Literatura emergente de Querétaro / No. 208
 
Ciudad de México, 1984






El espejo de obsidiana

 
It makes no difference what men think of war,
said the judge. War endures. Ask men what they think
of stone. War was always here. Before man was,
war waited for him.

Cormac McCarthy, Blood Meridian or the
Evening Redness in the West
 

Teresa y Miguel eran hermanos y se amaban en secreto. Una noche escaparon al cerro de Tresquila para unir sus cuerpos. Ahí fue donde los sorprendió la luz misteriosa. Ésta comenzó a flotar a lo lejos a muy poca distancia del suelo, se fue alejando con lentitud hasta llegar a un jacal en el claro de una milpa y ahí se apagó por completo. Movidos por la curiosidad y el entusiasmo, los dos hermanos corrieron al jacal y se asomaron por una de las pequeñas ventanas. Lo que sus ojos vieron entonces sobrecogería sus corazones para siempre: al interior del jacal, un alicante robaba la leche de los pechos de una mujer. A su lado dormían un hombre y un niño de brazos. El hocico blancuzco del reptil estaba puesto sobre uno de los pezones de la madre. Al hombre lo arrullaba con la cola y la hacía silbar dentro de su oreja para entumecer su sueño. El resto del cuerpo del animal estaba enredado en el recién nacido y los movimientos anillados de su esqueleto le cortaban la respiración.

Los dos hermanos se miraron horrorizados.

Teresa le pidió a Miguel que matara al animal antes de que éste terminara con la vida del niño.

—¿No ves que no es una víbora? —respondió él—. Es una bruja.

—Lo va a matar, Miguel, te digo que lo va a matar.

—No pueden despertarse, y aun si nosotros entráramos por fuerza no podríamos hacer nada.

—Dame tu machete, pues —dijo ella—, si tú quieres quedarte aquí es tu problema.

El joven se mordió los labios y resopló indeciso. Se aferró al mango del machete y saltó por la ventana al interior de la casa. El alicante se irguió en lo alto y enseñó las fauces. Miguel comenzó a dar machetazos al aire. El animal esquivó los sablazos de Miguel buscándole los costados. Teresa miraba desde la ventana con un puño de lombrices retorciéndose en su vientre. En eso, la serpiente dejó de perseguir a Miguel y se giró para contemplar a Teresa. La joven miró en los ojos perlados del reptil y éstos chispearon en la oscuridad. Miguel aprovechó el momento en que la serpiente estaba distraída y la cortó de un tajo. El cuerpo del animal cayó seccionado en el piso de tierra y se prendió en llamas.

Teresa estaba paralizada en el marco de la ventana. Miguel la sacudió para que recobrara la conciencia. Los dos muchachos acudieron a despertar a los padres del recién nacido, quienes tardaron en comprender lo que había pasado. Ya no se pudo hacer nada por la criatura. El alicante se fue consumiendo en el piso de tierra hasta volverse un pellejo negruzco.

Esa noche Teresa soñó que se miraba en un espejo de obsidiana. El espejo tenía un marco de plata y Teresa se aproximaba para ver en él su reflejo. Traía un camisón de lana y el cabello suelto. Su rostro estaba salpicado de manchas. Aquello le empezaba a dar muchísima vergüenza y así le fueron entrando ganas de llorar. Empezó a gemir mientras las lágrimas le corrían sin detenerse. Se llevó las manos a la cara para ocultarse a sí misma y se metió los dedos en el interior de los párpados para sacarse los ojos. A pesar de ello pudo verse vuelta en el espejo con los dedos sumergidos en sangre y los fluidos chorreando a través de las cuencas vacías.

