Literatura emergente de Querétaro / No. 208
 
Querétaro, 1990






#SanMiguelCarrillo

Después hubo una gran batalla en el cielo:
Miguel y sus ángeles luchaban contra el
dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles.
Apocalipsis 12:7

Mi cielo para sobrevivir…
Mi cielo para poder vivir…
Benny Ibarra de Llano


Ni la mejor de las catequistas nos pudo haber preparado. Antes de aquella noche, los átomos de mi fe se encontraban dispersos, extraviados en la incierta alameda de mi cosmogonía. La mística fiesta de San Miguel Arcángel. El desastre. Tendríamos que empezar por Conchita, nueve días antes de la celebración. Se dijeron muchas cosas de ella: que era un instrumento del Diablo, que se trataba de un falso ídolo, que Dios nos estaba poniendo a prueba. Mentiras, muchas mentiras. Lo cierto es que estaba conmigo minutos antes de que fuera grabado el video.

#ConchitaSOS fue trending topic nacional durante tres días. La CNN transmitió las imágenes, también Aristegui, Jorge Ramos. Todos. La petición en Change.org rompió récords. Un millón quinientas mil personas la firmaron. No sé ni quién le dio la noticia al padre Juanito ni cómo la tomó éste. La respuesta por parte de la Iglesia fue tan pacífica que pasó desapercibida: algún comunicado de la Arquidiócesis, señoras malhumoradas. Una vecina organizó una huelga de rosarios y se puso a recitar misterios a diestra y siniestra. Sus dedos transportaron las cuentas de barro por dieciocho horas hasta que las ampollas volvieron la tarea imposible. Muchas personas la grabaron mientras rezaba. Ella sólo decía que todo lo estaba haciendo por nuestra salvación. Alguien tenía que haberla escuchado.

Conchita es una pug de dos años, la conocen, la vieron. Me la regaló mi exnovio una semana antes de que termináramos. Ojos grandes, dificultades respiratorias, cola retorcida. La adoro: una perra normal sin consideración alguna sobre el cielo y el infierno. No sé quién la grabó. Nadie sabe. La pirotecnia la enloquece, lo normal, como a todos los perros del mundo. Nuestra delegación, Felipe Carrillo Puerto, cada año, por semana y media aproximadamente, se transforma en una sucursal de Pakistán o de cualquier otra zona de conflicto. Cohetes. Muchos. Muchísimos. Millones de cohetes. A la media noche, a las cinco de la mañana. Grandes, pequeños. Estruendosos relámpagos que hacen temblar las ventanas y desatan las caóticas alarmas de los carros. El motivo del festejo es San Miguel Arcángel, el patrono de Carrillo. Mi madre tiene un cuadro gigante de él en la sala: el traje militar, la espada, la bestia.

