Literatura emergente de Querétaro / No. 208
 
Ciudad de México, 1989






Misterio número uno: suelo
if you face death, for that time, for the period of
direct confrontation, you are immortal.


William S. Burroughs


Noli foras ire, in te ipsum redi.
In interiore homine habitat ueritas


Agustín de Hipona


Ayer frente a mí se apareció el santo Agustín.
Sus túnicas eran blancas, brillantes. Pero no las tuvo puestas mucho tiempo.
Unos días antes había sido el funeral de mi padre.
Su cuerpo había muerto por la corrupción de un cáncer tortuoso.
Mi cuerpo descansaba entumido en el suelo de la sala. Era ése el lugar donde mejor había reposado,
    donde el tiempo pasaba sin reparos.
El suelo.
Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada excepto el polvo.
Las motas de polvo invadiéndolo todo, del piso al techo, de dentro hacia fuera, de todo eso que miramos
    y sabemos que está ahí a todo eso que no nos atrevemos a mencionar por miedo a que cobre sentido.
Cerré entonces los ojos.
Y él ahí.
No había mirado aún y ya sabía que estaba
frente a la noche de una ciudad comiéndose a sí misma,
con su piel morena dorada por la luz eterna,
sus ojos color centeno apenado,
sus pies descalzos, sucios,
y su voz.
Él llegó a mí en la forma de un junkie tratando de rehabilitarse, con la mirada perdida y un aura cegadora,
    parecida a un viento frío. Tocó a mi puerta.
Su voz sonó profunda como la voz de Dios mismo. Lo supe.
Sus túnicas eran blancas.
Pero no las tuvo puestas
por mucho tiempo.
Yo nunca había amado y estaba ansioso por amar.
                                                                                               Y de pronto lo supe.
Me tomó de la mano. En su roce, en ese contacto denso pero lleno de nubes cabían todos los
    roces del mundo:
en ese roce gritaban todos los amantes,
gemían, ladraban, sudaban sus miradas:
en esa falta de aire sollozaban todos los pájaros, oraban todas las cuevas, se daban golpes de pecho
    todos los deseos:
en ese solo instante, un segundo en que la mano me conducía a un lugar lejano de las cosas del mundo,
    tuve que dar un salto antes de sentir todas las sensaciones, antes de que mi alma fuera toda cuerpo
    y no hubiera nada porque había todo, porque el mundo había quedado atrás, al fin, y no éramos
    más él y yo sino
                                                                               SILENCIO
Su cuerpo desnudo.
Su santidad así expuesta.
Su terrible piel quemada ahumándome los ojos.
Su virtud erigida como una fortaleza sobre mí, sobre mi cuerpo.
Su sabiduría inclinada frente a mí, acariciándome, ofreciéndose a mí con una mirada.
A mí, a quién más que a mí.
Su santa voluntad humedeciendo los rincones de mi resistencia hecha de pronto carne, hecha Hijo,
    hecha Verbo.
Dos ojos que no ven, dos oídos que no oyen, piel que no se estremece. Pero ese salto, ese abandono,
    ese repentino suicidio consagrado me hizo volar.
“Mi amor es mi peso; allí soy llevado adonde este amor me inclina”,
y al oír esto dejé la tierra y alcé el vuelo sin alas y tuve al santo frente a mí y aunque no veía ni oía ni sentía
    todo era y Agustín el santo era ese hombre, ese cuerpo como el mío pero tan diferente, y nuestros cuerpos
    fueron uno cuando la fuerza del santo me partía en dos y, de pronto, su voz imperiosa pedía
¿Quién soy?
que lo partiera en dos a él.
Soy la suciedad de la concupiscencia,
dijo.
Las voces se confundían y los ángeles cantaban gloria a dios en las alturas y el santo aspiraba farlopa y yo
    trataba de detenerlo.
Y tú eres el miedo.
Soy polvo, dije.
Eres el insomnio, dijo. Eres la ansiedad, dijo. Eres los bosques. Eres la herida que divide la ciudad de sus
    depredadores. Eres el polvo blanco, dijo. Eres el miedo.
Estoy soñando, pensé, y me vi en el piso con los ojos cerrados levantándome de pronto a abrirle la puerta a ese