Muy pronto, Teresa quedó preñada con la criatura de Miguel. Los dos abandonaron el pueblo y huyeron a la ciudad. Encontraron trabajo en el Mesón de Carretas, en donde decidieron vivir mientras llegaba el niño. El mesón quedaba en la entrada, a un lado del viejo acueducto. Ahí paraban las diligencias que venían de la capital para seguir al norte. Dormían a un lado de los corrales, en una habitación que compartían con otros empleados. El aire olía a excremento de buey, a leña y a pieles podridas de animales. Teresa fregaba los pisos de la hostería durante las mañanas y ayudaba en la cocina. Miguel se encargaba de los corrales. Entre los dos se llevaban unos cinco pesos diarios.

La criatura llegó antes de lo esperado. Fue una niña. Las dos estuvieron en peligro. Miguel se las peleó a la muerte durante casi un mes. Una partera del barrio de San Francisquito llegaba los viernes con preparaciones medicinales, encendía copal y prendía una veladora. Un día les llevó la imagen de San Jorge Caballero para que la pusieran en la cabecera. Era el santo de los presos, les dijo, de los arrepentidos y los endemoniados. Teresa se murió un sábado por la noche. Empezó a hablar en lenguas hasta desvanecerse en las convulsiones de la fiebre. Sus ojos y su boca quedaron secos y fijos como si se hubiera muerto de espanto. Miguel la enterró a la mañana siguiente detrás del mesón, en la milpa de un indio al que le pagó un real.

La niña se salvó, pero creció flaca y enfermiza y pronto Miguel se dio cuenta de que estaba ciega: sus ojos se fueron enturbiando hasta volverse dos pelotitas de nácar. Miguel se sorprendió varias veces imaginando que la asfixiaba. Jamás lo hizo, se limitó a convencerse de a poco de que también era idiota. A Miguel se le amargó el alma y no volvió a reírse. La niña pasaba la mayor parte de su tiempo en el catre mientras él trabajaba. Después Miguel la sacaba a caminar a los establos durante una hora todas las tardes. Aprendió palabras básicas que le permitieron sobrevivir; palabras como "agua", "baño" o "afuera", para cuando reclamaba su caminata diaria. Además de esto, la niña pasaba el tiempo trazando líneas en su mente con la penumbra que entraba por la ventana del cuarto y cuyas fluctuaciones de luz era capaz de distinguir en las profundidades.

A los siete años la viruela cayó sobre la ciudad. De nuevo la niña sobrevivió, pero su cara fue devorada por la enfermedad. Por eso Miguel no lo pensó mucho una tarde cuando sacó a pasear a Teresa y apareció el zambo alto y flaco con acento de la costa que le ofreció quince pesos plata por la chiquilla. No era para él, aclaró el zambo, sino para su jefe, un explorador francés que tenía modo de adoptarla. Cuando el zambo lo llevó delante del francés, éste le mostró uno de los carros que componían la diligencia. En su interior viajaba una niña gorda a la que le faltaban los brazos, un albino de labios gruesos y costras en la cara, un retrasado mental que ya estaba grande y hasta tenía canas, y una niñita india con los ojos cubiertos por una membrana de lagañas: sus ojitos amarillos se abrieron para mirar a Miguel con una pupila de cuña como de lagarto.

—Ellos son mis hijos —le dijo el francés, y luego le explicó por interlocución del zambo que su nombre era Lucien Arnaud, barón de Châteauneuf y que partía para buscar mineral en las montañas de Chihuahua, o Xhihuahuá como pronunciaba gangosamente. Su familia tenía por caridad adoptar a los niños caídos en desgracia que iba viendo por los lugares que pasaba y cuyas familias no podían cuidar de ellos. Después de la exploración en Xhihuahuá, aseguró el barón, se embarcarían a casa y los niños vivirían bien cuidados en una quinta a las afueras de una ciudad diez veces más grande que aquella.

