CONCURSO 49 / No. 210

Versos escritos a algunas millas de la abadía de Tintern,
de regreso de los bancos de Wye durante un paseo. 13 de julio de 1798*




El Colegio de México


William Wordsworth, “Lines Written a Few Miles above Tintern Abbey, on Revisiting the Banks of the Wye during a Tour, July 13, 1798”, en R. L. Brett y A. R. Jones (editores), Wordsworth and Coleridge Lyrical Ballads, Londres: Routledge, 1991, pp. 110-115.



¡Cinco años han pasado; cinco largos veranos
con sus largos inviernos! Y otra vez
oigo el discurso, plácido y profundo,
del rumor de estas aguas que descienden
de las fuentes de las montañas.
Y admiro una vez más las cumbres afiladas
que imprimen pensamientos melancólicos
sobre un paisaje agreste y escondido
y lo unen a la quietud del cielo.
Llegará el día en el que aquí repose
de nuevo bajo el arce umbrío
y mire las estancias y los huertos
abundantes que, en esta temporada,
los frutos inmaduros aún, visten
un mismo tono verde y se confunden
entre el follaje y la espesura. Y veo
otra vez estos setos vivos,
apenas setos, en hileras bajas
de arbustos juguetones y salvajes;
las granjas verdes con sus verdes puertas;
y las coronas fúnebres del humo
que se levanta silencioso sobre
la copa de los árboles y que apenas se advierten
en el camino del viajero
que recorre los bosques sin moradas
o desde la guarida del asceta
donde, lejos del mundo,
se sienta el Eremita junto al fuego.
          Aunque por largo tiempo ausente,
estas formas de la belleza
no han sido para mí como es el paisaje
para el ojo del ciego: a menudo en cuartos
solitarios, entre el estrépito
de pueblos y ciudades, en horas de zozobra,
me han concedido sensaciones dulces
que he sentido en la sangre, dentro del corazón,
e incluso se han introducido
en la región más honda de mi mente,
restaurándola con serenidad;
sentimientos de un gozo que no se recordaba
y que acaso no fueron nimios
y tal vez constituyen una de las mejores
partes en la existencia de una buena persona;
sus actos olvidados, anónimos y humildes,
de bondad y de amor. Además, creo,
les debo otro regalo, uno de más sublime
naturaleza; ese bendito ánimo
con el que el peso del misterio,
con el que el grave y extenuante peso
de todo este mundo indescifrable
se hace ligero:
ese ánimo bendito y sosegado
con el que los afectos nos conducen
—el flujo de la sangre y la respiración
cerca de detenerse— hasta que el cuerpo
se sumerge en el sueño y nuestro espíritu
viviente se levanta; y con la vista abierta
por el poder de la armonía
y el profundo poder de la alegría
atisbamos la vida de las cosas.
        ¡Si esto no fuera cierto!
Y, sin embargo, cuántas veces
en la negrura y entre las variadas
figuras de la triste luz del día,
cuando las frívolas ocupaciones
y la fiebre del mundo
se han adueñado de mi corazón,
¡cuántas veces, en alma, he regresado a ti,
silvestre Wye! ¡Caminante del bosque,
cuántas veces mi espíritu ha regresado a ti!
         Y ahora, con el fulgor de un pensamiento
a punto de extinguirse, con vagas y borrosas
evocaciones y con cierta triste
perplejidad, de nuevo, se reaviva,
el recuerdo que mora en mi cabeza
mientras estoy aquí parado,
consciente del placer presente
y el pensamiento placentero
de que en este momento hay vida y alimento
para tiempos futuros. Y me atrevo a creer,
diferente, sin duda, de quien era
cuando vine por vez primera a estas colinas
y, semejante a un corzo, recorrí las montañas,
el margen de los ríos hondos
y las corrientes solitarias,
donde fuera que la naturaleza
me condujera, que era más un hombre
que huía de sus miedos y no uno que buscaba
aquello que adoraba. En ese entonces
(esos simples placeres de cuando era joven
y andaba como un animal alegre,
