Literatura emergente de Querétaro / No. 208
 
Celaya, 1985





El lado romo

Pasábamos por un mal momento. Mi mujer se deprimía todas las tardes mirando un lunar de humedad en el techo, las deudas entraban deslizándose por debajo de la puerta y yo estaba por cumplir ocho meses de haber sido sepultado, situación que complica las chances de ayudar en algo.

Sin embargo, lo que aquel domingo tenía preocupada a mi mujer no eran las dos rentas atrasadas, sino la promesa de un pastel de zanahoria y cardamomo. Había acordado con Yolanda, nuestra única hija, que ése sería su aporte a la fiesta de Coque, y, para una mujer como la mía, nada era tan cardinal como el compromiso de llevar el postre

El problema era la salud del refrigerador. La pensión de viudez no bastaba para rellenarlo, y de un tiempo a la fecha no había en él lo mínimo para preparar un buen caldo, ya no digamos un pastel de cumpleaños.

Temprano, Aurora abrió su recetario en la página que mostraba la fotografía de un perfecto cilindro esponjoso. De la lista de ingredientes mi mujer cumplía sólo con el azúcar y tres zanahorias torcidas. Revolvió la alacena buscando harina o algún frasco de Royal, pero sólo halló algunas latas de garbanzo en salmuera. No quedaba de otra; tendríamos que ir al mandado. Y si digo “tendríamos” es porque desde que morí sigo a mi mujer a todos lados. Debe de ser mi condena por no haberle hecho caso. Toda la vida me estuvo friegue y friegue con que dejara de tragar tanta azúcar, y yo la ignoré sistemáticamente hasta que me amputaron la pierna derecha en diciembre. Cojo y arrepentido, lo que más me dolió fue afrontar que no volvería a hundir los pedales de mi vieja Ranger, que se quedó en la cochera acumulando polvo. La dieta libre de pan glaseado sirvió de poco o de nada. Mi organismo andaba en las últimas, y aún no se terminaba la primavera cuando ya me estaban velando en la funeraria municipal. Creí que me cremarían. Era lógico pensar que habría algún descuento por calcinar a un cojo, pero no fue así. Me metieron en una caja de pino que por obvias razones me quedaba guanga. ¿Qué te costaba desayunar sin cocacola?, me reprochó Aurora, acercándose a mi oreja fría. Me lo sigo preguntando. ¿Qué me costaba?



Aurora tomó su monedero del cajón del buró. Después fue a la cocina por el morral de malla y descolgó las llaves de un clavito. Antes de abrir la puerta contó los billetes (uno, dos) y los apretó muy fuerte entre las manos. Miró mi fotografía en el portarretrato, me lanzó un beso con las cinco puntas de los dedos y salimos a la calle.

La seguí por dos cuadras hasta el puesto de periódicos, y de ahí giramos a la derecha rumbo a la parada de autobuses. Si diez veces le quise enseñar a manejar, diez veces acabamos peleados. Por eso, en mi ausencia, no tuvo otra opción que aprender a moverse en camiones, y por lo mismo, el día en que las deudas comenzaron a asfixiarla, aceptó la bicoca que un vecino le ofreció por la Ranger.

Al llegar a la parada, Aurora se acercó al checador que anotaba en una libretita las estadísticas de los microbuses que pasaban zumbando a su lado. Le preguntó cuál iba para el mercado Buenaventura, y el sujeto le enlistó las opciones. Me extrañó que Aurora quisiera ir al Buenaventura, un mercado popular y bien surtido, pero que nunca frecuentábamos porque quedaba en el otro extremo de la ciudad. Esperamos unos minutos a que pasara alguna de las rutas sugeridas. Mi mujer, que había olvidado sus lentes, hacía rendija los ojos en un esfuerzo por leer los números pintarrajeados en los parabrisas con boleador blanco. Cuando la 88 se acercó lo suficiente para descubrir que en realidad era la 68, Aurora le hizo la parada y confirmó el destino. Pagó el pasaje con el billete chico. El chofer le entregó el cambio antes de meter primera y pisar el acelerador como si lo odiara. Mi mujer, que estaba distraída guardándose las monedas, trastabilló, se golpeó la espinilla con el filo de una butaca y fue a chocar contra la espalda de un joven patineto que volteó a verla sin ocultar su desprecio. Aurora se recompuso, echó un vistazo y corroboró que no había ningún asiento libre para descansar las várices. Si es que había caballeros a bordo, éstos se hacían mensos mirando por las ventanas o hacia la pantalla de sus teléfonos. Aun bien aferrada al pasamanos, mi mujer estuvo a punto de caerse a causa del vaivén de los enfrenones, hasta que el camión engulló una docena de personas y ella quedó apelmazada y segura entre la nata de pasajeros.