La noche en que su hija se fue con el francés, Miguel se gastó un peso entero en aguardiente. Soñó que su hermana Teresa llegaba hasta los pies de su cama y se sentaba en ella. Lo despertaba el brillo de un intenso resplandor. Miguel conseguía ver a Teresa, quien lo miraba en silencio con los ojos enrojecidos. De pronto empezaba a sentirse un calor abrasador. No era a él a quien miraba Teresa, sino al cuadro de San Jorge Caballero que se había prendido en llamas sobre la cabecera. Miguel se puso de pie frenéticamente y contempló el fuego devorando la imagen hasta que todos los colores se derritieron en el lienzo y se mezclaron en lo que terminó siendo un pellejo negruzco adherido a la piedra.




No tenía nombre esa niña, el peón embrutecido que se la había vendido en la última parada no le había dicho cómo se llamaba. Probablemente no lo tuviera, pensaba el francés mientras orinaba en un recodo del camino antes de internarse en el desierto. Una pequeña iglesia de piedra en medio de un lago sobresalía en la cañada. La gente de ese país, opinaba el barón de Châteauneuf, eran poco menos que salvajes, capaces de llegar al extremo de criar a esos niños en corrales, alimentándolos con las mismas cáscaras y los mismos granos descompuestos que daban a sus animales. Por eso se abotonó la bragueta y caminó al coche de los niños. La vio mirando al vacío, inmóvil y cacariza, con la espesa leche de los ojos nublándola para siempre. El retrasado mental se acercó y besó la mano del francés con la devoción debida a un padre o un santo. Salvo la niña ciega, el resto de los desgraciados siguieron el ejemplo del retrasado. El francés a cambio les acarició las cabezas. Tomó a la niña de la mano y caminó al coche donde viajaba el sacerdote austriaco de la Compañía de Jesús, quien la bautizó al atardecer con el nombre de Ana, en honor a Santa Ana, que era el nombre de las minas por las que pasaban.

Desde lejos vieron la nube de polvo entre las yucas de aquel páramo interminable. Venían cabalgando hacia ellos blandiendo fusiles, hachas y jabalinas. Tenían el rostro embadurnado en pintura de guerra. Algunos llevaban el cabello enredado en huesos o tenedores, o pedazos afilados de vidrio; y había uno con un yelmo de conquistador español y otro metido en un vestido de no-via raído, y otro más con un sombrero de copa adornado por plumas de halcón y flores artificiales. Casi tan pronto como hicieron contacto visual con ellos cayó una lluvia de flechas que se clavó en los bultos y los baúles sobre las carretas y en algunos hombres que viajaban descubiertos. El francés, el zambo y otros más tomaron los Winchester y empezaron a disparar desde los ventanales de los coches. Los asaltantes no tardaron en saltar sobre las carretas para clavar a sus ocupantes con las jabalinas. Inmediatamente después les partían el cráneo con las hachas y los sacaban arrastrando por la puerta. Parecía un procedimiento técnico, pues no gastaron ni un solo tiro. Cuando los cuerpos estaban tendidos sobre la tierra, algunos todavía agitándose, les partían el rostro a culatazos. Al francés y al zambo les escalparon el cuero cabelludo y se los amarraron en un alambre junto al de los demás viajantes. Al jesuita austriaco lo crucificaron en un madero que clavaron a una yuca. A los deformes no les hicieron nada; quedaron asustados y recónditos en la góndola en que viajaban y desde el interior miraron cómo los indios desarmaban la diligencia y se llevaban el ganado, las pieles, las armas y las municiones. Cuando terminaron, le prendieron fuego al jesuita y se le quedaron viendo mientras contaban chistes y se reían entre ellos.

Obnubilada, Ana salió del coche y caminó en línea recta. Los indios se hicieron a un lado para no tocarla y guardaron silencio mientras la contemplaban acercarse al fuego. De pronto, la yuca en la que estaba clavado el jesuita estalló con un resplandor que iluminó el páramo. Un hombre con un rectángulo negro tatuado en la cara cabalgó hacia ella y la jaló del camisón para subírsela al caballo. Se alejó de ahí aullando de modo frenético. Los de más indios alistaron sus caballos y su botín y partieron detrás de él. Quedó la yuca consumiéndose con el jesui ta crucificado, lo que mantuvo lejos a los animales aquella no che. A la mañana siguiente, un convoy procedente de la misión de Acoma halló la diligencia saqueada y el esqueleto carbonizado del jesuita. Inofensivos y asustados, los niños sobrevivientes se paseaban entre los muertos.