No era la primera fiesta de San Miguel que tenía que sortear Conchita. El año pasado había ocurrido lo mismo. Aulló, como todos los perros. Rasguñó la puerta, como todos los perros. ¿Soy una insensible por no darle tanta importancia? ¿Qué se suponía que debía hacer? A dos días de que había comenzado la novena previa a la fiesta de San Miguel, el video se volvió viral: Conchita contra el portón, aullando a la medianoche como si le hubieran cercenado las cuatro extremidades. Saltos desesperados. El pánico en los cinco metros cuadrados de mi patio. La pirotecnia rompiendo sobre la colonia. Los ojos de mi Conchita jugaron un papel primordial en el clip: en su cuantiosa circunferencia, temblaron húmedos e indefensos frente a las explosiones. Su mirada exudaba una confusión que acrecentaba su papel de víctima. Conchita corrió hacia la puerta y comenzó a azotarse. Lamentos salvajes. Su gordura revolcándose en la ignorancia ineludible de su especie. El dolor borboteando de su garganta. Las campanas de la iglesia en sintonía con los cohetes. Conchita mirando hacia todas partes, tratando de trepar las paredes. El clip, de veintitrés segundos de duración, termina con mi perrita defecando, presa del terror, rebasada por la estridente y violenta realidad. Imágenes duras que penetraron el espíritu de todo nuestro país. Yo estaba viendo una serie en mi cuarto mientras el video era grabado. No me di cuenta de nada. La escuchaba, sí. “Conchis está en la televisión”, dijo mi papá la mañana siguiente, antes de darle un trago a su café. Mi hermana y yo corrimos a la sala. Mi mamá le había puesto una veladora a San Miguel y leía una revista de TVy Novelas: el reportaje de un comediante viejo que había sido demandado por sus hijos. “No es Conchita, puede ser cualquier pug”, dije en un primer momento, antes de identificar el patio en el video. Mi bicicleta, el auto de mi padre. La mesa. Las macetas de Mamá. Conchita estaba en todas partes, en todos los canales. Acaricié a Conchis y salí de mi casa. En la parada del camión había dos pubertos hablando del video, de los aullidos. “Pobrecita”, “No tienen madre”, “¿Greenpeace no ha dicho nada?” Oculté la vergüenza lo mejor que pude. Revisé mi celular y vi que todo el mundo compartía el video de mi mascota. Hasta me llegó una cadena de WhatsApp pidiendo que oráramos por el alma de Conchita, que se encontraba tan saludable como todas las mañanas. Una prima me escribió para decirme que la pug del video se parecía a Conchita, pero fue la única que se dio cuenta. Para las dos de la tarde, Televisa transmitió una entrevista con el padre Juanito. Defendió los cohetes de la peor manera posible: ebrio y altanero. Llamó insolentes a quienes se habían manifestado en contra de la quema de pirotecnia. Terminó diciendo que el reino de Dios no era para todos y le mandó un saludo a nuestro cardenal Norberto Rivera. La Iglesia se deslindó del padre Juanito pero la mecha se había encendido.

Así comenzó la campaña. Abogados, intelectuales, artistas, activistas, diputados. El hashtag #ConchitaSOS. Después de una madrugada intensa de tuits, retuits, comunicados y acaloradas discusiones en las vísperas de la fiesta de San Miguel, se convocó a la “Caminata nocturna en defensa de la dignidad canina”, en punto de las nueve y media de la noche. Vi el cartel con la imagen de Conchita: “Tu tradición me mata, no uses pirotecnia”, tenía escrito en la parte superior con una tipografía que no combinaba con ningún elemento del cuadro. La movilización partiría del Monumento a la Bandera para llegar a la explanada de la parroquia de Carrillo. Un recorrido de unos cuarenta minutos. Yo, sinceramente, no tenía ninguna opinión al respecto: me dan igual los cohetes y todo lo que ocurra alrededor de ellos. Me contactaron por Facebook unas personas de Patitas A.C., concretamente una chica que en su perfil personal se hacía llamar Marimar Animalista. Querían que Conchita encabezara la marcha. Buscaba la manera más educada de decirle que no estaba interesada hasta que me informó que Benny Ibarra había confirmado su participación.

