Talleres de Literatura UNAM / No. 207

reCuerpo 

TALLER DE CREACIÓN LITERARIA DEL CCH SUR, IMPARTIDO POR LUIS PANIAGUA

 


Para Manu y Joel, que son parte
del cuerpo de este texto.


Límites

Cuando hablo de mi cuerpo, no estoy segura de saber a qué me refiero exactamente. No sé si empieza en la punta de mi dedo gordo o si comienza muchos kilómetros antes, en la orilla del mar. Y es que el problema empieza con la definición de los límites. Me parece confuso, y hasta pretencioso, determinar dónde está el inicio y dónde el fin. Alguien podría decir que el cuerpo se refiere solamente a un conjunto compuesto por dos pies, dos piernas, un torso, dos brazos, dos manos y una cabeza; aunque hace años esta definición me resultaba convincente, un día mi percepción cambió. Fue al ver una película en la que, en una escena, la protagonista caminaba por la nada. Eso me hizo pensar que cuando yo imaginaba la nada, la veía de color blanco, lo cual no tenía sentido porque el blanco no es un color, y si en la nada no hay nada, ésta sería incolora. Imaginar así la nada me resultó imposible, pues al intentar visualizar algo transparente lo que observaba, indefectiblemente, era un fondo en el que había algo; por lo tanto, pensé que si algún día yo estuviera en la nada, lo que vería realmente sería el paisaje o el objeto que se encontrara al final. Concluí que “todo está conectado”, que la nada (si existía) estaría unida a su contrario, que sería imposible ver una nada absoluta en el mundo en el que vivimos porque siempre hay algo en la parte del fondo, ya sea un balón o nosotros mismos. Entonces mis ideas se movieron al ámbito corporal. Caí en la cuenta de que no hay un sólo momento en el que nuestro cuerpo deje de estar en contacto con el aire, y si nunca se se paran es porque quizá uno es parte del otro; a su vez el aire no se separa nunca del mar, entonces éste es parte de su/mi/nuestro cuerpo. Y el mar no se separa de la arena, y la arena no se separa de los cangrejos, y así hasta nombrar a todos los entes corpóreos. Sin embargo, eso hace que resulte más confuso (¿o más claro?) todo, porque pareciera que cuerpo solamente hay uno y que éste es de todos.

No me es ajeno el estado de comunión. Hay días en los que tardo mucho tiempo bañándome, y al salir de la regadera y ver la hora me siento culpable por los litros de agua que fueron desperdiciados. Cuando abro la llave, las primeras gotas que caen sobre mi cuerpo se sienten distantes, dos cuerpos que chocan, cada uno poniendo su barrera y reafirmando el límite que su nombre le ha puesto. Pero conforme pasan los minutos, los límites se difuminan y comienzo a gotear, a escurrirme lentamente. No tengo que pensar que mi cuerpo está en contacto con el agua y que por eso somos sólo un cuerpo; simplemente lo siento. No soy la única que ha tenido esta sensación o que ha reflexionado sobre ello; algunas religiones, filósofos y escritores han llegado a la conclusión de la existencia de la unidad indivisible. Sin embargo, el nombre varía según sea el caso, para unos es Dios, para otros, la Naturaleza; para Don Alejandro es El Congreso. Para mí, El cuerpo.

Pensar en la unidad total corporal produce escalofríos y emoción, nos hace sentir irrelevantes y al mismo tiempo poderosos. Es posible repensar nuestra relación con el mundo, ya no como un otro sino como uno mismo.

Desde esta perspectiva, imagino las diferentes partes de El cuerpo. ¡Cuántas cosas estoy haciendo en este preciso instante además de escribir! Estoy caminando en cuatro patas con mi cola moviéndose sobre el piso negro que soy yo; estoy regresando hacia mí una y otra vez, pues vuelvo hacia mi parte arena y luego hacia mi parte mar, junto con mis otras partes olas; estoy colisionando contra mí en el Periférico; estoy siendo tecleada por mis manos; estoy haciendo tantas cosas, que me resultaría imposible escribirlas aquí… (hasta me siento tentada a tocar la puerta de mi vecina, que también soy yo, y presumirle todo lo que estamos haciendo en este momento) pero resulta un poco decepcionante saber que no soy la única que está haciendo muchas cosas al mismo tiempo, es decir, saber que soy la única haciendo cosas al mismo tiempo, sólo un cuerpo con muchas partes en acción. Pero, ¿con quién platico?, ¿con quién puedo hablar si no es conmigo? La única escapatoria para la sensación de soledad es el monólogo interior de El cuerpo, contradiciéndose, pensando que somos muchos cuerpos en lugar de uno solo, para después buscar la comunión con los otros. Correr en la misma dirección del viento es parte del anhelo de pertenecer nuevamente a El cuerpo, nos reencontramos con nuestras diversas partes para volver a ser uno, hasta el momento en el que sentimos la soledad y decidimos poner un límite.