    hombre de mirada perdida y aura cegadora, el junkie Agustín, por qué tocas en mi casa vete, y vi al mismo
    tiempo sus ojos cafés mirándome suplicantes y lo dejé pasar, gracias dios te bendiga, aunque traía en las manos
    un volumen enorme de la Fenomenología del Espíritu y una botella de agua nunca abrió el libro y nunca bebió
    de la botella, comenzó a cantar una canción que nunca había oído y que sonaba como un coro de grillos
    ralentizados miles de veces, una melodía de paz ardiendo en el centro de la sala, cuando no cantaba él sólo
    me veía ahí, del otro lado, aterrado por su presencia, fascinado por la quietud de sus manos
rozando el piso.
Y él también, el junkie Agustín, en algún momento, como mi padre, se colgó del techo de mi cuarto y yo sólo regresé
    al mismo lugar a mirar el polvo.
                         (muestra para con él tu misericordia
                                                                                           gritaban los ángeles
                         y acógelo entre tus santos
                                                                                           graznaban los ángeles
                         en el canto eterno de tu alabanza
                                                                                           cantaban los ángeles)
Es sabido que los santos tocan a los desesperados, a los infieles, a los desahuciados. Pero el santo me tocó
    a mí, que sólo veía el tiempo pasar a ras de suelo. Vivió junto a mí, fumó junto a mí, durmió en mi cama,
    despertó junto a mí, miró la trayectoria de una polilla mientras yo leía (su rostro) (sus muslos) (la trayectoria
    que trazaba su cuerpo por el pasillo), me miró a mí mirándolo a él mirando mi cuerpo, todo el tiempo mi cuerpo,
    en un frenesí inextinguible, en un grito de afasia, en una noche donde no había palabra. Como hoy.
Así vino a mí el santo Agustín: en forma del junkie Agustín. “Yo nunca había amado y estaba ansioso por amar”,
    me susurró.
LOS ÁNGELES:          concede a tu siervo
El santo Agustín temió dejar de tocarme porque podía caer.
LOS ÁNGELES:          participar con tus santos
El junkie sabía mirarme mientras esnifaba. Sus miradas me daban escalofríos.
LOS ÁNGELES:          y elegidos de la recompensa
día y noche me estás acabando/ sollozo hasta el amanecer/ me quiebras los huesos como un león/ día y noche
    me estás acabando
LOS ÁNGELES:          de la gloria amén
Su roce cesó: un vuelco: mi cuerpo en el piso otra vez quieto mirando el polvo: el tiempo. El santo Agustín dejó
    el vuelo sin alas, tomó sus diez gramos y salió por la puerta. Como una aparición que espera en la calle un taxi
    en medio de la noche. Como un fantasma que sonríe antes de cruzar el camellón.
Ahí estaba yo.
La casa vacía.
La ciudad comiéndose a sí misma.
La imagen de un cuerpo frío balanceándose de un lado a otro.
Mi amor es mi peso; allí soy llevado adonde este amor me inclina, pensó mi padre.
El amor sólo puede llevarnos hacia el suelo.
Hacia las motas del polvo que caen
al suelo.



De Todo pende de una transparencia. Muestra de poesía mexicana reciente
(libro digital, Vallejo & Co., selección y notas de Iván Méndez González, 2016)
https://issuu.com/vallejoandcompany/docs/todo_pende_de_una_transparencia

 



Juan Carlos Franco Escritor, director de escena, periodista y guionista. Licenciado en Filosofía por la UNAM. Sus obras se han producido en varias ciudades del país. Ha publicado Cómo no estar solo (Mamá Dolores, 2015), Country (Montea, 2016) y Laberinto deseo naufragio (Fondo Editorial de Querétaro, en prensa). Textos de su autoría han aparecido en numerosas revistas, periódicos y antologías. Sus proyectos teatrales más recientes son Trilogía del reino, Soñé una ciudad amurallada y Ella miró un pájaro blanco cruzar el cielo y pensó que podía ser una gaviota. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2017-2018) y director artístico de Catamita.