Llegué al punto de reunión y ya habían montado un escenario. Un tipo delgado con lentes de pasta hablaba del Ártico y de los osos polares. Había muchos perros. Muchos pugs, de hecho. No veía a Benny por ninguna parte. Unos artistas de la Facultad de Bellas Artes (tenían una manta que los identificaba) hicieron un performance: formaron la cara de Conchita con croquetas al centro del jardín. Fue bastante lindo, debo reconocer. De pronto llegó un hombre con traje de perro y defecó frente a la mirada incrédula de los participantes. Sacó un cerillo y encendió unas cebollitas. Chispas, excremento, croquetas. El altavoz anunció que la marcha estaba a punto de dar inicio. La gente empezó a acomodarse. Había muchas pancartas. Unas mejores que otras, por supuesto. Me gustó una que decía: “No más cohetes, ¡por Dios!” No era brillante pero se trataba de una de las pocas que no tenía faltas de ortografía. Como no llegaba Benny, me acerqué a uno de los organizadores y pregunté por Marimar Animalista. Alguien fue a buscarla. Al ver a Conchita gritó de emoción, se cubrió la cara, abrazó a una de sus compañeras. Si Benny hubiera estado presente, seguramente yo habría actuado de manera similar. Marimar tomó el megáfono y le comunicó a la gente nuestra presencia. Bueno, la mía no, la de Conchita. Aplausos. Gritos. Fotografías. “Chíquiti bum a la bin bon bá, Conchita, Conchita.” Toda la gente trataba de acariciar a mi mascota. Algún medio local me pidió una entrevista. Acepté, pero las organizadoras me pidieron que pasara al frente para comenzar la movilización. Me sentí importante, ¿para qué les digo que no? En fin, salimos a las diez quince de la noche, en medio de la oscuridad. No sé cuántas almas participaron. Los medios informaron que unas mil personas y poco más de un centenar de perros. Recuerdo las correas, los perros alineados en una columna. Celulares transmitiendo en vivo. Una french poodle con vestido rojo. Un bulldog inglés con playera del América (después supe que se llamaba Chicharrón). Alguien llevaba a un chihuahua caracterizado como Jesucristo. Pastores alemanes. Marchamos por la avenida San Andrés ante la mirada atónita de los automovilistas. Al frente caminábamos Conchita y yo con una decena de animalistas a cada lado. Llevábamos una manta gigante que decía #ConchitaSOS y estaba llena de patitas de colores. Cruzamos la vía del tren. Los cables de luz adornados con papel picado de color azul y blanco. Cruces de palma gigantes en la puerta de algunos domicilios. Vimos el mercado: quieto, abandonado en la oscuridad. Una virgen solitaria con una decena de velas encendidas. La gente gritaba consignas que no rimaban. Por eso no me aprendí ninguna. Marimar Animalista ladraba por el megáfono: eso fue un poco espeluznante. Vi que llevaba un paliacate en el cuello con la silueta de una tortuga. En la playera tenía la imagen de una foca bebé. Yo me había arreglado de más porque pensé que conocería a Benny. Traía falda y hacía frío. Conchita se comportó como una profesional, pese a que muchos perros trataban de olerla y se amontonaban detrás de ella. Siempre fue una perra tranquila. Mi papá había tratado de enseñarle trucos pero apenas aprendió a sentarse. Llegamos a la delegación y nos congregamos en el quiosco, frente a la parroquia. Los vecinos nos miraban confundidos desde sus ventanas. Marimar Animalista lanzó un ladrido más y pidió silencio. Nos alineamos. Marimar me hizo una seña para que pasara al frente. Bueno, para que llevara a Conchita al frente. Los perros se olfateaban con más vehemencia que al inicio de la movilización.

—Cuando yo diga Conchita, ustedes ladran. ¡Conchita!

—¡Guau!

—¡CONCHITA!

—¡GUAUUU!

—¡CONCHITAAAAAA!

—¡GUAAAAAUUUUU!

—Buenas noches, compañeros y compañeras, perros y perras, cachorras y cachorritos. Esta fría noche de septiembre nos hemos reunido por un solo motivo. Por un solo motivo —señaló a Conchita. Me acerqué y la alzó como Rafiki a Simba. Vitoreos y ladridos—. Esta hermosa perrita que ha sufrido tanto por el cinismo de los humanos, por el egoísmo de las personas. No somos la única especie en el mundo y al parecer no lo hemos entendido. No nos queda claro. Por ésta y un millar de razones, desde hace tiempo hemos decidido no comer carne ni utilizar ningún producto derivado del maltrato —apreté mi bolsa esperando que nadie oliera los tacos que había guardado antes de llegar a la concentración—. Me dedico a rescatar perros de la calle, muchos me conocerán por eso —nadie la conocía—, y debo decir que pocas cosas me han dolido tanto como los aullidos de Conchita. No he dejado de soñar que soy Conchita, que estoy en su cuerpo. No he dejado de sentir su dolor. Ese sufrimiento tan puro, tan único. Tan propio de la naturaleza. Me llena de extrañeza que hoy, precisamente, nuestra lucha sea contra quienes deberían ser un símbolo de esperanza. La pirotecnia les produce taquicardia a nuestras mascotas, falta de aire, aturdimiento, sensación de muerte. DE MUERTE. Las fiestas patronales no necesitan cohetes, no necesitan ruido —aplausos, muchos. Molestia de los vecinos. Algunas ancianas insultaban a los manifestantes—. Jesucristo nos enseñó a amar y no podemos lastimar a nuestras mascotas en su nombre. No podemos. ¿Alguien conoce la historia de Santo Domingo? ¿Alguien? —silencio de la gente. Marimar Animalista revisó su celular y continuó—. Su madre, antes de darlo a luz tuvo una visión: un perro salía de su vientre con una antorcha en el hocico, encendida.

