No. 137/CUENTO

 
En la tercera caída

Norma Irene Aguilar Hernández
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES, UNAM
 


 

punto de partida 137
      Fotografías de la serie Las piernas de la Coatlicue, de Sergio Adair
      Martínez López, Escuela Nacional Preparatoria Núm. 7
Recibí la tercera palmada de la segunda caída restregándome los dedos en el pantalón de mezclilla y pellizcándome los muslos. La con­tienda se había emparejado. Korak yacía consumido en el centro del cuadrilátero y Piel Roja, gracias a una llave conocida como Cristo invertido, había dejado a la estrella de mi firmamento luchístico tirada en la lona, en espera de que su cuerpo —molido por casi veinte años dedicados a la lucha libre— le permitiera le­van­tarse para comenzar la tercera caída.

Dos minutos de respiro antes de que iniciara la ba­talla absoluta por la corona nacional semicompleta, en poder de Korak, quien cumplía tres años invicto. Des­de mi asiento —en primera fila, por supuesto— recor­dé a mi ídolo quince años atrás, cuando su pó­mulo iz­quier­do y su frente no habían sido profanados con diferentes microcirugías. Fueron los años en que po­día continuar vapuleando a su rival sin que el peso de cuarenta y tan­tos años de edad se le volcara en una agilidad reducida.

En aquel tiempo me dediqué a memorizar sus mo­vi­­mientos, sus llaves favoritas y los castigos que le arrancaban la inminente rendición. Lo miraba en su es­quina, con los codos recargados en las cuerdas su­pe­riores, mostrando un perfil que cualquier retratista hubiese enaltecido. Aunque conocí a Korak en sus ini­cios, ya no tenía máscara y luchaba con tan sólo veintidós años a cuestas, según mis cálculos, justo cuando me enamoré de él con ese cariño que sólo en la infancia se puede profesar.

Para cuando inició la tercera caída, medio salón Cas­telia —sede del evento— estaba sumergido en el al­co­hol. Los asistentes a las funciones de lucha libre en Polanco no eran como el grueso de los que van a la Are­na México, dispuestos a descargar en los lucha­do­res sus penas de obreros mancillados por la crisis eco­nómica. Algunos ni siquiera sabían cuánto costaba el boleto en primera fila, porque más de la mitad del re­cinto estaba ocupada por los amigos —y los amigos de los amigos— de los encargados de organizar el evento.

A quienes todavía el alcohol les daba fuerzas para hablar, gritaban: "¡Qué les pasa a esos güeyes!" Y se levantaban del asiento en espera de que algún encargado los ayudara a llegar al estacionamiento, o de per­dida a un taxi seguro.

De manera que sólo las filas más baratas y yo po­nía­mos atención al desempeño de los dos gladiadores. Ko­rak me resultaba único y deslumbrante, no sólo por­que su carrera lo había consagrado en el Pancracio co­mo un maestro, sino porque todavía, como en sus años de amateur, lograba arrancar los suspiros de cientos de admiradoras, las mismas que minutos antes —como yo— habían extendido las manos en espera de la bata de terciopelo negro que complementaba su atuendo, aunque el obsequio fuera devuelto al terminar la función.

Antes de que iniciara la primera caída, mis ojos ya habían recorrido a Korak hasta en los rincones más ín­timos. Lo miré desde que atravesó los vestidores, con la piel fresca por el regaderazo y el cabello todavía hú­medo. No había una sola cana en los rizos castaños de quien me había inyectado el amor por el mundo de las llaves y la primera dosis de lujuria cuando ni siquiera conocía el significado de esa palabra.

Korak se despojó de la bata negra con vivos dorados cuando las luces estaban apagadas, de manera que sólo un reflector de parpadeos multicolores me iba mostrando su torso desnudo, fuerte y aceitado. Aquel momento me pareció el preludio perfecto para consu­mar esas ganas de estrecharlo entre mis brazos y para lograr el mismo contacto cuerpo a cuerpo que él estaba teniendo con Piel Roja. Un olor a menta suave que emanaba de la bata tranquilizó mis deseos, justo cuan­do la prenda cayó entre mis manos.

La sonrisa de Korak, desde el cuadrilátero, me hi­zo pensar en que, terminando la lucha —con el pretexto del autógrafo y la entrega de la bata— podía ir a buscarlo a los vestidores. Quizá sus pupilas verdes sólo me miraron para identificar a quién había que pe­dirle el kimono negro; eso era lo de menos...

En la bata de mi ídolo aparecía bordada una cruz griega idéntica a la que Korak tenía tatuada en la es­palda. Por ahí escurrían, ahora en la tercera caída, constantes descargas de sudor que se perdían entre las mallas negras que también eligió para la noche.

 

punto de partida 137



Poco me importó que su abdomen no estuviese tan bien esculpido como antes y que sus nalgas ya no so­bresalieran con la misma prominencia de veinte años atrás. La batalla estaba pareja, Korak aplicaba pa­ta­das vo­ladoras y Piel Roja le contestaba con una ce­rra­jera; sin embargo, todo el público, al grito de "¡Korak! ¡Ko­rak!" reconocía que mi hombre exponía, sobre el cuer­po de Piel Roja, toda la experiencia que dejan los años arriba del ring. Para ese entonces, yo sudaba como si me encontrara en el cuadrilátero, mirándolo acelerar la respiración como cuando —seguro— hacía el amor con su esposa o con cualquier mujer que se le pusiera enfrente.

Después de una muestra —por parte de los dos gla­diadores— de buen llaveo, la victoria llegó para Ko­rak, gracias a la cruceta del enfermero. La tercera palmada intensificó los espasmos que me acechaban como el orgasmo que nunca había tenido con Korak. El pú­blico también estalló en aplausos, mientras yo me re­tor­cía de ganas por ser el trofeo que se aferraba a su cintura por una temporada más.

Pronto, él desvió la mirada hacia donde me encontraba. Le hice una seña para indicarle que en la en­trada de los vestidores le devolvería la bata.

Permanecí en un rincón oscuro del salón esperando a que mi ídolo complaciera a todos los aficionados ansiosos de tomarse la foto. Aprovechando la penumbra dirigí mi nariz hacia las axilas de la bata negra para encontrarme con un aroma delicioso, producto de un ligero vaho sudoroso, jabón perfumado y la lo­cion­cita de menta.

Cuando Korak se acercó a mí, sentí que me cortaban las piernas. Justo andaba por ahí un fotógrafo de la revista Tercera caída cuando el campeón le pidió que nos tomara una fotografía para el recuerdo. Yo pa­recía acabada de salir de los baños de vapor. Sólo lo abracé por la cintura y ambos sonreímos, digo yo que víctimas de la misma complicidad de amantes distan­tes. La fotografía, el autógrafo y la efusiva despedida que esa noche me dejó Korak ya forman parte de las victorias de mi acervo luchístico.