Una hora más tarde nos bajamos en la esquina de Buenaventura, justo frente a la estatua de un fraile compungido. El viaje, debo decirlo, me tenía entusiasmado. Como resulta bastante aburrido ser un marido etéreo, sometido al sedentarismo de su esposa, me emocioné apenas nos adentramos en los pasillos del mercado y me hallé rodeado de vendedores exhibiendo su piratería, de señoras en pants escogiendo la verdura, de niños greñudos contemplando los juguetes, de ancianos preguntando cuál hierba era buena para la gota y cuál para el estreñimiento. En el piso había restos de frutas y latas aplastadas, y de fondo se oía el barullo del reggaeton y el regateo, la música ambiental de cualquier tianguis.

Un sinfín de triques demandaba mi atención, y con gusto me hubiera quedado ahí a verlo todo, embobado y feliz, de no ser porque Aurora echó a andar hacia el mercado estacionario y me fui tras de ella, como un globo atado a su muñeca. Voluntad; de eso carecemos los muertos.

Mientras que allá por nuestros rumbos, en el mercado Asunción, hasta el de la cremería la saludaba de beso, acá en el Buenaventura nadie conocía a mi mujer, que jugaba de visitante. Tuvo que preguntar dónde encontraba insumos de repostería, y en media hora ya tenía embolsada la harina, el cardamomo, media docena de firmes y rectas zanahorias, media charola de huevo y algo más para llenar el refri. Se aseguró de que no le faltara nada y a lo último revisó el monedero. Sobraba lo justo para el pasaje de regreso.

Abandonamos el mercado y volvimos a los tenderetes. Pensé que ya nos íbamos, que se había terminado nuestra brevísima aventura dominical, pero, en lugar de tomar el pasillo principal, Aurora se dio vuelta a la izquierda, hacia las entrañas del tianguis, y comenzó a serpentear por los corredores. No logré adivinar qué era lo que estaba buscando. Mi mujer se paraba sin más frente a un puesto cualquiera, generalmente mosqueados por niños y jóvenes. En este orden, se detuvo en una carpa en donde vendían jerseys de fútbol, en una de blue rays, en una de carritos a escala, en otra de juguetes a control remoto y en otra más de pistolas de balines que atendía un cretino vestido de camuflaje.

Cuando parecía que lo habíamos visto todo y era momento de la retirada, Aurora notó que al fondo del pasillo había un puesto montado sobre tarimas, con varias pantallas planas y una turba de adolescentes en derredor. Nos acercamos. El local lo regentaba un sujeto gordísimo, inabarcable, enfundado en unos pants Adidas de color rojo. Estaba sentado sobre un banco muy alto, lo que hacía recordar una de esas manzanas con caramelo empaladas en una banderilla. Desde ahí pregonaba, indolente, los precios de su mercancía a todo aquel que preguntara. De inmediato me dio mala espina: no es de fiar ningún obeso con ropa deportiva. Aurora se mantuvo detrás del muro de pubertos, hasta que logró colarse en un hueco que dejaron dos clientes satisfechos. En la mesa se exhibían cámaras, controles y videojuegos, y un centenar de discos con portadas exóticas. Además, apiladas en una torre, había varias consolas portátiles de múltiples colores. Se les quedó viendo un rato, alternando su mirada entre la torre y el gordo de los Adidas rojos.

En ese momento supe lo que haría.

Me hubiese gustado haber poseído al joven que estaba junto a Aurora para sujetarla de los hombros y zarandearla levemente, o siquiera para acercarme a su oído y decirle: vieja, no chingues, no lo hagas. Pero lo hizo. En cuanto el gordo de los Adidas se distrajo, mi mujer tomó una de las cajas y se la embolsó en el mandado. Fue un movimiento rápido, se lo reconozco. El latigazo de un mañoso en ciernes. Pasaron algunos segundos en los que mi mujer se hizo la zarigüeya para intentar pasar desapercibida. Su pecho era un tambor en batucada, hasta que poco a poco se fue apagando conforme se convencía de que estaba a salvo, de que nadie la había visto. Entonces, justo al querer dar media vuelta y retirarse lentamente, un muchacho le atenazó la muñeca.

—Méndiga vieja —le dijo—. ¡Jefe, nos quieren chingar!

Decenas de cabezas se giraron. Mi mujer comenzó a temblar. Quiso zafarse, pero el muchacho la tenía bien sujeta. El gordo en Adidas se bajó de su banquito y se dejó venir por un costado del local, abriéndose paso entre la gente que le estorbaba. Aurora reaccionó; haciendo un último esfuerzo, dio un tirón con todas sus fuerzas y se soltó. Echó a correr pero no avanzó ni un metro cuando algo la jaló de la blusa y fue a dar de nalgas contra el suelo, aturdida, entre puros zapatos y pantorrillas.