—¿De qué raza? —gritó alguien.

—Eso es racismo. No importa de qué raza. El asunto es que tenía una misión: iluminar el camino de la justicia —noté que la gente se estaba aburriendo. Yo también. Conchita olía una corcholata en el piso—. Los animales hacen eso, iluminan nuestro camino. Es por eso que a nombre del Comité Operativo de Necesidades Caninas Holístico de Ideología y Táctica Animalista (CONCHITA), organismo emergente compuesto por más de siete asociaciones de activistas, solicitamos a nuestras autoridades municipales y estatales, al Gobierno Federal y a la Arquidiócesis de nuestro estado, suspender definitivamente la quema de material pirotécnico durante las fiestas patronales, empezando desde ahora mismo —euforia, jolgorio, gritos, festejo. Algunos vecinos salieron de sus domicilios a encarar a los manifestantes—. No permitiremos que la fiesta de San Miguel Arcángel —el tono incendiario de la oradora comenzó a alarmarme— siga lastimando a nuestras mascotas. Es por eso que hemos decidido acampar afuera de la parroquia desde hoy hasta que termine la fiesta de San Miguel —los vecinos abuchearon. El párroco de Carrillo, el padre Juanito, se escabulló entre la gente. Había tomado de más y le costaba atravesar la multitud—. Queremos dejar claro que no es de nuestro interés impedir que sea celebrada la fiesta del santo. Únicamente solicitamos que se suspenda el uso de la pirotecnia. Velaremos por nuestra demanda. Conchita es un ejemplo y lucharemos para asegurarnos de que ni ella ni ningún otro perro o perra vuelva a ser lastimada de esa manera. ¡CONCHITAAAAAAAAAA!

—¡GUAAAAAAAAU!

La viralización de la noticia, el apoyo de activistas alrededor del mundo, la solidaridad de actores, actrices y músicos jugaron a favor de la demanda. Yo, profundamente herida por la ausencia de Benny en la marcha, había decidido tomar distancia del asunto: le molestaba a mi mamá y tenía mejores cosas que hacer. Si se trataba de pugs, podían conseguirlos en cualquier lugar. Están de moda. Las vecinas fueron a visitarnos la mañana siguiente de la marcha. Llevaban rosarios, biblias, cuadernos católicos para colorear. Querían hablar conmigo. Obviamente les dije que no, pero mi madre me obligó a escucharlas. Me dijeron que además de ser una expresión de festejo y algarabía, los cohetes significaban purificación. Decían que la pirotecnia liberaba al pueblo de los malos augurios y que servía para entrar en contacto con Dios. No les hice mucho caso y únicamente les dije que me mantendría al margen de la manifestación. Claro que eso fue hasta el tuit de Benny.

Mi hermana me comunicó la noticia. Benny había compartido una foto mía desde su cuenta oficial. Bueno, no mía. Salía mi cuerpo. Bueno, mi brazo. La foto era de Conchita durante la movilización. “Conchita es un símbolo de nuestra lucha. Ella representa a todos los perros. Las creencias no justifican el dolor de los seres vivos. Yo también soy católico y sé que Dios siempre estará del lado del amor. || Mi apoyo total a los activistas. Estoy haciendo todo lo posible por acompañarlos. Esta perrita es una valiente y me muero de ganas por conocerla”. Apenas leí el mensaje, decidí hacer una transmisión en vivo desde mi computadora.

Conchita y yo frente a la cámara, llamando a los animalistas del país a apoyar nuestra demanda. Dije que yo también era católica (además de soltera). Le agradecí a Benny y al resto por el apoyo que le habían brindado a nuestra causa. Le aseguré a la gente que Conchita y yo no descansaríamos hasta que se prohibiera la quema de cohetes en las fiestas patronales.

A la mañana siguiente, a treinta y seis horas del día de San Miguel Arcángel, contra la mayoría de los pronósticos, Gobierno del Estado emitió un comunicado oficial donde se instaba a los fieles a respetar que sus festejos no rebasaran el límite de ochenta decibeles. De lo contrario, se tendrían que tomar medidas que garantizaran la armonía acústica de nuestra comunidad. El documento firmado por el gobernador hablaba del compromiso infinito que su administración tenía con la felicidad de las personas y los perros. Decía que no bastaba con que el perro fuera el mejor amigo del hombre, sino que el hombre debía ser el mejor amigo del perro. Al final del documento había una foto de él y de su esposa rodeados de cachorritos de diferentes razas.

