se reconoce también en los animales; hasta la crueldad reside en nosotros, pues dominados por la compasión experimentamos interiormente como una punzada agridulce de voluptuosidad maligna ante los sufrimientos de nuestros semejantes.


La técnica no muestra la supresión de puntos que en ocasiones llega a caracterizarla (sobre todo a partir del monólogo interior de Molly Bloom en el Ulises); tampoco están presentes los pensamientos aleatorios e incompletos, aunque sí soporta las bases inaugurales: una voz que no sufre interrupción alguna por parte del narrador o de otros personajes y que por lo tanto logra expresarse interiormente de manera más o menos plena.

Cabe subrayar que Montaigne escribió sus “ensayos” en francés antiguo, la lengua del pueblo. Tiene sentido para mí: ¿de qué otro modo fluiría libremente la conciencia de sus personajes? Otra cosa: la palabra misma essai, y esto él lo sabía a la perfección, viene del latín exagium, que se refiere al peso de una balanza (de ahí el posible entendimiento de ensayo como “ponderación”). También si descompongo la palabra responde al prefijo ex (“expulsión del interior” o “fuera de”) y el verbo agere (“hacer” o “conducir”); en conjunto sería: “hacer cosas que salen de adentro”, “conducir algo hacia afuera de”. Ambas responden a la idea de flujo de conciencia que por consenso la mayoría manejamos.

Todo lo anterior se suma a la revelación de Essais como una novela en extremo adelantada para su época. ¿Fue por esto que se leyó desde su inicio de manera tan equívoca y, a la larga, se volvió la piedra angular de ese nuevo género que hoy conocemos como Ensayo? Es posible. Después de todo, en años últimos la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España dudó su contenido ante la mirada de Duverger, quien dedicó su vida a leer de un distinto modo el libro de Bernal Díaz del Castillo. Su conclusión abisma: que Hernán Cortés en realidad escribió ambas obras: Cartas de relación y la Historia verdadera…, en un intento de inmortalizar su nombre. Debo releer las páginas: si su teoría es cierta, ¿cómo no me di cuenta de que un mero soldado no hubiera tenido modo de presenciar las mismas cosas que Cortés describe en el libro que lleva su nombre, para luego dar pie a un relato casi en paráfrasis? ¿Cómo también pasé de largo el hecho de que ese mismo soldado, mucho menor en jerarquía militar, para escribir la Historia verdadera… debió tener una cultura amplísima y no ser analfabeta como la gran mayoría de las personas en aquel entonces?

La respuesta para la errónea lectura de Montaigne se halla en uno sus propios “ensayos”, el más famoso quizá y por evidente motivo puesto que cambia por completo los parámetros narrativos de su momento.

“De Demócrito y Heráclito”, es verdad, constituye una poética en torno a la cual se construyó la idea del Ensayo que hoy nos rige: el primer tercio hostiga de tal forma que uno privilegia la lectura en tanto idea de ensayo como reflexión. Recupero la esencia:

A veces imagino dar cuerpo a un asunto baladí o insignificante, buscando en qué apoyarlo y consolidarlo. Todos los argumentos para mí son igualmente buenos, y nunca formo el designio de agotar los asuntos, pues ninguno se ofrece por entero a mi consideración. De cien carices que cada cosa ofrece, escojo uno, ya para acariciarlo, a veces para penetrar hasta la médula. Reflexiono sobre las cosas, no con amplitud, sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las más de las veces tiendo a examinarlas por el lado más inusitado que ofrecen.


A diferencia del resto de los “ensayos”, en éste Montaigne incide sobre el uso de la primera persona con respecto al quehacer de la escritura: una y otra vez reitera su presencia como hacedor del pensamiento y describe el método (un tanto libre) que ha de seguir para lograrlo. Sin embargo, como demostró Borges en su célebre ensayo sobre sí mismo, esas palabras no necesariamente corresponden al pensamiento del propio autor. De hecho, la poética de los “ensayos” se encuentra dentro de un “ensayo”, por lo que, si flujo de conciencia de un personaje, Montaigne adelantó por treinta y cinco años uno de los movimientos estelares de otro gigante de la literatura, Miguel de Cervantes Saavedra, con la aparición metaficcional del Quijote en la segunda parte, al introducirse a sí mismo como personaje de su novela.