Es posible que, ante la rapidez del mundo que nos rodea, no quede tiempo para reflexionar sobre si somos parte del agua o no; es probable que algunos lectores nunca se hayan sentido parte de la unidad de la que hablo; no obstante, es factible experimentar esta situación en un lugar frecuentado por casi todos: el transporte público. Cualquier persona que se haya subido al metro en esta ciudad en horas pico sabrá que llega un momento en el que al interior de la máquina naranja todos somos uno; hablar de personas resulta inapropiado para describir la situación, pues el cúmulo encerrado se ha convertido en una masa con cientos de brazos, unos arriba y otros abajo. Los humores, olores, colores y formas convergen en uno solo que se transporta de estación en estación; y si no nos bajamos en el andén más próximo, vemos cómo una sección de nuestro gran cuerpo se desprende para dar paso a nuevas piezas que llegan para ser parte de nosotros. Pero si somos los que bajamos, nos alejamos de nuestro cuerpo como una pestaña que se se para del párpado, ¿acaso para conseguir autonomía y formar otro cuerpo? ¿O simplemente transitamos como la sangre, dentro de El cuerpo? De nuevo, el problema de los límites.

No es sorprendente pensar que quien habló de cuerpos por primera vez haya sido precisamente quien nombró al mundo. Comenzó a separar las cosas y poner límites, porque a partir de algunas diferencias (como la textura, el color o el olor) surgió la idea de que cierto conjunto de características determinadas conformaban un cuerpo y que ese cuerpo era, por ejemplo, una flor. Se nombraron los cuerpos con distintos sonidos, para seguir delimitándolos. Cuando nací, una enfermera (o tal vez el doctor) se encargó de cortar el cordón umbilical para decir que ahí no había una persona, sino dos. Así, durante la infancia y adolescencia sabía que existía algo que era mi cuerpo, que por él tenía conciencia de que yo era yo y no Mariana o Pedro, y que a través de él podía sentir el mundo. En la secundaria, en las clases nos hablaban sobre los cambios que atravesaba nuestro cuerpo; yo imaginaba una especie de abrigo que se iba estirando, siempre el mismo, siempre conmigo. Y no fue sino hasta que es tuve en una clase de física que esa idea infantil fue destruida por el maestro. Hablando de la materia nos dijo que de los átomos que conformaban nuestro cuerpo ese día, en unos cuantos años ya no quedaría ninguno. Es decir, resulta que el abrigo no era el mismo; es más, parte de los abrigos de los otros probablemente en algún momento serán nuestros, y llegará un momento en el que de nuestro abrigo primigenio no quedará nada. Lo mismo sucede en el metro. De todas las personas que confluyen en él y que en un determinado tiempo y espacio son uno, no que dará nada al día siguiente; claro que resulta más fácil pensar en que el metro se deshace de su cuerpo, porque el metro no tiene mente (o hasta ahora no hay indicios de lo contrario), y resulta complicado entenderse como persona, definida por un cuerpo, cuando la gente nos sigue llamando por nuestro nombre, aunque ya no quede ni un átomo de nuestro cuerpo original.


Lo (des)conocido

Lo sensorial es esencial al hablar del cuerpo, pues es a través de los sentidos que percibimos el mundo. Cuando en el kínder nos daban la silueta de un cuerpo y nos pedían señalar sus partes, lo hacíamos con aquellas cuyo nombre conocíamos, pero a los diecisiete años hay partes del cuerpo que surgen ante nosotros por primera vez. A mí, hace unos meses, me colocaron brackets, y si no hubiera sido por ese tratamiento, habría pasado para mí desapercibida la pequeña sección de piel interna que se encuentra a la altura de mi muela derecha inferior, pero en el instante en que el alambre del bracket la rozó haciéndola sangrar, se reveló ante mí aquella parte desconocida. Mi lengua y mis dedos la tocaron por primera vez para confirmar su existencia y sí, ahí estaba. De niños, jugando con nuestros compañeros, tuvimos experiencias similares: el dolor nos mostraba partes de nosotros hasta ese momento ignoradas.