Pese a que la medida fue celebrada a nivel nacional, mi mamá estaba muy molesta. No quería ni ver a Conchita. La televisión hizo lo suyo: especiales, entrevistas. Hasta invitaron al padre Juanito a un programa matutino de concursos. Marimar Animalista me invitó a acampar con ella y el resto de manifestantes. Lo hice más comprometida que nunca. Conseguí una playera de osos polares para mí y otra para Conchita. No hubo más cohetes el resto de la novena. No más. Para ese momento mi mascota era un fenómeno: vendían playeras y gorros con su imagen. Tejían muñecos de Conchita para financiar la acampada. Miles de personas pusieron a Conchita en sus fotos de perfil. Algunos animalistas de la República llegaron a reforzar el movimiento. Gobierno del Estado nos hizo saber a través de un inspector que no había motivos para seguir acampando, que los fieles no podrían utilizar fuegos pirotécnicos sin la autorización de Protección Civil. Marimar Animalista no les hizo caso. Nadie. Así recibimos la fiesta de San Miguel Arcángel. Así comenzó la tragedia.

Llegó el 29 de septiembre, la fiesta. Los vecinos asistían a misa abrumados, molestos por la presencia de los activistas. Una fila de vendedores ambulantes armaba sus puestos. Los juegos mecánicos habían arribado desde la madrugada y los encargados los acomodaron en el estacionamiento del mercado. Un grupo de personas bajó una centena de cajas de fresas congeladas. Un hombre gordo caminaba de un lugar a otro cargando bloques de hielo. El castillo de pólvora estaba abandonado en la delegación, decomisado junto al resto de la pirotecnia. Un trombón desafinado sobresalía entre el ajetreo: se trataba de la Banda La Rugidora de Carrillo ensayando para su presentación. Fui a comer a mi casa. Conchita se acostó en el mismo sillón de siempre. Revisé el Twitter de Benny. A mi hermana la entrevistaba Monserrat Oliver, en una transmisión especial para Telemundo.

En la noche ocurrió todo. Las campanadas de las diez de la noche trataban de llenar el vacío que habían dejado los fuegos artificiales. Le puse a Conchita un suéter de corazones que alguien amablemente le tejió. Había una centena de animalistas con sus perros. La gente se había congregado en la delegación y en las calles aledañas, ocupadas en su mayoría por vendedores de tacos y hamburguesas. Algunas personas compraban cerveza, otras miraban a los danzantes. Unas dos mil almas habían asistido al festejo. Los borrachos bailaban aunque la música no hubiera comenzado. Vi al padre Juanito sentado frente a la puerta de la parroquia. Estaba bebiendo vino. El sentimiento de derrota se notaba en la mirada de los fieles. Las micheladas clandestinas pasaban de mano en mano mientras que los policías miraban a las alumnas de preparatoria que llegaban a la delegación con el uniforme puesto. Fue en ese momento de absoluta cotidianidad, de la normalidad más aguda, cuando apareció San Miguel Arcángel.

Un rayo se materializó en el cielo: una luz cilíndrica encima del reloj de la delegación. La gente gritó. Los borrachos se tallaban los ojos. Marimar Animalista estaba boquiabierta. La electricidad se fue en varios metros a la redonda. La oscuridad y la luna, atravesadas por la luz desconocida. La negrura. Los perros comenzaron a ladrar. Las danzas y el sonido de la fiesta se interrumpieron. El cilindro luminoso se convirtió en fuego. El padre Juanito se levantó con las mejillas sonrosadas, más borracho que asustado. El fuego formó una silueta alada: San Miguel Arcángel, encima de todos, aleteando con una espada en la mano derecha. La gente gritó y salió corriendo por todas partes. Marimar Animalista no, su voluntad era inquebrantable. Yo no me moví porque temía que alguien pisara a Conchita. Los empujones se veían peligrosos. Más entre borrachos. Algunos chicos estaban drogados y contemplaban la escena desde la explanada, sentados, como si estuvieran viendo una película. San Miguel brillaba. No sé si era un efecto de la oscuridad pero brillaba como los dioses en la película de Hércules. La de Disney, no he visto otras. Debo decir que su imagen era bastante parecida a su representación: capa roja, espada, coraza, faldita, cabello rubio. Marimar intentaba reagrupar a los activistas diciéndoles que se trataba de una provocación de la Iglesia para desprestigiar su lucha. Lo decía sin creérselo, me daba la sensación de que lo hacía para no dejarse ganar por el miedo. El padre Juanito llevaba tres cuadras corriendo.

