Poesía / No. 207

Poemas

 



Buck/8mm

A Jonas Mekas


1


No me interesa la poesía. Necesitamos bolsas plásticas, necesitamos comprar cereal y una excusa para salir de casa. Estoy frente al televisor, estoy frente al Cristo que cuelga en la cocina, estoy en el jardín: sentado, las manos en la tierra y el cuerpo inmóvil. Espero en la recepción con mi expediente en los regazos. Revistas Perfil, el cuerpo de mi hermana en el techo, el carné del videoclub: heladeras gigantes, la capacidad de intercambiar gestos o perder el tiempo recreando el capítulo en el que muere tu esposo. Pienso que lo más fácil es decir lo siento o cambiar de conversación, hablar de películas o contar el tiempo que llevamos sin hablar; permanezco inmóvil, escucho mi nombre, escucho a mi madre parir, escucho a los doctores sobre mi cuerpo: gimen, fuman, escucho la televisión encendida desde mi habitación. No recuerdo más. Salgo del edificio y camino hacia la estación del subte. Enciendo un cigarrillo, la boca seca, la radio encendida; permitir no es obedecer, es encontrar una excusa para renunciar y asumir una posición de testigo, privilegiada cuando te sentás en la cama para arrepentirte de haber salido de casa. Dejo pasar un tren, es hora pico: chicas con plataformas y madres. Escucho la cafetera, el agua filtrarse, pienso en Sergio y me pregunta cuál es la mejor manera de amanecer con alguien sin parecer una pareja, entonces siento ganas de cagarlo a trompadas y le digo no sé, amaneciendo cada uno en un extremo de la cama, supongo, pero me ignora y sigue hablando solo, lo escucho decir que quiere dejar de tomar o tomar menos, me doy vuelta buscando la salida.




2


Mamá cierra los ojos, mis venas se infaman, se expanden, me dice: —pienso que si vas a pasar toda tu vida escribiendo, deberías de mudarte o cambiar de puerta, una que si cierre y mantenga a los paramédicos afuera. Entonces me sujeta los hombros, me dice vamos, le digo perdón y le digo perdón a la enfermera y la escucho decirme que no me saque el tubo, que sabe que me molesta, que sabe que me lastima, que no me lo quite; por favor, me dice, pero me levanto y pienso que fue fácil mentir, quizás demasiado fácil y empiezo a dudar, decir que estoy mejor, que ya no pienso en eso, que quiero trabajar, tener hijos y escucharlos dormir al otro lado de la pared. Supongo que lo que siento es lealtad. El doctor abre la puerta y me dice al oído que esto es inapropiado. Le doy la mano, tiene mano de doctor: precisa, limpia, peluda. Siento asco, me siento demasiado acompañado. Creo que había pasado la mayor parte del tiempo pensando en mí ante los demás, en mis gestos, en la ciudad como espacio de muerte.




3


Entiendo que no tengo nada que decir. Es mi generación y decido callarme: hoy por ejemplo te despertás en tu habitación de adolescente y decidís terminar el Foster Wallace que nadie termina. Tus viejos y tu hermana desayunan en la misma mesa que usaste para presumir historias de vampiros y chicos especiales sin ninguna habilidad, como nosotros, como Mowgli, Nadja y su madre, que edita para pagar facturas, videojuegos y compilados de historia medieval. Es lo que pasa cuando crecés: una casa sana es una casa llena de muebles; lo importante es llegar a fin de mes. Permanecer es padecer, si estoy aquí no es porque quiero, la enfermedad siempre es más fuerte, necesitás permiso y por eso buscás conflicto. A esta idea de la función salvadora de la poesía hay que ponerle sus límites. Cierro la puerta del balcón y enciendo el aire, empiezo a buscar fotos de P. J. Harvey para llorar: la remera de "lick my legs", un cuerpo cada vez más flaco, pastillas acumuladas en los cajones de la cocina y disminuye el apetito; te encuentro solo, escribiendo sin ganas y mordiendo las uñas de una mujer que no encuentra motivos para llamar a emergencias.



No hay mejor excusa para usar un sobretodo

The pills are a mother, but better
Anne Sexton


2:00 am. Confundo a Holly con Peter. Ernesto se acuesta, Ernesto busca trabajo. Lo que hace falta, legitimar un texto consiste en enfermeras inadvertidas, enfermedades falsas, lavados gástricos y ejércitos de incubadoras. Máquinas que alimentan cuerpos que mueren en hijas de taxistas y vendedoras de obra social. Una generación marcada por el terremoto del 91, chicos con problemas motrices, problemas para encomendarse. Flores, ambulancias, latas de jugo de manzana y úteros que se abren: celulares en vibración. Encontré uno de los diarios de Ernesto entre cajas, recibos de obra social y mucha ropa que Casandra descubrió en la bodega de Villa Luzuriaga. La última anotación corresponde a la muerte de la hermana gemela de mi esposa:

3/9/21

El 31/8 nacieron nuestras 2 hijas. Hoy a las 12 hs el día 3 falleció Willen mi hija flesh.

