Literatura emergente de Querétaro / No. 208
 
Querétaro, 1990






Apología del polvo

El entierro de Susana fue hace poco más de un año. Falleció en las vísperas de Semana Santa, unos días antes del inicio de las vacaciones escolares en que salió con amigos a Río Ayutla, a unas horas de la ciudad de Querétaro, por las inmediaciones de la Sierra Gorda. Nos enteramos de su muerte dos días después, cuando el cuerpo apareció flotando en la comunidad de El Mezquite, aproximadamente a veinte kilómetros de la zona en la que se encontraba.

Las razones no se han esclarecido hasta el momento; las versiones de sus cercanos, quienes estuvieron presentes, variaron, lo que hace suponer cierta participación intencional o accidental en su fallecimiento. Al fin y al cabo no avisaron sobre su ausencia, y la familia se enteró debido a que algunos locatarios encontraron el cuerpo, por lo que dieron parte a las autoridades. Todos hicimos caso omiso ante los huecos de lo relatado y la policía local no hizo más al respecto que avisarles a los padres lo sucedido. Qué más se podía hacer y qué problemas burocráticos tendrían que asumir al tomar postura legal, si con la muerte de Susana bastaba para tirarse al desconsuelo. “Allá de Dios”, decía la abuela, crédula de la justicia divina, su mayor alivio.

Cuando me enteré de su muerte, me encontraba en casa de mi padre; recibí una llamada de la hermana de Susana, quien con la voz entrecortada apenas pudo contarme lo necesario: “Se ahogó”, fue lo que alcancé a distinguir y colgué para quedarme en silencio. Le dije a mi padre que tenía que irme y acudí de prisa a la casa de Susana. Sólo encontré a su hermana, un año menor que ella, quien aguardaba, a petición de la familia, a la espera de cualquier noticia. Me contó lo sucedido y sentí la garganta estrujárseme y un dolor en las mandíbulas.

Me encaminé a mi casa, pasé por un par de latas de cerveza y unos cigarros y decidí encerrarme en mi cuarto a esperar cualquier información. Abrí la puerta, corrí a la cama y tomé asiento en la orilla mientras bebía y fumaba hasta estallar en llanto y acurrucarme entre las sábanas en postura fetal con la respiración alterada, como si faltara el aire.


***


Conocí a Susana en un restaurante en la zona céntrica de la ciudad. Nos presentó un colega, quien la encontró en el camino y la invitó. Tímidamente nos saludamos a distancia alzando la mano, y entramos juntos al recinto. La charla duró varias horas; en un inicio, ella se mantuvo casi en silencio, observando y haciendo breves comentarios sobre lo que hablábamos; al final me dirigí a ella mientras mi colega estaba concentrado en los mensajes que mantenía con su novia vía celular, por lo que pude hacerle preguntas generales a Susana y viceversa, en un interés compartido. Al salir, intercambiamos números y cuentas de redes sociales para seguir en contacto. No tardé en agregarla, después de despedirnos, y enseguida aceptó mi solicitud. Hablamos al instante mientras iba en el camión y nos mantuvimos en contacto todo el día hasta la madrugada, y así las semanas y meses posteriores. Pasábamos las horas compartiendo música, fragmentos de libros y decenas de pequeños relatos personales.

La segunda vez que la vi fue cuando hablamos del polvo. La invité a mi casa por primera vez y nos sentamos en la sala para beber y charlar. Suelo dejar entreabierta la puerta principal por temor a los espacios cerrados, y en el haz de luz que se colaba por la abertura se distinguía el polvo como si estuviera flotando, partículas sólidas rondando por la casa sólo visibles por el fulgor entrante, lo que llamó su atención.

Esto derivó en preguntas sobre la limpieza de mi casa sin mayor pretensión de su parte que hacer un chascarrillo. Luego le ofrecí una explicación no pedida acerca de lo inútil que es limpiar el polvo porque éste se encuentra por todos lados, intento tan vano como barrer el agua de la calle cuando llueve. Susana, con gesto picarón, citó la frase bíblica proveniente del libro del Génesis, la cual se utiliza el Miércoles de Ceniza y marca el inicio de cuaresma en los calendarios litúrgicos, cuarenta días anteriores al Domingo de Ramos para entrar a Semana Santa; inicio de vacaciones en los calendarios de la SEP. Me sorprendió que citara el versículo, o un fragmento de él, pues aunque no soy practicante fervoroso, los arquetipos religiosos me son alucinantes.