—¿Qué hicieron, humanos? ¿Qué hicieron? ¡Respondan! —la voz de San Miguel retumbaba en la explanada de la delegación. Algunos borrachos rezaban de rodillas. Nadie respondía—. ¿Nadie me puede contestar? —Marimar dio un paso al frente.

—Estamos aquí por Conchita, ella —me señaló y San Miguel voló hasta mí. Aterrizó y levantó una polvareda. Usaba sandalias romanas o algo por el estilo. Como en los cuadros, pues.

—¿Tú lo hiciste?

—No, no hablan de mí. Hablan de Conchita, mi perra, pero ella no hizo nada. Este… Es una larga historia, de hecho. No sé si te interese escucharla… No creo. Digo, si te interesa te la cuento.

—¿Qué pasó con las explosiones?

—¿Los cohetes?

—Las explosiones en el cielo.

—Las prohibimos.

—¿Las qué?

—Gobierno del Estado lo hizo, es otra larga historia —San Miguel lucía desconcertado, su espada se tambaleaba entre el miedo y la desesperanza.

—No puede ser. Si el Diablo se da cuenta estamos perdidos.

—¿De qué hablas? —pregunté. Conchita estaba calmada, quizá era el mamífero más calmado en cien metros a la redonda.

—Las explosiones en el cielo mantienen alejado a Satanás y a su ejército. Se encargan de sellar los portales entre la Tierra y el Infierno. Su único deber como hijos de Dios es provocar explosiones en determinados días. ¡Por Cristo! Les dimos un calendario. Necesitamos las explosiones.

—Protección Civil tiene todos los cohetes ahí en la bodega. ¡Córrele a buscar a la señora Socorro! —le dijo una vendedora a su hijo, que salió corriendo hacia la delegación.

—¡Eres San Miguel! Ya le ganaste al Diablo, nos dijo el padre. ¿No lo puedes hacer de nuevo? —apuntó un borracho.

—No, eso fue una visión. Exagerada e imaginativa, pienso yo. La Biblia es un libro, estimados fieles. Hay muchos malentendidos. No creo que pueda derrotarlo. En otro milenio, quizá. En otro país. Con un ejército. Pero no, nunca lo he hecho. No puedo, no sabría cómo. Es el Diablo. Tenemos que darnos prisa antes de que…

El cielo se llenó de nubes rojas. Una tras otra, apilándose como rechonchas almohadas. Una llovizna rosada nos cubrió de golpe. La luna lucía como una sanguinaria hoz. Relámpagos. Un rumor de avispas. Un zumbido estremecedor. El grupo de danzantes, la mitad vestida de apaches y la mitad de soldados, corrieron a la parroquia pero se encontraron con la puerta cerrada. Los perros volvieron a ladrar. San Miguel tomó una bocanada de aire y tocó su espada. El arma se encendió.

—Escúchenme bien, humanos. Ya es tarde. El ejército de Satanás está por llegar. Tenemos pocos minutos para organizarnos. Ustedes, los de los machetes. ¿Han combatido antes?

—Nunca, San Miguel. Nuestras armas no tienen filo.

—¿Entonces para qué las tienen?

—Las usamos para bailar —apuntó un adolescente lleno de tatuajes, con un penacho de plumas color azul celeste.

—¿Alguien sabe pelear?

—Nosotros peleamos por nuestros derechos —dijo Marimar Animalista al integrarse a la planeación.

—Los policías deben de saber, nomás que los que estaban aquí ya se fueron. ¿Quieren que le llame a una patrulla?

—No hay tiempo. ¿Las explosiones están listas? ¿Podemos contar con ellas?

—Mamá, me dice doña Socorro que no encuentran las llaves, que las ha de tener el delegado pero que no está. Andan tratando de abrir la puerta pero no se puede. Le metieron más candados porque andaban robando mucho.

