La crónica como antídoto / No. 207

Vivir sin un peso
Ejercer el ocio gratuito en el Centro Histórico y alrededores


Primer premio

 

La última quincena y la salida del modo de vida esclavo

La mañana del 24 de octubre de 2015 ejecuté mi pequeña rebelión de asalariado. En lugar de “ponerme la camiseta”, acompañé a mi padre a comer pancita en su mero cumpleaños.

El lunes 26, a las 8 horas y 14 minutos, ante un regaño inevitable, una respuesta espontánea. Las circunstancias, mi hartazgo y mi capricho reaccionaron tildando de “esclavista” a mi empleador y provocando mi expulsión de la vida en cautiverio. El acto improvisado tuvo consecuencias: una última quincena, una módica liquidación y una amplia sonrisa al ver llegar al abogado de los despidos. También tuvo un respiro: la dicha de expresar lo que piensas y la incertidumbre hacia el futuro. Uno de mis pensadores predilectos, Jiddu Krishnamurti, ilustra: “Si no tienes una posición establecida, si no hay certidumbres ni logros, lo que hay es libertad, libertad para mirar, para realizar. Y cuando miramos con libertad, lo que miramos es siempre nuevo. Un hombre seguro de sí mismo es un ser humano muerto.”

Andaba muerto en el modo de vida esclavo. Por fin concluirían las horas pico y los movimientos pendulares. Los traslados Centro Histórico-Naucalpan-Centro Histórico estaban próximos a la extinción. “No servirás”, me gritaba James Joyce desde la tumba.

Mi destitución de rigor se dilató hasta la primera quincena de diciembre de 2015, momento en que el patrón tenía mis labores bajo control y días antes del periodo vacacional que solicité. Pasado un corto descanso acudí a una entrevista de trabajo. Me di el lujo de cometer una estupidez. ¡Quería trabajar! Tras siete años de condicionamiento actuaba como un autómata. Visto mi error, no le di seguimiento a la entrevista. No tenía ni quería encontrar trabajo. Tampoco tenía novia. Danna necesitó partir y Grace recién huía del juego. En menos de cuatro meses había perdido y ganado. Carlos, que sabía de mis historias, comentaba: “Te gustan las relaciones cortas, eh.” Se equivoca, ellas prefieren terminar. Tardé mucho en dejar mi empleo.

Decidí sobrevivir del famoso finiquito e ir acomodando las cosas para no chambear en faenas inútiles; disfrutar mi tiempo, ahorrar y gastar sólo en lo esencial: renta, comida, cursos y talleres; buscar la gratuidad todo lo posible y nunca caer tan bajo como para “despertar mi conciencia” con vaciado de los bolsillos. Hay un coaching contemporáneo que pulula, ése donde adquieres “amigos” y “conocimiento” a través de un desembolso inconcebible.

Fue Carlos, que formaba parte del Club de Desempleados, quien me introdujo a uno de los primeros cursos gratuitos del año. Él realizaba su servicio social en el Museo Indígena, donde nos facilitaron lecciones de medicina herbolaria. Rescato las palabras del instructor en la primera sesión: “Lo más importante es lo que no soy, porque es lo que voy a aprender.”

Soy nada. Comenzó el largo camino de aprendizajes y holgazanería.



Año sabático 2016: I, II, III, IV y V


I. ¿Un acto de valentía?

Entrado el año sabático, visité la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada para obtener un ejemplar de la Cartelera Cultural de la SHCP y revalorar los murales revolucionarios de Vlady. Casi frente a este recinto me topé con los Amigos de la Letra Impresa A. C. —Aliac pa’ los cuates—: un centro cultural que alberga otra biblioteca, la José Ortega y Gasset, y que en conjunto manejan una plantilla de talleres.

