Literatura emergente de Querétaro / No. 208
 
Querétaro, 1983






A orillas del pueblo, hay un grupo de árboles niquelados que parecen ser contrarios a la
metafísica.
Al centro del pueblo hay una vara de cadmio. Crece a su alrededor una capa blanquecina
de gas zyklon. Cables y escombros señalan su aparición como esta garra disecada en la
garganta de un soldado austrohúngaro.
Es un pueblo atrapado en la ecuación del cianuro, petrificado en su página en blanco,
bajo el sol del trópico.
A diferencia de la ciudad o del trailerpark, el pueblo emerge en la córnea sobre su
graciosa escama, pinchazo de cefalea en el lóbulo superior derecho.
Hay un daguerrotipo de 1883: el pueblo prescribe su gramática, cartografía violácea en el
vértice angustioso del cuello.
Es complicado identificar la diferencia entre la ontología y la pulpa de la resina sin inculcar
la esclerosis en sus habitantes.
No hay rastros de hurones, de serpientes evaporadas, de guardabosques pálidos y
ligeramente anestesiados, de senderos que inyectan a la fábrica.
Tal vez se trate de la conducta de los viajeros, cuando el color de sus manos retrasa la
aparición de las hormigas, dejando al pueblo un sabor acre que se percibe en las
comisuras.



Comunión

Elegí acostarme sobre el puño de tu homicidio,
la espuma llena
                               mis palabras de cal,
mientras el crucifijo que llevo en el pecho
se ahoga por tanta sombra que hunde sus manos
hasta sacar ese coágulo
de mi voz cortándose en tus párpados.

Mientras floto
se hunde mi corazón ciegamente ascendido.
Los caprichos que conservo detalladamente en los labios
me dicen cuán inútil fue
delirar por tus halagos
                                       como el bronce delira
el golpe que muerde la herida del contrincante.

Elegí acostarme sobre tus fracasos,
en la cobardía de esconder nuestros tarros de aceite.
Llorar, esperar,
quise ser una roca del santuario
y amarrar toda la hipocresía de los candelabros
para conocer de rodillas
todos aquellos que escupieron con rezos en mis llagas.
El polvo que conocieron mis sandalias
no fue suficiente
en la peregrinación angustiosa de tu ira.
Pero mientras siga acostada
y el universo sea tan sólo
ese jardín donde puedo ahorcarme sin tu voz,
quiero incendiar
estas varas de enebro en mi cuerpo
para sentir al fin
los vanos mundos, la belleza impura.

Sólo conozco la gracia
en los jardines donde baila el seconal con su antifaz de brillantina

Mi madre vende tortillas
Esconde en su canasto

Llega
Toca mi hombro
Me dice:
Hay una hilera de glóbulos negros que se te enredan en los ojos
Pronto me haré cargo
                                    ¿Quieres mazapanes?
Sólo conozco la gracia
en los tallos negros de la palabra de Dios.



La habitación de Pascal

                        I
Detrás de este árbol seco donde suena la piedra
entre los duros huecos del agua,
ahogo mis ojos
en las amargas branquias de este epitafio.

No saldrá otra lechuza,
                                no saldrá otro ciervo lamiendo
la envenenada corteza del durazno,
no saldrá otra vez aquel zorro
desde las pesadas raíces
sin que se arrastre la negra paciencia del musgo.

Los árboles no me dejan ver el bosque.

Trepan verdinegras frases
al gangrenado cuello del sauce:
                   son pensamientos condenados de forma fetal
a empujarse ahogados a la página en blanco.

Detrás de este árbol seco que lleva
hasta la colina mi terca armadura,
puedo escribir este epitafio.

No recuerdo cuánto tiempo llevo perdido,
pero estos pájaros
que me condujeron hasta aquí
son esa ciega encrucijada
que me hace estrangular
el oro y la locura del incesto.

En esta colina también
los líquenes aúllan:
                          ¿quién diría, al oírme, que nunca
vi nada, que nada oí sino sus tallos? Resina o arbustos,
alcatraces en fila brillando secamente cuando anochece despacio.

El bosque huye de los ojos.

Se escriben rojos candelabros
en la garganta
                       desgranando
una serie de trozos perversamente visibles.
Pero nunca hallaré el bosque donde me encuentre.

                         II
Cuando escribo la frase "los árboles no dejan
ver el bosque" aquel nudo de luz se proyecta
sobre piedras amontonadas, verdinegro
derrame de palabras, derrame de la imagen
en el oxidado espejo de la córnea.
                                                  El bosque existe.
Largos senderos hasta la noche, zodiaco entre dos lanzas,
Lluvia de flechas en el terco matorral de la oscuridad.
                                                                      Ocultarse
no es un carácter meramente óseo,
sino una cualidad infecciosa que, al verterse
detrás de los músculos, arde latente
en las líneas capilares del pensamiento.
                                                              Así vuelvo a escribirme
lentamente sobre la página de este bosque.
Debajo de cada palabra, debajo de cada
árbol enterrado hasta la médula,
ahora sopla una cortina de hojas
que puedo recortar desde el sótano del pecho.

Por finos que los cortes sean,
siempre las vértebras tendrán algún grosor,
alguna profundidad, algún adentro
invisible e intangible que nunca podré atravesar
con la esclerosis púrpura de mis piernas.

Puedo asediar con el cuchillo en la mano
las paredes de cada palabra,
                                             limpiando
cada significado que no puedo lamer:
¿Cómo lograr la superficie que me pide, inmediatez
que configura la leucemia, el molde para el naufragio?
¿Cómo volver este bosque al clima inmediato de los sentidos?




Tadeus Argüello Poeta. Ha colaborado en revistas como Metrópolis, Separata, Tierra Adentro, Crítica, Luvina. Es autor de Los días de la noche (Fondo Editorial de Querétaro, 2013), Black Arcadia (Calygramma, 2013) y Teorema de Medusa (Editorial Letras de Querétaro, 2015). Ha sido becario de la Escuela de Escritores de Querétaro de la SOGEM (2002-2004), del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes (2002-2003) y del Centro de Estudios Cervantinos “Eulalio Ferrer” (2008-2009).