—Escúchenme, humanos. Ya es muy tarde. Hoy vamos a pelear todos. No sirve correr. Les explico rápidamente. Pongan atención. El mundo puede acabarse ahora mismo. Dios puede hacer otro pero no se tarda siete días, se tarda más. Vienen por ustedes. Quieren llevarse sus almas, todas las que puedan. Quieren desaparecer a las personas, quedarse con la Tierra. Los diablos no los pueden ver, ni olfatear ni escuchar ni nada. A mí sí, porque soy un arcángel. Seré el primero en pelear con ellos. Tienen que aprovechar esa ventaja. La única manera que tienen de detectarlos es a través de sus pecados. Mientras más hayan pecado, se volverá más evidente su presencia para el ejército de Satanás. Si han respetado los diez mandamientos, que creo que son bastante claros, no tienen de qué preocuparse. Serán invisibles para las bestias.

La información se recibió como el más negro de los augurios. La tristeza se asentó en la mirada de todos los presentes (los que quedaban en la delegación, muchos seguían alejándose, en especial el padre Juanito que iba a bordo de un taxi con destino a la central de autobuses). Un balde de fuego cayó sobre nuestras conciencias. Pensé en todos los exnovios que lastimé. En el día que le robé dinero a mi hermana. En las veces que le mentí a mis padres. Me he tomado la pastilla del día siguiente dos veces. Creo que siempre he deseado a los hombres de mis prójimas. He mentido para conocer a Benny. Pensé en salir corriendo pero sentí que tenía más posibilidades de conservar mi alma cerca del ángel armado que corriendo despavorida por las avenidas de Carrillo. Miré a Conchita: le estaba oliendo el trasero a un chihuahua. Por primera vez me sentí molesta con ella. Todo era su culpa. Mi mamá tenía razón. Si no hubiera sido tan dramática con lo de los cohetes nada de esto hubiera ocurrido. Estaba a punto de perder a mi familia. Mi papá. Mi hermana. Mi mamá. Benny Ibarra.

—¿Por lo menos pueden hacer una fila? —preguntó San Miguel, sumamente desesperado. Sus alas lo hacían lucir como un ave gigante.