Susuki murió en un accidente de tránsito, Susuki, que me escribe disculpándose por la posibilidad de no volvernos a ver vivos, sale del cuarto; salgo del cuarto para regar las plantas o salgo del cuarto para esperar a que entre el chico del edificio del frente. El departamento vacío, la leche en el pasillo. Rutina llena de referencias y la muerte es lo de menos, lo que me aterra es la cantidad de mierda que se metieron Ernesto y Susuki, toda la mierda que se metería el vecino si naciera donde crecen todos los padres con hijas muertas, promesas de exilio; las enfermeras construyen patrias, los enfermos crecen y se pierden entre discos de culto y personalidades múltiples; no se trata de incluir episodios en asuntos familiares inconclusos: la distancia es la misma: El departamento vacío otra vez, los chicos entran, salen y llenan ceniceros. No tengo una razón para sentirme mal y eso me desespera. Quizás estaría más tranquilo si tuviera un trabajo, la muerte de mi padre me dejó sin argumentos para justificar mi estado, no tengo a nadie a quién alimentar y no tengo sectores de la casa que necesite evadir. Todo se permite, me enferma el olor a la lavandina, eso hago: limpio la casa, vacío los ceniceros, pago los recibos y recibo chicos en casa. Una casa sana llena de muebles.



Djibouti 1991

Quiero un verano diferente. No hay lugar para la cocina heredada; el impulso autodestructivo de sentarme a preparar el almuerzo. Hablamos y te pregunto si seguís fumando, espero que digás sí porque no te interesa hacer otra cosa. Me da miedo apoyar las manos en el escritorio y sentir la receta en mi bolsillo: fideos a las 3:00 am, medir el monoambiente, mantener la boca seca, contracciones, cesáreas. Pregunto si te hace falta pasar la noche cuando estoy bien, estable. La enfermera entra, te dice no hay alarma, el hígado no duele, no hay que olvidar tomar los medicamentos y me mira como si tuviera 5 años. Le agradezco, le digo este verano va a ser diferente, me voy a recuperar, vamos a salir los fines de semana y vos la mirás. Te pregunta tu nombre, decís Freja y tomás la decisión de quedarte sin hablar aunque no haga falta; copiar la realidad no es afirmarla. Tocás mi espalda y me decís no es fácil reconocerme, no a mi edad, no con tantos químicos en los cigarros. Tal vez sea cierto, me hubiese gustado conocerte de niña y hablarte de clínicas de acupuntura, celulares en vibración, folletos antifumado. Me levanto poniéndome la jacket y salgo a la terraza. No quiero ver a nadie, cierro la puerta, me siento en la silla del rincón y pienso en los patios traseros con sábanas colgantes. No deberías salir.



Arthur Cravan, septiembre 1917

[…] for sky streched between fingers […]
Branko Miljković


Ya estamos en New Haven. Te inclinás sobre la ventana del Maxikiosko, las manos sobre el vidrio; venís de trabajar 10 horas con un Viceroy azul de 20. Acá todo va bien, el dólar bajó y todavía recibo lo necesario por Moneygram. El taxista me dice dale flaco mientras me mira por el retrovisor y le digo no puedo, a esta hora en Miserere no se puede. Se da vuelta, me toca la pierna y me dice curtite, no es para tanto. No estoy bien, no me puedo bajar, le pago el viaje y le digo llevame de vuelta: Milford, East Haven. Pienso que tal vez debería de encontrar algún hotel, pienso en la ventana del Maxikiosko, las colillas sobre la vereda; si estuvieras acá me dirías dejate de joder, el departamento está vacío, sólo hay un problemita con la llave de paso y el fontanero anda de viaje o algo así. Te digo lo sé y que me gustaría encontrarte en la ciudad, escribirte, decirte estoy de paso, estás más joven, nos vemos en Chacarita y te escucho decir que estás ocupada, estás molesta, que Connecticut no es tan grande, pero no lo hacés, no podés decir nada porque no sabés nada. El taxista arranca el auto. Parque Rivadavia, Primera Junta. Salís a buscar otra cajetilla, me hago el dormido y te escucho bajar por el ascensor. Te molesta salir a esta hora, por eso prefiero no hablar. Acá todo va bien, miro la matrícula del taxista y le pregunto si conoce a Ebo Taylor, quien vino a la ciudad a tocar y se hospeda en el Palace, tal vez lo vio salir en estos días; me mira y me dice flaco no sos de acá, con este tránsito vamos a tardar una banda. Lo sé, acá las distancias son otras, pero no pasa nada. Vos deberías saberlo, acá está todo bien, te escribo para decírtelo, no hace falta preocuparse, estoy bien si los gatos están bien, si pagás las cuentas, si lavás el auto. Te escucho abrir la puerta del living, me envuelvo en la sábana y pienso que estás mejor en casa, nunca has estado mejor.




Ismael Murillo (San José, Costa Rica, 1991). Publicó el poemario Fassbinder y las mujeres conejo (Antagónica, 2017), al cual pertenecen los poemas publicados en estas páginas.