Una de las ideas científicas más poéticas acerca de nuestra constitución como polvo de estrellas se hizo presente en la charla; citando a Aleister Crowley o Carl Sagan pasamos de la exaltación religiosa a la sapiencia científica. En 2010, Chris Impey, astrónomo británico, confirmó que toda la materia orgánica que contiene carbono proviene de estrellas, latentes hace unos 4 mil 500 millones de años, lo que me llevó a relucir mi aprendizaje escolar en la secundaria, cuando el profesor de Química nos habló sobre la materia viva y sus compuestos a través de una fórmula sencilla, que anotó en el pizarrón: CHON PS (Carbono, Hidrógeno, Oxígeno, Nitrógeno y por agregado Fósforo y Azufre), la cual, en efecto, nunca pude olvidar. Al igual que yo en aquellos años, Susana soltó una risilla debido al acrónimo, la relación con una trusa y a que las palabras con ch tienen cierta gracia por el sonido jocoso al pronunciarlas.

La cuestión del polvo y sus referencias nos hizo pensar en la muerte; es inevitable. Hablamos sobre la inmortalidad citando a Borges, de quien por extractos aludimos poemas y cuentos en un enfoque que la asimilaba como un lastre antes que una virtud. La idea de la muerte nos hace humanos, nos obliga a conflictuarnos más allá del mero instinto porque hay perspectiva del pasado y el futuro y los instantes, motivo por el que Schopenhauer la propone como sustrato del arte y la filosofía, ya que ¿quién necesita imaginar y pensar sino los mortales? Los dioses no filosofan, ni siquiera los mortales intrépidos, pues se asumen eternos cuando no son más que instantes. Únicamente los humanos, demasiado humanos.

Luego de la monserga, constatamos nuestro miedo y navegamos de un tema a otro, arrastrados por el oleaje de la conversación. La muerte es una experiencia ajena, y admitiendo ese rol contamos nuestros muertos. Su padre murió a causa de un paro cardiaco provocado por una exaltación en el trabajo, derivada del estrés acumulado en tiempos de paro laboral. Mi madre, víctima de un accidente vehicular, prensada bajo la carrocería de un camión de doble remolque en la carretera federal 57, kilómetro

100. La muerte nos hermana, comentó Susana, y recordamos anécdotas con nuestros difuntos. Susana relató la vez en que descubrió que su padre tenía otra familia, que conoció en el velorio, y por fin entendió el porqué de sus semanas de ausencia y la postergación de muchas actividades de las que siempre terminaba decepcionada porque su padre no tenía tiempo. “¿Y por qué nunca te lo dijo?”, le pregunté curioso. “Por cobarde.” Yo, en cambio, conté algunas situaciones con mi madre sin mayor atención a lo específico. No me gusta hablar del tema, ya que no tuvimos una buena relación. Susana se percató de mi plática insustancial e incómoda, tomó mi antebrazo y me acarició con ligereza utilizando la yema de los dedos.

Al poco tiempo, decidimos trasladarnos a la azotea debido al calor. Subimos las botellas restantes, cigarros y una bocina. Acoplamos algunos tabiques sueltos y una tabla de madera desquebrajada sobre una cubeta que sirvió como mesa, nos acomodamos recargando la espalda en una pared a medio construir y que hacía de división entre la sala y el cuarto de atrás. La vista era sugestiva: un cúmulo de azoteas predominantemente grises que, a la vista y desde lo alto, aparentaban componer un solo escenario sin las divisiones entre calles, patios y cocheras, donde sobresalían segundos pisos, tinacos y tendederos con ropa colgando a la intemperie, como si de un terreno arriscado se tratase. Nos resguardamos del clima bajo la sombra de un árbol exuberante, el cual movía sus hojas de un lado a otro produciendo un sonido de olas de mar que siempre lograba relajarme.

Sentados, destapamos otro par de cervezas. Mientras se me dificultaba encontrar una canción en el celular, Susana propuso “Dust in the wind”, la que acepté gusto so. Un clásico de la cultura pop del grupo Kansas; cualquiera daría cuenta del nombre de la melodía con escuchar los dos primeros segundos. Ella y yo celebramos chocando las botellas al unísono. Siguiendo la dinámica coloqué sin chistar “Polvo y nada” de Pancho Barraza, por lo que soltamos una carcajada dado el género musical, que nos remitió al ambiente cantinero y tristón; un amor romántico de pueblo que motivó a Susana a colocar “Polvo enamorado” de José José: “Escucha ésta. Mi ma dre solía ponerla en Navidad junto a mis tíos”. “Soy aquel que se perdió buscando la razón del alma y las estrellas”, cantamos a la par, mirándonos con terneza por la coincidencia de saber la letra de una canción poco reconocida de El Príncipe, y así cada tonada no era más que la excusa para contar historias en un juego que hicimos propio.