Me apunté al de Creación Escénica Clown, impartido por el director artístico de la compañía Clownoscopio, Julio Ortega, quien fuera compañero de mi hermano en la secundaria. Me alegró ver una cara conocida y asimilar la importancia de “trabajar con lo propio”. Julio nos mostró que “el payaso es dualidad, es hermoso y terrible a la vez. Tiene la bella oportunidad de ser malvado”. Julio y mi hermano eran unos cabrones; ahora él provocaba humor desde la sinceridad.

La poesía estaba a cargo de Cynthia Franco, una chica con mucha facilidad para detonar la escritura en los otros, nosotros. Tan útilmente nos introdujo a Heidam y a mí a los nadaístas, a Darío Lemos y a sus profecías: “Todo el mundo cree que dice una gran verdad cuando declara que existe. Yo digo para contrariar la verdad que yo no existo. / A veces, cuando no tengo que pensar, mido por kilómetro la angustia y la inutilidad de vivir. / Visto simplemente, sin exageraciones, con un formidable desdén por las modas. / Nunca tengo dinero ni me interesa. Tengo en cambio abundantes amigos que pagan por mí.” Luego de escuchar en YouTube “Yo soy Darío Lemos”, aventamos nuestras ocurrencias por medio del repentismo. Listo, éramos poetas.

A Heidam la conocí poco antes en la Escuela de Participación Ciudadana para el Rescate del Centro Histórico, que no es un colegio, sino una dinámica que auspicia el Fideicomiso del Centro Histórico para gestionar proyectos de mejoramiento barrial y valorar el patrimonio cultural que alberga el corazón de la ciudad. La escuela tiene dos periodos por año y cuenta con un programa de visitas a puntos relevantes.

Compartí con Heidam varias actividades y ratos con sus hijas. A pesar de las críticas negativas, ellas no acuden a la escuela formal —institucionalizada y estructurada—; no obstante, siempre están inmersas en ejercicios lúdicos y de saberes en lugares alternativos, tienen contacto con otros niños y son muy sociables.

Tal vez un acto de valentía es actuar diferente. El filosofó Rob Riemen, cuestionador del fascismo contemporáneo y la educación dogmática, afirma: “Sin libertad de pensamiento y de expresión, sin derecho a pensar de otra manera, a ser distinto y a discrepar, todos los demás valores se hallan indefensos […].”


II. Ocio activo vs. la verborrea moralina

La urgencia por continuar activo en el ocio me impulsó a rascarme los bolsillos. Paso a paso tiré por la borda mi remanente y opté por lo más accesible para cazar nuevas experiencias.

Tomé Expresión Corporal en el Centro Cultural de la SHCP. La clase fue impartida por Irene Repeto, una española que neutralizó su acento y que vi actuar en El sueño de la oscuridad, una puesta que me reencontró con “El maligno” y los diablos portadores de luz: Lucifer, Behemoth, Astaroth, Asmodeus, Belcebú. Diablos rebeldes ante un poder que todo lo controla.

Más adelante practicaría danza contemporánea sin lograr aún mi meta: tocar mis pies con las manos teniendo las piernas completamente estiradas.

Flui por La Ciudad a Través de la Fotografía Nocturna, un taller en Casa del Lago. La guía histórica a cargo de Fernando Ramírez, que además es una enciclopedia musical e imparte cátedras de historia del rock en el Museo del Chopo, resultaba imprescindible en los itinerarios. Imposible olvidar su rabia ante nuestra ignorancia: “¡El arte se lee, muchachos!”

En el segundo trimestre de 2016 viajamos por Avenida Reforma, con desvío hacia el Monumento a la Revolución y al Panteón de San Fernando, y desenlace en el Zócalo. Desglosamos una enorme pero nunca suficiente cantidad de historia y un anecdotario de ironía, como aquella fecha en que la Liga de la Decencia se escandalizó por la escultura de la Diana cazadora, a la que arroparon con interiores ocultando su desnudez. En el presente, la verborrea moralina continúa sus batallas interminables contra la educación sexual a temprana edad, los matrimonios igualitarios, amamantar en público, el aborto o cualquier derecho a decidir sobre tu propio cuerpo.