Para no soñar, Miguel se emborrachaba todas las noches. El dinero que le había dado el francés le duró unas semanas. A los dos meses lo echaron del mesón. Fue a dar cerca de la Alameda en donde se ponían los húngaros cartomantes, las prostitutas y los peones que se alquilaban por día y por hora. Miguel se bebía la mitad de aquello en pulque y cuando le era posible en aguardiente. Así se estuvo varios años hasta que lo levantaron. El coronel brigadier Leonel Márquez pasó por la ciudad para arrasar con ella. La leva duró dos días y medio y se llevó a los presos, a los vagabundos y a todos los varones menores de veintitrés años cuyos padres no pudieran contribuir con el préstamo de emergencia decretado por el constituyente. La guerra con los gringos había estallado y el invasor avanzaba hacia la capital desde dos frentes distintos. El batallón del coronel Márquez se uniría en el norte al Salvador de la Patria para defender el frente. Después de las detenciones y los fusilamientos, a Miguel y a otros muchos les pusieron una golpiza y se los llevaron maniatados en una ceremonia marcial con plañideras y redoble de campanas que precedió el obispo.

Al Salvador de la Patria lo vieron una semana más tarde en el real de San Luis, cojo e hinchado, mientras galopaba de un lado al otro de la formación en un caballo negro con los ojos inyectados de sangre. Miguel no había probado bocado en dos días. Muchos se habían desmayado o fingido desmayo y les habían pateado las costillas hasta que se pusieran de pie o hasta reventárselas. Fue desatado en la noche cuando la helada empezó a cobrar bajas. Le dieron un plato de frijoles y dos tortillas lamosas y le dijeron que fuera a lavarse a un arroyo que pasaba cerca. Luego le dieron un uniforme con agujeros de bala y lamparones de sangre y le pusieron en las manos un fusil cavado de túneles de polillas. No le dieron parque, pues no había suficiente y de todos modos a los que levantaban, les explicó a gritos el coronel Márquez, les tocaba ir a pura bayoneta calada durante la primera batalla.

La tropa se peleaba el alimento por los ranchos miserables por donde pasaba. Las trifulcas eran constantes y en seguida resueltas a tiros por los sargentos. La soldadesca perdía la vida inútilmente, lo mismo que los aldeanos quienes trataban de impedir que sus hijas fueran violadas. A los desertores los iban colgando de las yucas a lo largo del camino para escarmentar a la tropa. Sistemáticamente, y luego de ser saqueados, los pueblos eran incendiados para que el enemigo no hallara víveres en su avance.

Finalmente se encontraron con el invasor en los alrededores de la hacienda de Buena Vista. Las filas sincorporaban tan pronto como iban llegando. El aire olía a pólvora y cadáveres en descomposición. Una nube de buitres circulaba el campo de batalla y las moscas se posaban en los labios secos de los combatientes. Fustigado por el trueno de las detonaciones y el silbido de los morteros, Miguel atravesó una densa cortina de humo y entró en la noche. El sol se había ocultado y llovía ceniza del cielo. Los cuerpos yacían en la tierra calcinada con los huesos astillados y los intestinos expuestos; había hombres despavoridos corriendo en todas direcciones que eran derribados, uno tras otro, por el trazo luminoso de las balas. A Miguel le fallaron las piernas y cayó de rodillas al piso. Un obús pasó rozándolo y en seguida se dio cuenta de dos cosas: de que se había cagado encima y de que se había quedado sordo.