Luego de la algarabía volvió la calma y quedamos suspendidos en el silencio. Un viejo amigo decía que las sonrisas nunca faltaban en ningún lado, en su visión de vida proveniente de libros de autoayuda; lo cierto es que tampoco los silencios faltan, y aunque no todos son negativos, siempre son reflexivos, momentos en los que se cobra sentido del lugar en el que uno está situado. “¿Estás aburrido?”, me cuestionó Susana al prolongarse el mutismo. “No, nada de eso”, respondí, “estoy muy a gusto. Disculpa, es que desearía que este día no termine.” Susana dio un sorbo a la botella, recargó su cabeza en la mía y nos quedamos contemplando el árbol y nada más.


***


Leí que la descomposición de los cuerpos empieza minutos después de la muerte y reci be el nombre de autolisis, proceso que inicia a detalle desde que el corazón se detiene, lo cual provoca el aumento en la acidez de las células por falta de oxígeno; primero afec ta al hígado y el cerebro debido al alto contenido de enzimas y agua, respectivamente, hasta que los tejidos y órganos colapsan. Después de esto, los vasos sanguíneos se rompen y las células, por efecto de la gravedad, se depositan en los capilares, lo que hace que la piel se decolore. Luego, el cadáver desarrolla un ecosis tema conformado por bacterias, las cuales se expanden alimentándose de los químicos segregados por las células dañadas, y sucede hasta que restan los huesos, los que se van degradando hasta quedar sólo el recuerdo de nuestra figu ra y su contorno, transmutado en biomasa microbiana, producto de la descomposi ción por toxicidad del nitrógeno, fósforo y carbono liberados.

Susana yace en un ataúd envuelto en plástico velado en la casa de sus abuelos, a las orillas de la ciudad. Su cuerpo, después de dos días y debido al agua y al sol, se descompuso rápidamente; el plástico sirvió para evitar que el olor se impregnase y que el sol acelerara el proceso de putrefacción en ese mediodía de domingo prima veral. La vela ción apenas duró unas horas y rápidamente se realizó el traslado hacia el panteón del barrio de La Cañada, al oriente de la ciudad, en un espacio en el que se encuentran los restos de otros familiares y que había sido apartado para la abuela de Susana, lo que constata que nuestros planes no son más que actos de fe.

Nos reunimos para la procesión de Susana. Una Susana que ya no es, que se transforma en gusanos, que será hierbas y luego polvo. El llanto y los rezos componen lo fú ne bre y subimos por la pendiente, al final del terreno, con el sol calándonos los rostros. Sobre la fosa colocan el ataúd y lo bajan mediante un sistema de polea y cuerda torcida, hasta tocar fondo, lo que nos hace estallar en llanto. Alaridos de su ma dre y un silencio sepulcral de su hermana. Sotierran. La afirmación de la muerte tiene su punto álgido en este acto, en el que el primer montículo de tierra es lanzado, y el segundo, y el tercero, hasta que quedan deshechas las últimas esperanzas, enterradas a nuestros pies.

Al llegar a casa, aún de día, tomo asiento en la sala y enciendo un cigarro. Recuesto la cabeza y dejo caer mi cuerpo sobre el sillón, a lo que siguen algunas lágrimas y un suspiro insondable que desquebraja el silencio. Miro en el celular las fotografías con Susana, que contemplaba de vez en cuando, sobre todo en mis días más desiertos, y hoy no es la excepción; asir los instantes, escenas de objetos y formas compuestas de historias, pequeñas batallas ganadas al olvido en la necedad de preser varnos en imágenes. La puerta entreabierta, con el halo de luminosidad entrante, tam bién nos ayuda a recordar que alguien está ahí, en esas minúsculas figuras deshechas provenientes de la tierra esparcidas por doquier. Hay algo de Susana flotando en este mundo y vuel vo a suspirar.



 



David Álvarez. Estudió la licenciatura en Sociología en la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado Porca miseria (La Testadura: una literatura de paso, 2016) y Vulgatría (Herring Publishers, 2017). Participó en la antología de escritores queretanos nacidos en los noventa Mis primeros dientes (Mamá Dolores Cartonera, 2015), Página 1. Antología de poetas y narradores de Querétaro (Revarena Ediciones, 2017) y Por qué escribo (Gris Tormenta, 2017), así como en distintos medios locales y nacionales. Actualmente es director de la revista Saltapatrás.