Literatura emergente de Querétaro / No. 208
 
Querétaro, 1996





Mariposa de acero


La carretera se adentraba en las entrañas del desierto como una delgada lengua de concreto. Iba más allá de donde los ojos de Gregorio, debajo de sus gafas de protección, alcanzaban a divisar. Giró la cabeza para encontrarse con la silueta de Doug, que iba a su lado. Caminaban por en medio del pavimento, único rastro de edificación humana venida a desafío contra el paraje cuya desolación alimentaba violentas tolvaneras de tierra escarlata. Ambos, ataviados con jorongos color mate y gruesas bandanas de lino que los cubrían desde el arco de la nariz hasta la boca, resistían el embate del clima. Anochecía. Un resuello causado por el polvo raspando el suelo cruzó el fragmentado trayecto. Voltearon a verse y Gregorio, a pesar de estar frente a un rostro casi totalmente oculto, alcanzó a distinguir un gesto tranquilizador en su compañero: un leve movimiento de cabeza, una calma que se adivinaba en el brillo de los ojos y que los cristales de las gafas no podían ocultar. Faltaba poco.

Gregorio se imaginó a sí mismo surcando ese camino montado en su vieja motocicleta, sería como una flecha plateada que pasa a través de los remolinos. No pudo reprimir una sonrisa. Esa chatarra no volvería a atravesar nada. No sin gasolina. Y hacía años que dejó de producirse una sola gota. Frenó sus pensamientos y antes de que se diera cuenta, a un costado de la carretera, vio que se alzaba la figura de un autobús. La polvareda estaba menguando, la visibilidad era cada vez mejor. Habían llegado.

El otrora transporte, ahora desmantelado, sin vidrios ni llantas, yacía sobre el rojizo polvo, parcialmente devorado. La oxidación había carcomido su estructura. La pintura se había saltado y en varias partes tenía el aspecto de pétalos que brotaban del metal. Encima del camión, un hombre exageradamente obeso, con megáfono en mano, vociferaba frases como si se encontrara en la entrada de un circo, invitando a los transeúntes, o en un mercado de feria, repitiendo ofertas y recompensas.

—¡Sólo por esta noche se pagan cuatro mil ochocientos quince! ¡En ningún otro lugar encontrarán precio más alto!

Gregorio estaba estupefacto. No supo por cuánto tiempo se quedó mirándolo. Escuchándolo. Reaccionó al oír la voz de Doug.

—Es allá atrás. No dudes. No tengas miedo.

Se dispuso a acercarse, se quitó las gafas y descubrió su boca. Siguió viendo con fascinación el autobús convertido en centro de operaciones e improvisado tapanco. La luna echaba sobre él una luz que le otorgaba un aura de solemnidad y el gordo parecía estar parado sobre un elefante muerto. Las transacciones eran rápidas, los compradores habían agilizado las operaciones comerciales. Nada de problemas burocráticos, papeleos o confusiones crediticias. Sólo el viejo y confiable entregas-recibes.

Gregorio rodeó el autobús. Allí, envueltos en sombras, unos compradores esperaban detrás de una mesa de plástico. Se aproximó hasta ponerse frente a frente, sólo separados por el remedo de escritorio. De aquéllos, sólo era distinguible una serie de siluetas indefinidas. Con decisión, uno dio la vuelta al obstáculo para ponerse a escasos centímetros del recién llegado, un halo plateado emanaba de su cuerpo serpenteante. Gregorio desabotonó su camisa y ofreció su torso desnudo. Una mano pálida, cadavérica y tan lechosa como el más puro de los blancos, atacó con frenesí su pecho traspasando la rosada carne sin dejar marcas visibles. Sentía dentro de sí la mano ascendiendo por la columna vertebral hasta su cerebro, sintió un escalofrío, una comezón en la base del cráneo y por un instante creyó que se desvanecería y moriría. Luego todo terminó. Como si decidiera a voluntad su corporeidad, lentamente fue sintiendo que la mano del ente descendía hasta empezar a desprenderse de su tórax, trayéndose entre los níveos dedos un finísimo hilo color carmesí.

Unas gotas de sudor resbalaron por la frente de Gregorio. El comprador, satisfecho, apretaba el tesoro entre sus falanges, como si la vida se le fuera en ello. Sobre la mesa cayó una bolsa raída que produjo un desencajado ruido metálico. Estaba repleta de monedas. Gregorio titubeó. El ser le instó a tomarla con un ademán. Gregorio, notablemente fatigado, la tomó entre los brazos, dispuesto a marcharse. Nunca sabría si lo que vio antes de voltearse fue una especie de sonrisa en esa cara sin forma o un engaño óptico cualquiera.

Llegó junto a Doug, que lo recibió con palmadas en la espalda. Empezaron a andar sobre la carretera abandonada. Mientras se alejaban siguieron escuchando por un buen rato al regordete ofertante, los zumbidos y vibraciones del megáfono. Antes de que el sonido desapareciera, Gregorio escuchó que empezaron a cantar y reconoció la canción.

Oh, won’t you come with me
And take my hand
Oh, won’t you come with me
And walk this land
Please take my hand
Resignado y con su pago aún entre las manos, Gregorio siguió caminando junto a su compañero. A lo lejos, en los llanos que dominaban el desierto, una víbora dejó embarrada su figura sobre el suelo y, al ocultarse la luna, una lluvia fina y ligera empezó a caer, velada y monótona. De las dos figuras sin alma en aquel paisaje nocturno, pronto no quedó más que un esbozo.



Juan Ramón Ríos. Narrador en ciernes, estudiante de medicina y apasionado del cine. Ha publicado en medios como La Jornada Semanal, crash.mx y Pez Banana.