Talleres de Literatura UNAM / No. 207

Deuda cobrada

TALLER DE CREACIÓN NARRATIVA DE LA FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES, IMPARTIDO POR HUMBERTO GUZMÁN



Siempre que hay sangre regada por el suelo, permanece en el aire una atmósfera de óxido, de humedad metálica que recuerda a una máquina vieja llena de agua estancada. El olor es casi el mismo, pero la sangre tiene un matiz más desagradable. Es como si conservara en sus átomos la esencia misma de las vísceras.

Ciertas excentricidades en la deteriorada mansión revelan la afición al coleccionismo de su recién fallecido dueño, al que miro desde distintos ángulos. Antes de comenzar a escribir cualquier cosa, camino lentamente sobre la crujiente madera, alrededor del cadáver, por que sé que tiene que decirme algo: sus ojos, su boca, la posición de sus manos, la ropa que viste… Los muertos tienen un idioma complejo. Es como si se pintara un último cuadro surrealista para la eternidad, que merece ser descifrado antes de que se borre. Procuro no caminar muy rápido para no alterar esta pintura, procuro quedarme mucho tiempo de pie; no hay que mover nada de su sitio hasta que la realidad previa al cuadro comience a tener sentido.

Es imprescindible ir de afuera hacia adentro y no al revés, como la mayoría. El error es querer sacarle al muerto la verdad, cuando ésta yace en código en el escenario. Son más bien los muebles, las paredes y los armarios los que nos hablan. Este cadáver conversa conmigo a través de su contexto inmediato. Todo es un diálogo entre la casa y el muerto. No se puede entrevistar solamente al muerto, no es posible obtener la verdad nada más de la mansión. Por ejemplo, las ventanas: han estado selladas mucho tiempo y los marcos han acumulado tierra; incluso en la parte exterior han nacido algunas plantas pequeñas.

El hombre está vencido con el pecho hacia el suelo. Su cabeza ladeada a la izquierda. Brazo derecho flexionado hacia arriba. Brazo izquierdo con la palma extendida. Pierna izquierda como si fuera a subir un escalón imaginario. No. No. Aquí está el error que persiste. Debo olvidarme de él por ahora. Volvamos al estudio. Entra poca luz. El olor de la sangre es muy extraño, porque no se parece a nada que haya olido antes. Al mirar en las repisas noto los ojos gelatinosos de las criaturas sumergidas en sustancias viscosas. Es como si ellas vivieran ahora. En el escritorio hay notas que tomo cuidadosamente. En el suelo sorteo las evidencias para no contaminar ni cambiar esta pintura surrealista.

Fragmentos de notas: “Las llamadas han dejado de insistir. Todo el material está pagado, no entiendo qué es lo que debo. Soy presa de una terrible desesperación cuando suena el timbre. Me desconcentro. Es frustrante perder las ideas. Voy a cortar los cables. Yo ya no tengo deudas…”

¡Ah!, así que se estuvo aislando, señor Frederick. Ahora entiendo por qué se ha encerrado. Nada que una ganzúa no haya podido resolver para mí. ¿Qué es lo que debía, señor Frederick? Continúo revisando las notas para ver si hay más. Encuentro una caligrafía diferente: “Es la última advertencia, Fred Johansen. Esos frascos no son gratuitos. Vamos a tumbarte la puerta y te cobraremos a la fuerza. A nosotros nos da igual lo que te tardes en tus inútiles experimentos, pero si no pagas…” El resto de la nota no existe. Muy bien, Fred, tenías deudas, pero ¿las suficientes como para ser asesinado?

También hay notas sobre reptiles y muchas disecciones de animales. Tal parece que estabas jugando con la genética, ¿verdad, Fred? Observé en la pared varios cuadros sobre una extensa gama de lepidópteros. Mariposas de muchas formas cuidadosamente colocadas una al lado de la otra. Hay un gran frasco de vidrio con un líquido verde que gotea.

Vuelvo al muerto. A poca distancia de su mano derecha hay una Glock 26 de bolsillo que ha sido disparada directamente hacia su cráneo. El rastro de la sangre hace ver que las tarimas mantienen una inclinación forzada. Una mansión chueca, vaya. Lo complicado de Fred es que sus excéntricas colecciones distraen de lo verdaderamente importante. Siguiendo el pequeño río rojo distingo un hueco en la madera del piso, lo suficientemente grande como para permitirme apreciar en la planta baja un estudio lleno de animales disecados. Ahora me toca hablar con ellos.