—¿A dónde, pinche ratera? —le gritó el gordo en Adidas, levantándola de los cabellos—. Ya te cargó la verga.

La gente se apartó, escandalizada, formando un círculo alrededor de ellos, como cardumen tras la pedrada. Si no se instaló un silencio absoluto fue porque del puesto de discos provenía una cumbia. Rápidamente, el gordo hurgó en la bolsa del mandado. Sacó la harina y las zanahorias, y por último la caja de la consola, que restregó frente a los ojos de mi mujer.

—Tiro por viaje —dijo el muchacho, muy ufano.

—Agárramela —ordenó el gordo.

Furioso, volvió hasta su silla y removió la mochila que colgaba en el respaldo. El pinche muchacho tenía a mi mujer sometida, haciéndole manita de puerco. Con la que le quedaba libre, ella se sobaba la cabeza y el cuero cabelludo. Apenas logró contener el llanto. Los mirones se limitaron a mover la cabeza reprobatoriamente, para luego alejarse y dar oportunidad a que un nuevo metiche se enterase del borlote.

—Estése quieta —amenazó el muchacho—. Para qué anda de lacra.

Los vivos se consuelan creyendo que los muertos los cuidamos, pero eso no es verdad. Nos limitamos a ver cómo la cagan.

El gordo regresó bufando, con algo entre las manos. Se plantó frente a mi mujer y, como hablándole a Juan para que entendiera Pedro, dijo muy fuerte, casi gritando:

—¡Y esto es cada ocho días! ¡Siempre con las mismas chingaderas!

Lo que llevaba eran unas tijeras cromadas, y por un momento me ericé al pensar que apuñalaría a Aurora, ahí, en pleno tianguis. En ese instante deseé no haberme comido tantas donas glaseadas, tantos tamales fritos ni tanto champurrado en ayunas, deseé no haber ignorado a mi mujer ni al doctor de la farmacia, deseé no estar muerto y no haber perdido la pierna derecha, sólo para poder agarrar un poco de vuelo, correr y meterle un patadón en los huevos a ese hijo de puta. Pero los muertos no tenemos ese derecho. Nada de arrastrar cadenas. Nada de voltear portarretratos. Nuestra condena es contemplar cruzados de brazos.

En cuanto mi mujer observó las tijeras se deshizo en ruegos. Pidió clemencia, alegando que era su primera vez, que nunca en su vida había robado, y que jamás lo volvería a hacer. El gordo, en plan de verdugo, la miró a los ojos. Le levantó la cola de caballo y dijo:

—Te perdono, hija de la chingada, pero pelona —y dio el tijeretazo.

Parte del público contuvo la respiración.

El muchacho ajustó la llave del brazo para que el dolor la inmovilizara, mientras el gordo tensaba los cabellos de mi mujer y los pasaba por el filo del metal. Los mechones caían por sobre el rostro de Aurora. Agachó la cabeza y vio el pelambre de canas que se acumulaba en el suelo. La muchedumbre, escandalizada, se relamía los bigotes del morbo. Algunos apuntaban con sus teléfonos celulares como si empuñasen crucifijos, ávidos de grabarlo todo y mostrarle a su familia la evidencia de lo que pasó en el mercado. Otros simplemente pasaban de largo, indiferentes o cobardes. Mi mujer se tapó la cara con la mano libre mientras la tusaban. Entonces fue que dijo mi nombre. Lo dijo tres veces. Mi pobre mujer invocó al inútil de su marido muerto, que no hizo más que ver cómo aquel gordo se esforzaba en segar lo más cerca del cuero cabelludo, raspando su cabeza con el lado romo de las tijeras, ese que no corta pero igual lastima.



Dos policías que estaban desayunando barbacoa fueron interrumpidos por alguien que les avisó del ultraje. El primero de ellos llegó anunciándose con un silbato. Su compañero, un tanto más tripón, lo alcanzó jadeando mientras apretaba los botones de su walkie-talkie. De inmediato contuvieron al gordo de los Adidas y le ordenaron que soltara el arma blanca. No opuso resistencia. Después se acercaron a mi mujer y le examinaron la cabeza trasquilada. A los dos los escoltaron hacia la salida en medio de una rechifla generalizada y algunos aplausos.

El sol nos acribilló fuera de los entoldados. En la calle había dos patrullas estacionadas una detrás de la otra. Al gordo lo subieron en la primera y a mi mujer en la siguiente. Una vez dentro, Aurora se tocó la cabeza y revisó sus dedos. No halló ningún rastro de sangre, a pesar del dolor en el cuero tasajeado.