Sin embargo, no solamente se descubre el cuerpo a través del dolor; muchas veces lo hacemos a través de otro. El descubrimiento de la propia espalda no lo podemos atribuir a nosotros, pues las manos de los demás siempre alcanzan territorios desconocidos con mayor facilidad y gracia que la que uno mismo pudiera haber tenido. No me molesta no poder nombrar mi espalda, ni plantar la bandera de conquista, porque sé que hay partes de mi cuerpo que sólo pueden ser conocidas así, a través del otro. ¿Cómo podría enojarme con los otros cuando yo misma he escrito mi nombre en sus espaldas? No hace falta molestarse estirando el brazo. Hay caminos que no se pueden recorrer en soledad.

Además de los senderos no recorridos del cuerpo, están los que conocemos y reconocemos. Arriba mencioné el descubrimiento de zonas nuevas, pero también sucede el reencuentro con ciertas partes que, de tanto uso, casi se nos olvidan. Las manos, por ejemplo. Esas pobres que se encargan de sostener el lápiz para escribir, teclear en la computadora, amarrar agujetas, tirar bolsas de basura, lavar trastes, parece que solamente existen por practicidad, hasta que alguien recorre sus surcos con una caricia y las reconocemos: unas manos, nuestras manos… Con líneas en la parte interior, muchas; unas se marcan más, pero si acerco los ojos veo que son miles, que se entrecruzan, chocan, siguen su cauce y se unen a los ríos principales. En el reverso hay más líneas, el color es distinto, y la textura también, es más suave. Cada uno de los dedos tiene un casco duro que crece y crece, una uña. Vellitos pequeñitos, casi imperceptibles a primera vista, que se aclaran con el sol. Un lunar chocolate y entonces la reconozco: una mano, mi mano.

Otro misterio para mí es aquello que hace que el cuerpo se mueva en determinada dirección. Escucho a mi hermana, que tiene formación científica, decir en mi cabeza que el movimiento del cuerpo se debe a una serie de reacciones químicas e impulsos nerviosos enviados desde el cerebro hasta los músculos. Esa explicación me resulta satisfactoria por momentos (por ejemplo, cuando escribimos, al trazar una A, queremos que nuestra mano haga el movimiento determinado que permita que la letra se plasme en el papel), pero en otras ocasiones me parece que no son los impulsos nerviosos los que mueven al cuerpo. Cuando platicamos con algún amigo mientras caminamos, llega un momento en el que nos detenemos y nos preguntamos el uno al otro hacia dónde vamos, el otro inevitablemente responde que nos estaba siguiendo a nosotros, y nosotros afirmamos que lo estábamos siguiendo a él. Pareciera que el cuerpo se librara por un momento de las órdenes del cerebro, mientras éste intenta articular una conversación. ¿Será de los pocos momentos en los que el cuerpo hace lo que quiere?, ¿se libera de la obligación de obedecernos? Este misterio me lleva al inicio del ensayo, a la pregunta hecha hace muchos años y repetida en incontables ocasiones por las bocas de El cuerpo: ¿cuerpo y mente son una cosa o dos? Responder esto es muy importante, ya que se trata de averiguar el valor de x. La respuesta a esta pregunta es trascendental porque estamos intentando entendernos como personas, contestar una pregunta más amplia: ¿quiénes somos? Vale la pena sumarse a la fila y hacer el intento de dilucidar el misterio desde mí, es decir, desde mi experiencia, desde mi pensamiento, desde mi cuerpo, mi cuerpo, mi cuerpo… Cuando hablo de mi cuerpo, no estoy segura de saber a qué me refiero exactamente, no sé si empieza en la punta de mi dedo gordo o si comienza muchos kilómetros antes, en la orilla del mar.





Abril Ramírez Sánchez (Ciudad de México, 1999). Ha participado en dos ocasiones en el Encuentro de Creación Literaria de Alumnos del CCH (2015 y 2016).