El segundo texto que ha dificultado la visión novelística de Essais se titula: “El autor al lector”, donde Montaigne, al menos bajo el entendimiento de que el prólogo en el siglo XVI no podía verse afectado por la ficción (cosa que Cervantes también nos ha enseña do es mentira), habla de sus motivos para redactar el libro:

Éste es un libro de buena fe, lector. […] no persigo ningún fin trascendental […] Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor […] quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto. […] Lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro.


Me he permitido en ocasiones dudar de la existencia íntegra del prólogo: en la edición de 1580 publicada en Burdeos, Montaigne introduce un texto preludio (apostar porque ese texto es “El autor al lector” sería lo más pertinente); en las ediciones que siguieron: 1582, 87 y 88, ese texto cambia palabras, en ocasiones frases enteras, a causa del perfeccionismo intelectual del autor. No es sino hasta la versión fijada por Marie de Gournay, en 1595, que “se restablece el apartado original”, según la nota explicativa del volumen. ¿Qué cambios hubo entre cada una de las ediciones? ¿Por qué la versión de 1595, que ha pasado como la oficial hasta nuestros días, no respetó la última voluntad autoral si no la primera?

Montaigne, el novelista inventor del flujo de conciencia, la polifonía y la narración fragmentaria se retrató en ese texto como alguien humilde, sin aspiraciones de renombre. No obstante esa postura se opone al discurso del prólogo mismo y de cada uno de los “ensayos”. Toda persona, lo sabemos, crea una imagen que la configura, imagen que busca alcanzar o tras la que quiere resguardarse. Bandera o máscara, esa proyección incontables veces termina por devorar al usuario.

Hay un ensayo precioso de Xavier Villaurrutia sobre las máscaras. En él, una idea esencial dicta que la máscara-objeto en primera instancia no se correspondía con la representación fiel de una emoción o como la imposibilidad plena de la misma debido a la rigidez del rostro, sino que funcionaba como lo haría el guante para la mano: aquello destinado a cubrir esa parte del cuerpo. Si máscara, ¿qué parte del autor buscaba cubrir el prólogo de Montaigne? Si bandera, ¿por qué la inconsistencia con su gigante revolución en la literatura? ¿Hernán Cortés o Bernal Díaz del Castillo?

Pasada la brecha fundacional del Ensayo resulta innegable que su evolución hasta nuestros días ha marcado una escuela propia. El monólogo interior se ha perdido (no del todo) para dar lugar a algo más próximo a lo que el Montaigne-personaje elucubraba en torno al Ensayo. Es difícil, no obstante, debido a su origen imprevisto, consolidarlo como género autosuficiente. Producto del flujo de conciencia en los albores, el Ensayo no puede más que valerse, en lo que se refiere a métodos escriturales y temáticos, de lo único a lo que uno recurre al momento de pensar: absolutamente todo. Por eso su inasequibilidad en torno a un lenguaje determinado. Por eso la extensión y su forma varia. Por eso el aparente desvarío. Algunas lecturas contextuales ayudaron a Montaig ne a consolidarse como padre del género. Conozco, por ejemplo, que tras escribir Essais viajó y consignó en un diario (descubierto y dado a conocer el pasado siglo) lo que veía y le interesaba. El diario, lo que su símbolo sugiere de inicio, corresponde a una lectura íntima; a esto hay que sumar la condición del viajero. Diario y travesía. ¿Será por ello que al Ensayo se lo ve de continuo como el viaje exploratorio del yo a través de un tema? El yo. Montaigne lo subraya más que como simple modelo de escritura. “Yo mismo soy el contenido de mi libro.” Aunque, si yo mismo me escucho pensar estas palabras, ¿debería considerarme cuerpo o sombra bajo lo que proyectan? He paseado este yo por mi cabeza. He visto el movimiento en otros, sus palabras, sus decires del mundo. ¿Suyas o mías las ideas desprendidas del diálogo? ¿Me pertenecen? Y si no, ¿de dónde nacen? Lo dijo ya un filósofo hace mucho tiempo: “la patria de un hombre sabio es el mundo”. Sí: pero la patria de un pensador que sueña está en las personas que lo habitan.



Andrés Hirales (La Paz, 1992) es crítico literario y poeta. Licenciado por la Universidad Autónoma de Baja California Sur, actualmente está por concluir la maestría en Literatura Hispanoamericana en El Colegio de San Luis.