La llegada de los diablos fue horrorosa. No podría explicar qué sentí cuando aparecieron en el cielo, como una plaga de langostas. Eran miles. Millones. Un enjambre grotesco. Parecían gárgolas. Tenían colmillos, garras y muchos cuernos. Su pelaje era rojo. La mayoría de las personas corría. Algunas patrullas aparecieron. Vi descender a unos quince policías gordos. Uno estaba comiendo. Conchita y el resto de los perros comenzaron a aullar. Corrí a refugiarme en un cajero de Santander a un lado de la delegación. Los vecinos habían cerrado sus puertas, no dejaban entrar a nadie. Las personas que buscaban refugio golpeaban las ventanas. San Miguel voló con la espada encendida y comenzó a luchar. Le cortaba las extremidades a los diablos, esquivaba las garras. Manejaba su arma con una destreza que envidiarían los mejores coreógrafos de Hollywood. Por unos segundos pensé que podría encargarse del asunto. Luego aparecieron las almas. La primera fue del padre Juanito. No me consta que haya sido el primero que capturaran, pero sí fue la primera que vi: un diablo cruzó el cielo sujetando una versión luminosa del padre, de color azul. Después vi la del delegado. Luego fueron por las de los policías. Cada uno de los que llegaron y más. De toda la ciudad, seguramente. Los tocaban y sus cuerpos caían al suelo. Llevaban las almas al infierno, cuya entrada, curiosamente, estaba ubicada en algún lugar del cielo. Los danzantes golpeaban a los diablos que trataban de acercárseles. Yo abracé a Conchita. Mi Conchis. Empecé a llorar, me cubrí el rostro. Conchita me lamía los brazos. Me limpié la mezcla de lágrimas y rímel. Levanté la vista y vi cómo entre unos veinte diablos sujetaban a San Miguel con cadenas de fuego. El brillo de su figura parecía desvanecerse. En eso, un sonido extraño atrajo nuestra atención. Benny Ibarra apareció caminando a un lado de Marimar Animalista, quien ladraba con el altavoz pegado a los labios. Su andar era firme, desafiante. Avanzaban. Los diablos transportaban las almas de sus víctimas. Los perros respondieron a los ladridos de la activista. También Conchita. De pronto, mi mascota salió corriendo del cajero. Corrí tras ella, pero un diablo me cortó el paso. Sus colmillos viscosos me horrorizaron. Cuando se acercaba para capturar mi pecaminosa alma, Chicharrón apareció y le mordió la garganta. Lo acaricié y vi la placa de su nombre. El diablo se retorcía de dolor. Todos los perros se lanzaron al ataque. Los diablos no podían detectarlos. Entonces vi a Conchis correr hacia la delegación. Llevaba un pedazo de periódico encendido. Una antorcha, como en la visión de la madre de Santo Domingo. Conchis no estaba sola, la acompañaba el chihuahua vestido de Jesucristo y la french poodle con vestido rojo. Chicharrón se les unió. Llevaba las llaves. Benny corrió hasta ellos, tomó las llaves y abrieron la puerta. Acarició a Conchita, orgulloso de conocerla. Conchis volteó a verme. Sentí la tristeza de sus gigantes ojos. La despedida. La antorcha en su hocico. Entraron a la delegación y yo corrí hacia la calle. Encendieron el castillo y todos los cohetes que había decomisado Protección Civil. La explosión quebró los frágiles muros de la edificación. Los petardos volaban. Luces, fuegos artificiales. El verde en el cielo, las chispas, las explosiones. Los diablos comenzaron a estallar. Las cadenas que apresaban a San Miguel desaparecieron. Los perros seguían devorando diablos sin que estos pudieran defenderse. Los pescaban de un mordisco cada que volaban cerca del suelo. Los restantes, cerca de la derrota y aturdidos por la pirotecnia, comenzaron a agruparse, uno encima de otro. Se apilaron hasta convertirse en un dragón. Un dragón de siete cabezas y diez cuernos, gigante. San Miguel lo encaró. El fuego de su espada se volvió más intenso. En eso, Chicharrón saltó y le mordió una pata al dragón. Bueno, una parte microscópica de su pata. Una uña, tal vez. El resto de los perros hizo lo mismo, uno a uno, decenas y decenas de perros. Inmovilizaron al dragón. San Miguel preparó su espada y le gritó a la bestia: “¿Quién es como Dios?” El arma del arcángel atravesó el cuerpo del dragón y le produjo una herida blanca y brillante. El fulgor cubrió por completo a la bestia y un estallido aturdió a todos los presentes. Nos reincoporamos. La llovizna había cesado. Las nubes rojas se disiparon y el negro de la media noche volvió a la normalidad. No quedó ningún rastro ni de San Miguel ni de los diablos, ni de Benny. De Conchita tampoco.

Gobierno del Estado emitió un comunicado más donde afirmaba que su administración estaba comprometida con la espiritualidad de sus ciudadanos. Revocó la “retrógrada” medida que había coartado los derechos religiosos de los fieles. La pirotecnia, como una de las expresiones más bellas de nuestra cultura, fue celebrada por el mandatario quien aseguró que velaría hasta el último día de su gobierno para que cada cohete explotara cuando tuviera que explotar. Benny Ibarra, tras el homenaje que le hicieron en Bellas Artes, fue declarado patrimonio intangible del municipio. Monserrat Oliver fue la maestra de ceremonias. Otros animales se hicieron famosos. Un mono araña en Morelia se hizo viral por su habilidad para encender cigarros. En Veracruz registraron a un robalo como candidato independiente para las elecciones. De Conchita no se dijo más. Los vecinos gestionaron una estatua de bronce que fue develada por Marimar Animalista en la explanada de la delegación: San Miguel Arcángel con la espada en alto, acompañado por Conchita, quien lleva una antorcha en el hocico. “Todos los perros van al cielo”, dice una placa con la que nadie quedó convencido.



Fernando Jiménez. Psicólogo clínico egresado de la Universidad Autónoma de Querétaro. Obtuvo el primer Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila 2015 con “Combatir al pecado” y el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos 2015 con el libro de cuentos Ensalada Western. Es beneficiario del programa Jóvenes Creadores FONCA 2017-2018 en la categoría de cuento.