Tras bajar unas escaleras y ayudarme con las ganzúas a abrir la puerta, accedo al estudio. Parado en el umbral, intento grabarme todos los detalles. Imagino al inspector del despacho para el que trabajamos, con sus estúpidas recomendaciones: “Pierde el tiempo, Lock, el muerto se lo dirá todo. Aquí en el estudio sólo pierde el tiempo.” Pero yo sé que no lo pierdo. Hay pocos casos en los que está presente el inspector; cree saberlo todo. Descubro con asombro huellas que van del jardín exterior al estudio. Varios objetos han sido revueltos. Cajoneras tiradas y cristales rotos. Algunas tarántulas que vivían en cajas de vidrio ahora deambulan por entre los escombros. De pronto, una cabeza de venado cae del débil clavo que la sostenía y apunto velozmente con el arma. Tranquilo, Lock.

Los acreedores del occiso rompieron el cristal de la ventana. Sólo bastó meter la mano para mover el cerrojo. ¿Qué cosa buscaban y dónde la escondías, Fred? De nuevo me llega el olor intenso de la sangre… mezclado con otra sustancia que no identifico. Me provoca náuseas. Volteo hacia arriba: por entre los surcos de madera se nota la silueta de Fred. Entonces recuerdo: en el interrogatorio, uno de los sospechosos, que fue visto salir aprisa del lugar de los hechos por la guardia local, informó:

—No quería pagar. Sólo queríamos cobrarle. Me urgía ese dinero. Mi hermano rompió la ventana y creímos que Fred se había ido. Así que sólo busqué un poco —balbuceó.

—Entrar en una propiedad privada es ilegal, ¿lo sabía? —inquirí.

—Lo siento. No hizo caso a las notas que le deslicé antes por debajo de la puerta.

Creí que no estaba. No tomé nada. Salí tan pronto oí un disparo. No me llevé nada. Lo juro.

Mirar de nuevo la silueta de Fred en el techo del estudio interrumpió mis pensamientos. Subí y volví a charlar amistosamente con su cadáver. Tomé sus huellas y recopilé las dejadas en la pistola. Las comparé. Coincidían. ¿Por qué te suicidaste, Johansen? Estar tan cerca de él me provocó una fuerte náusea. Ya me había acostumbrado al olor de la sangre, pero este matiz… esta sangre tenía algo más…

Después de colocar un paño húmedo sobre mi nariz decidí examinar el cadáver más detenidamente. Recibió el disparo cerca de la nuca, del hueso occipital. Al llevar a cabo la observación minuciosa, descubrí un par de agujeros más pequeños en el cuello. Parecía la mordedura de una serpiente. De ahí provenía el olor fétido, nauseabundo. Era insoportable. Salí a toda prisa, to siendo un poco, con el fin de alcanzar aire fresco del exterior. Antes de llegar a la puerta principal vi una cobra incorporándose hasta igualar mi altura. Comencé a sudar frío y mi cerebro a recibir órdenes de defensa: intenté tomar mi arma y dispararle. No pude más que mover mi brazo y sostener el arma frente al imponente reptil. Dos disparos. Después me desvanecí, intoxicado.

Desperté en la cama de un hospital. Tras recobrar el sentido, pretendí incorporarme al caso. Mi compañero me explicó que él me había llevado al hospital justo antes de que me intoxicara por completo. Recuerdo entonces los detalles, el frasco con líquido verde, y todo cobró sentido.

Termino mis notas finales: “Frederick Johansen ha decidido terminar con su vida tras entrar en un estado de locura temporal por intoxicación con veneno de cobra. El disparo, ejecutado con una Glock 26 de bolsillo, se hizo de tal forma que atravesó el hueso occipital, usan do la mano derecha para jalar del gatillo. La bala salió por el frente, cerca de las fosas nasales, e impactó en un recipiente que contenía veneno, amplificado y potencializado con diversas sustancias sometido a cambios de temperatura experimental. Dadas las condiciones de enclaustramiento, pronto los gases del veneno comenzaron a intoxicarme hasta que vino a mi auxilio el policía segundo Arthur Lloyd, quien realizó dos disparos contra un peligroso espécimen de cobra. El área de la mansión ha sido declarada en cuarentena hasta que expertos logren neutralizar los gases del veneno.”

Lloyd arroja el periódico sobre mi cama. Lo abro al azar y las páginas muestran alguna publicidad donde aparece un logotipo de una cobra con los colmillos afilados en posición de ataque. Eso me hace recordar la escena y el temor a la cobra que mató al señor Frederick. Un escalofrío recorre mi espalda… 




Francisco Fernández (Ciudad de México, 1980). Es egresado de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha colaborado con algunos cuentos y poemas para la revista digital Letras Raras.