—Ay, doña. Ya no tiene años para estas cosas —le dijo el policía del silbato cuando se trepó en la camioneta, como aludiendo a un rango de edad para empacarse lo ajeno.

Aurora no respondió. Mantuvo la vista en los tapetes de plástico. Luego le ganó un puchero y se quedó frotándose las manos. El policía se bajó de la camioneta y caminó hacia la otra patrulla para encontrarse con su compañero. Era de suponer que los llevarían a la delegación. En su derecho de una llamada, mi mujer marcaría a la casa de Yolanda y la fiesta se cancelaría. Pero pasaron los minutos, y al cabo de un rato el policía volvió, recargó el codo en la puerta, se asomó por la ventana y dijo:

—Seño, esto casi nunca lo hacemos, pero es domingo. El individuo que le pasó tijera declara que si usted no levanta cargos por agresión, él tampoco lo hará por robo. ¿Qué procede?

Mi mujer se sorbió los mocos y se llevó una uña a la boca. Asintió.

De nueva cuenta, el oficial se alejó para hablar con su pareja, y volvió un minuto más tarde para subirse a la patrulla y encender el motor.

—¿Dónde vive? —preguntó el policía.

—Por la plaza Cienfuegos, detrás del polideportivo.

—Uy, ¿y qué andaba haciendo hasta acá? —dijo sonriendo, mirándola por el retrovisor. Esperó la respuesta que no iba a llegar, luego prendió la estéreo y aceleró.



Entramos a la casa cuando el reloj de la cocina marcaba las tres y media. Aurora subió las escaleras y fue directamente al baño de nuestra habitación. Hasta ese momento no había visto su reflejo en ninguna superficie. Con los ojos cerrados, caminó hasta detenerse frente al espejo. Luego los abrió. Los pocos mechones largos convivían junto a boquetes enormes a ras de cráneo. Se quedó un tiempo así, sin quitarse la mirada de encima, como regañándose, como obligándose a reconocerse sin lograrlo. Entonces buscó en los compartimentos del neceser mi vieja rasuradora eléctrica. Las navajas estaban sucias y cubiertas por una película de óxido reciente, pero debían conservar su filo porque con ellas me emparejé la barba una semana antes de mi muerte. La encendió, y tan pronto el motor comenzó a vibrar, Aurora rompió en llanto. Yo sabía que aquel ruido le molestaba, sobre todo en las mañanas cuando me afeitaba y le interrumpía el sueño.

Se pasó la máquina una y otra vez. Noté que le dolía la piel pero siguió podando hasta que consiguió un césped canoso en toda la coronilla. Al terminar, limpió los trocitos de cabello que habían quedado en el lavabo, y luego, volteando hacia nuestra cama, dijo:

—Sé que estás aquí. Sé que me escuchas —hizo una pausa antes de que se le quebrara la voz. Tragó saliva—. ¿Qué tal me veo?

Guardó silencio, segura de que iba a responderle. Yo me le quedé viendo, desde este lado impedido. Luego arrugó la frente, hizo un gesto raro y se fue a acostar.

Tumbada en la cama, escuchó el teléfono de la cocina. Al otro lado de la línea Yolanda estaría preocupada, preguntándose qué es lo que había pasado, por qué su madre no estaba en la fiesta de cumpleaños de Coque, cantando el dale-dale a la piñata y consiguiendo las diez velas para el pastel de zanahoria. Me hubiera encantado acompañarla, pero Aurora ni siquiera amagó con levantarse para ir a contestar. Simplemente dejó que el teléfono repiqueteara hasta el cansancio.

Por la noche mi hija y mi yerno vendrían a buscarla, llamarían a la puerta y se enterarían de todo. O tal vez lo sabrían antes, luego de que algún testigo subiera el video que la haría famosa. Mientras tanto estaba resuelta a no salir de la cama. Mi mujer sería incapaz de llegar a una fiesta con las manos vacías y la cabeza rapada.




Jaime He. Diseñador industrial por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y maestro en Creación Literaria por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Ha colaborado en diversas antologías de narrativa y ensayo. Publicó, en coautoría con Fernando Jiménez, el díptico Duplaquette (Herring Publishers, 2015), y es autor del libro de relatos Melancolía de los pupitres (Fondo Editorial de Querétaro, en prensa). Fue finalista en la primera y segunda edición del Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila (2015 y 2016), y obtuvo el Premio Ignacio Padilla (2017). Es becario del PECDA en la categoría de novela (2017-2018) y gestiona el espacio cultural “Vendedores Paraíso-Zona de Escrituras”.