Ana fue llevada a la ciudad de arcilla roja, que era diferente a la ciudad de piedra de los mexicanos y a las ciudades de madera de los gringos. Dicha ciudad de arcilla era todavía gobernada por los abuelos; sus momias eran conservadas en salones confortables cubiertos de sarapes y esterillas, a ellas se les consultaba sobre todo ti po de asuntos. Los mexicanos, en cambio, le rezaban a Je su cristo, cuya figura de pasta adoraban en una sala de piedra; y los gringos al dinero, con el que todo el rato querían comprar la tierra de los abuelos. Fuera de aquello no quedaba más en el mundo: los hombres habían acabado con el bisonte del que codiciaban especial mente su pelaje, su lengua y su hiel. Los grandes cadáveres se habían inflado y luego podrido bajo el sol. Sus carcasas yacían en ambos lados de la carretera que iba desde Santa Fe hasta las nuevas ciudades que los gringos habían construido en el norte. Debido a esto, los shosho ni, los kikapú, los siux, los pawní y otros muchos pueblos habían empezado a cruzar la frontera para robar el gana do en las estancias mexicanas. El gobierno había optado por contratar grupos de milicianos gringos para comba tir a los indios: cada cabellera de varón se pagaba en unos diez dólares, las de mujer y niño en la mitad.

Aquella noche, los muertos determinaron que el cuerpo de Ana debía ser purificado por el fuego, pues en él dormía un dios peligroso al que no estaban dispuestos a servir. El hombre con el rectángulo negro tatuado sobre la cara que había llevado a la niña y cuyo nombre era Lluvia de Pedernales dijo:

—Podemos usar a este dios a nuestra conveniencia para derrotar a los mexicanos y destruir a Jesucristo.

Las momias guardaron silencio.

Contrariado, el joven Lluvia de Pedernales se llevó a la niña. En vez de acatar la determinación de los muertos, cabalgó con ella durante tres días y noches hasta las casas excavadas en los acantilados del norte, las primeras ciudades en ser construidas después de que los hielos cedieron y la humanidad salió de las cuevas. La gente de aquellos edificios había sido exterminada por la peste traída por los españoles cientos de años atrás, sus calaveras todavía sobresalían debajo de las cobijas bordadas. Ya sólo eran habitadas por sombras, por hechiceros que habían elegido vivir fuera del orden humano y por espectros extraviados.

Ana y Lluvia de Pedernales recorrieron la ciudad. Había esqueletos de recién nacidos en posición fetal, vasijas apiladas en la cocina y olotes de maíz petrificados en el comal. Una mujer salió de entre las ruinas, iba desnuda y tenía una cabellera negra que le llegaba a las nalgas. Tenía el pubis hinchado y cada uno de sus glúteos medía dos palmos de mano. Sus pechos estaban repletos. Caminó hacia ellos y se arrodilló delante de la niña para amamantarla. En un principio Ana se resistió, pero en seguida le cayó a los labios una gota de leche dulce y sanguinolenta y comenzó a sorber con fruición de aquel pezón morado. Lluvia de Pedernales vio cómo la niña chupaba no solamente la leche, sino la vida y la juventud de aquella mujer cuya piel se iba secando rápidamente y llenando de manchas hasta convertirse en un pellejo negruzco, como el de las momias de la ciudad de arcilla. Ana dejó caer el cuerpo reseco y sin vida de la mujer y clavó sus ojos obnubilados en Lluvia de Pedernales. Éste se vio reflejado en ellos y sintió un puño de lombrices retorciéndose en su vientre. Se alejó de ahí con una mezcla de asco y enojo, subió al caballo y escapó de las casas acantilado tan rápido como pudo.

Cincuenta jinetes cabalgaron en dirección a la ciudad de arcilla. La nube de polvo les avisó a los aldeanos que venían. La mayoría eran altos y tenían patillas largas o bigote, algunos tenían barba y venían tirando con pistolas o rifles Winchester desde los caballos. Los lideraba un hombre calvo y corpulento vestido totalmente de negro. Había uno con los dientes cubiertos de oro y otro con sombrero de mapache, y había una mujer rubia con un parche en el ojo y otra con un abrigo de coyote. Unos eran negros y llevaban sombrero tejano y había también cinco de los pawní, reconocibles por sus narices de zopilote y sus colas de armiño atadas a las trenzas, a quienes habían ofrecido perdonarles la vida si se unían a los mercenarios.