ya se han marchado) la naturaleza,
para mí, lo era todo. Me resulta
difícil describirlo con palabras:
la sonora cascada me tomó,
igual que una pasión, por arrebato;
la alta peña y las cumbres y los bosques profundos
y umbríos, sus colores y sus formas,
despertaban en mí un deseo,
un sentimiento y un amor,
que no necesitaba de algún otro deleite
del pensamiento ni otra maravilla
que la ofrecida al ojo. Ese tiempo ha pasado
con todas sus ansiadas alegrías
y todos sus violentos arrebatos.
No es por eso que desfallezco,
ni por lo que suspiro ni musito,
pues me han dado otros dones;
la recompensa, a cambio de esa pérdida,
fue abundante, pues he aprendido
a ver el mundo de otro modo,
no con los ojos de la irreflexiva
juventud, sino oyendo la música, calmada
y triste, de la humanidad,
ni áspera ni molesta aunque con una fuerza
que se impone y doblega. Y he sentido
una presencia que me agita
con el gozo de pensamientos nobles;
la sensación sublime de algo profundamente
unido y que reside en los atardeceres
y en el ancho océano y en el aire animado,
y en la cúpula azul del cielo
y en la mente del ser humano;
motor y espíritu que impulsa
a todos los seres pensantes,
a todos los objetos de todo pensamiento,
y que circula adentro y entre todas las cosas.
Por eso es que aun soy amante
de los campos, los bosques, las montañas
y de toda esta verde tierra que contemplamos;
de todo este maravilloso mundo
que se ofrece a la vista y al oído,
que ambos crean y sienten.
Con placer reconozco en la naturaleza
y en el lenguaje de las sensaciones,
el contrafuerte de mis pensamientos
más puros; y también al cuidador,
guardián y guía de mi corazón;
y el alma entera de mi ser moral.
         Aunque esto no lo hubiera
comprendido, quizá mi noble espíritu
no desfallece porque estás conmigo
en los hermosos bancos de este río:
tú, mi querida amiga, a la que amo;
y en tu voz oigo hablar al corazón
y en la luz de tus ojos indomables
siento las alegrías del pasado.
¡Hermana mía, me haces recordar
de nuevo al que antes era! Y digo esta plegaria
sabiendo que Natura no traiciona
el corazón de quien la ama;
y sabiendo que tiene el privilegio,
a lo largo de toda nuestra vida,
de guiarnos de alegría en alegría;
al pensamiento inspira y lo restaura
con sosiego y belleza y lo alimenta
con ideas sublimes que ni las ponzoñosas
palabras ni los chismes ni las burlas
o el desdén de los egoístas,
ni su saludo hipócrita, ni todos los pequeños
sufrimientos del día a día podrían
dañarnos o quitarnos la certeza
de que éste, nuestro mundo,
es un lugar maravilloso. Deja,
pues, que la luna alumbre tu camino
solitario y que sople contra ti
el viento fresco de las altas cumbres.
Años después, cuando estas alegrías
agrestes hayan madurado
en un placer sereno; cuando tu pensamiento
sea la residencia en la que habiten
todas estas imágenes preciosas
y sea tu memoria la morada
de todos estos dulces sonidos y armonías;
entonces, si la soledad o el miedo
o el dolor o la pena te rodean,
¡acude a estos recuerdos curativos
de tierno amor y acuérdate de mí
y de esta exhortación! Quizá, si me encontrara
donde no pudiera escuchar tu voz
ni ver tus ojos libres que reflejan
las reverberaciones de una vida pasada,
no olvidarás que en este hermoso río,
sobre sus bancos, estuvimos juntos,
y que, siervo de la Naturaleza,
vine a adorarla o, mejor dicho, vine
a venerarla con el más profundo
y tierno amor sagrado. No olvidarás, quizá,
luego de mucho andar, luego de muchos años
de ausencia, que estos bosques y altas cumbres
y este paisaje exuberante y vivo
los he amado en su soledad y, aún más,
¡porque los has visitado conmigo!



Mario Salvatierra (Mérida, Yucatán, 1988). Publicó el libro de poesía Roldán (Libros del Marqués, 2015).