Literatura emergente de Querétaro / No. 208
 
Ciudad de México, 1990






La virgen del Vogue

Sintió la luz de los reflectores sobre su cara. Escuchó una voz gritar su nombre desde el fondo y advirtió que las siluetas alrededor rompían en elogios y aplausos. Eran para ella. Tanta tensión la hacía sonreír nerviosamente, mostraba los dientes, tal vez demasiado. Su sonrisa incrementaba el contraste con el rojo Deep passion, página 56, del catálogo de invierno de Avon, que esa noche teñía sus labios. Sintió una gota gruesa de sudor rodar sobre su frente y deslizarse serpenteando hacia su nariz. Pensó en el maquillaje, no se le podía correr el maquillaje. Pero ya no había tiempo para titubeos. Dio tres pasos firmes al centro del escenario. Quien la viera no habría dudado en decirlo: era, en efecto, una reina. Es que, jefa, si hubieras ido. Se rifó, la neta. Se vistió igualito en la presentación que la del video que vimos hace un chingo, ¿te acuerdas? De veras que te la perdiste, jefa. Hasta se puso un vestido viejo, todo esponjado, de esos que salen en las novelas de época. Parecía novia, así, toda de blanco, y traía un pelucón del doble de su cabeza. Y toda la gente le aplaudía así, perrísimo. No manches. Te la perdiste. Se sintió incómoda, tal vez eran los tacones, probablemente la crinolina. La faja le comprimía el tórax, comenzaba a faltarle el aire. Los nervios, el maquillaje, la faja… De todas formas, ya no importaba, ya estaba ahí. Y así, jefa, que todos nos quedamos callados cuando salió al escenario. Andábamos nomás esperando a que empezara la música. Yo la neta sí me estaba cagando, porque le hubieras visto la jeta, jefa, estaba toda sacada de pedo. Yo pensé que iba a valer verga. Y en eso… Empezó la pista. Debía ejecutar el mismo paso cuatro tiempos, dar lentamente dos vueltas hacia la izquierda, después subir y bajar los brazos, intercalados, tres repeticiones. Y si se olvida de abrir el abanico puede irse despidiendo de este trabajo. Pero no llores, jefa, si hasta la grabamos en el celular del Chiles, pero se me olvidó traerlo y luego ni me lo dejan pasar. El abanico le recordó al que solía agitar su madre. Tenía que estar mentalizada para abrirlo a tiempo. La luz, ahí venía. Empezó a mover los labios tal como lo había ensayado. Nunca aprendió inglés pero conocía perfectamente la letra. Strike a pose, decía en voz baja. Todos coreaban. Se acordó de que, cuando los demás estaban afuera, ella se metía al cuarto de su mamá. ¡Y qué tocador! Tenía de todo; el maquillaje, el talco, las pestañas, los tacones, las medias de red —cómo le gustaban las medias—. Mira, ¿sabes qué fue lo mejor?, empezó a bailar bien parejito, jefa. Como a la mitad se le cayó el méndigo abanico, pero la libró en chinga, nomás me di cuenta yo y eso porque estuve en los ensayos. ¡Qué tocador y qué espejo! Cuando examinaba su reflejo, sabía que podía lograrlo todo, que en realidad era bonita, tenía rasgos bruscos, pero quién no. Además, había visto a su madre hacerlo varias veces. Solía sentarse a estudiarla mientras ella enchinaba sus pestañas y tarareaba boleros. La sensación de plenitud que experimentaba al contemplar su piel marfilada una vez que espolvoreaba el talco sobre su cara, el perfecto trazo negro que delineaba los límites de su boca, abultada y roja, la ruta que trazaban los vestidos de su madre que, entallados desde la espalda baja, descendían para revelar la firmeza de sus glúteos, le restaban importancia al escote yermo. Todo valía la pena. Era su noche, vio caer el abanico al suelo pero decidió seguir bailando. De verdad que no tienes que llorar, jefa, si no te vine a contar para que te pusieras así, quiero que te pongas bien, quiero verte contenta. La última vez que entró al cuarto de su madre, su padre dormía la borrachera. ¡Qué tocador y qué vestido! Había logrado verse como la misma reina. Empezó a cantarle a su imagen en el espejo. La coreografía iba bien, pudo reconocer ciertas caras en el público. Su hermano y el Chiles estaban en la primera fila. Y él entró sin tocar. Vio a su hijo transformado. Vestido de prostituta, vestido como su madre. Y comenzó a golpearlo y a llamarlo puto, anormal, animal. La verdad es que sí te extraña mucho, jefa. Pero me dijo que no ha venido porque le falta tiempo. Neta. Ya trabaja en el antro del Centro, el que está en República de Cuba, ¿te acuerdas cuál, jefa? ¡Qué tocador y cuánta sangre! Pero llegó la madre, que la amaba. Y le disparó al padre, que lo golpeaba. Híjole, jefa, ya me anda haciendo señas el poli de que se acabó el tiempo, pero no te apures, que vengo la semana que sigue y ahora sí te enseño el video que tomó el Chiles. Hoy era una reina, era una virgen, como Madonna. Vio caer el abanico al suelo pero decidió seguir bailando.




Paulina del Collado. Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Ha sido becaria de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores (Córdoba, 2014-2015) y del programa Jóvenes Creadores del FONCA (2015-2016). Su novela El extraño caso de Santi y Ago le valió, en 2014, el XIX Premio de Novela Infantil El Barco de Vapor de Ediciones SM. Actualmente estudia la especialidad en guionismo en el Centro de Capacitación Cinematográfica.