Cuando Lluvia de Pedernales volvió a la ciudad de arcilla fue para ver cómo era reducida a las cenizas. Los pawní entraron al salón de las momias y les cortaron la cabellera, pidieron permiso para conservarlas como trofeos. Los pobladores fueron reducidos en grupos y luego los ejecutaron cortándoles el cuello, alguien les escalpaba el cráneo y arrojaba la cabellera en un saco de lona. Los cuerpos eran apilados en las casas. Era casi como trasquilar ovejas o desollar bisontes, un oficio que muchos habían tenido antes. El hombre calvo y corpulento ordenó quemarlo todo y ató a su caballo unos trillizos con los que se fue divirtiendo y que después ejecutó y escalpó en su camino a Santa Fe. La cuenta de las cabelleras se realizó en el palacio de los gobernadores. Cuando los mercenarios vaciaron los sacos escurrieron puños de lombrices revueltas en mechones de cabello. Todas las lonas venían agusanadas. El hombre calvo y corpulento soltó una carcajada grave que resonó en medio del recinto y empezó a bailar.

Ana consiguió ver en sueños y lo primero que vio fue a su madre al otro lado de un espejo de obsidiana con marco de plata. Avergonzada de la ceguera de su hija, de su rostro con cicatrices, de su cuerpo famélico, Teresa se sacaba los ojos y se los pasaba a través del portal. Con estos nuevos ojos, Ana pudo ver a los alicantes y transformarse en ellos. Hacerlo resultó más sencillo y divertido que jugar con la penumbra en el Mesón de Carretas: sólo había que percibir el destello de un alicante en las profundidades y recorrer su trazo luminoso con la mirada.

Los había macho y hembra, eran serpientes grandes y fuertes que asfixiaban al hombre si se le enredaban al cuello. Tenían la capacidad de subir a la cama del durmiente sin que éste se percatara de nada, metían su lengua en el interior de la oreja y silbaban para prolongar el sueño, trepaban a la cama de las mujeres en lactancia y mamaban de sus pechos. De esta manera Teresa pudo se guir soñando en la ciudad acantilado sin dejar de procurarse los nutrientes que requería. Su cuerpo siguió creciendo hasta envejecer y secarse, y su esqueleto quedó tendido bajo una manta bordada.




Un viento helado soplaba en el altiplano agitando el cuerpo de los ahorcados en las yucas. El camino de regreso al Real de San Luis había quedado salpicado de combatientes caídos durante la retirada y a los heridos se les escuchaba todavía gritando entre los matorrales. Miguel no podía escuchar nada. En ocasiones aquella sordera le hacía perder el equilibrio y los oídos comenzaban a sangrarle; pero en ese momento más le calaba el frío en los huesos. En el camino Miguel encontró la carcasa de un caballo cuya carne había sido devorada por varios grupos de coyotes o personas. La escarcha la mantenía en conservación. Miguel se aproximó y metió sus manos temblorosas en las vísceras del animal. Empezó a cortar pedazos congelados de caballo y guardó algunos trozos en un saco. Al mismo tiempo masticó las astillas de un hielo que se le derritió en la boca dando paso a una fibra pastosa del sabor del cuero húmedo. Amanecía, la patria se había perdido y el enemigo avanzaba hacia la capital exhibiendo el triunfo de su moderno armamento.



 



Antonio Tamez. Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Querétaro, estudió el Diploma-do en Creación Literaria en la SOGEM. Actualmente cursa los estudios de la maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato. Ha publicado los libros de cuento Bengala (Herring Publishers, 2010) y El templo de los animales disecados (Montea, 2017). Ha sido becario del PECDA en tres ocasiones.