III. Centro Educativo Truper

Fiel a mi mismidad, seguí en mi faceta de polímano y en el desempleo, que en palabras de Jeremy Rifkin permite la reflexión y la emancipación. Allá por el mes de julio ya era fan del Museo Memoria y Tolerancia (MyT), debido a que su Centro Educativo Truper ofrece todos los meses cursos, conferencias y cine-debates.

Los cursos tienen un enfoque en derechos humanos. Abordan, por ejemplo, el arte, la diversidad sexual, el periodismo, la bioética, los feminismos, la violencia institucional, los derechos diferenciados, los movimientos sociales, construcciones filosóficas y literarias de los derechos humanos… En uno de esos cursos conocí a Nina. Estudia en la Ibero, en la UNAM y es una nerd, una nerd lindísima pero complicada. Estuvimos saliendo intermitentemente siete, ocho meses, quizá un poco más. Una noche me sentenció: “¿Podemos ir a cenar como gente normal, en un lugar normal?” La pregunta implicaba tener en cuenta el modo de pagar. Por fortuna, terminada nuestra cena, vislumbré que en los famosos Bisquets Obregón se podía liquidar con Puntos Bancomer: un “ahorro” más, una táctica para días venideros. Eso, o ir al comedor comunitario de diez pesos en la calle Puente Peredo número 14.

De la mano de Nina fui a una charla muy interesante en el Cenart (vs. Las Economías Capitalistas Imperantes). Nos mostraban la “desmaterialización” del dinero. Sólo el 3 por ciento del dinero del mundo circula a nivel población; el 97 por ciento restante está en manos de las bolsas de valores de forma virtual. Asimismo, nos dieron una embarrada de ¿Cómo podemos expropiar dinero a las entidades bancarias?, un documento acerca del trabajo de Núria Güell y colaboradores, que muestra el proceso de los bancos para “crear dinero de la nada para ser prestado”; y la contraparte, expropiarlo y compartirlo: hacer utopía.

Nina me dejó un libro de culto (o que podría considerarse) para clarificar ideas: El derecho a la pereza, de Paul Lafargue.


IV. El séptimo arte

La oferta fílmica es impresionante en el Centro Histórico. Tanto, que se precisa de una organización discordante. Debes “conformarte” con asistir a cualquiera de las proyecciones disponibles o tener un gemelo que acuda a diferentes funciones en una misma fecha.

Un sitio que frecuento para entrar en la pantalla es el Museo de la Luz. Allí se conjuntan jubilados, comerciantes, indigentes y cerebros aún no descubiertos. A veces llegan los jóvenes de Prepa Sí, que mantienen encendido el celular y cuchichean al grado de que otros espectadores les han llamado “¡Animales!”.

El auditorio del Memoria y Tolerancia se volvió mi sala preferida. Personajazos tienen presencia en sus cine-debates sabatinos: el tipo al cual todas las películas le parecen banales; el viejo de pensamientos difusos que llega treinta minutos antes de la función y se da la oportunidad de comentar la película tergiversando todo; la pareja que siempre toma el micrófono, ha roto relaciones y se sienta distanciada; el “amigo” al que tienes que presentar guiñando el ojo porque es un pesado; y Mario, que resultó “enamorado” en un santiamén. “Ella me buscó”, dice. ¿Se pavonea o se justifica?

Ver clásicos en pantalla grande del tipo Barry Lyndon, Blade Runner, literal, no tiene precio. O abrazarte a La lengua de las mariposas un viernes de nula asistencia (salvo la mía) en el Museo Casa Carranza y sumergirte conmocionado ante los “traidores, rojos, ateos, hijos de puta, criminales, anarquistas, cabrones, asesinos…, ateos, rojos, rojos, rojos, tilonorrincos, espiritrompas” que caminan dignos al cadalso.

El Goethe Institute-Mexiko, en la colonia Roma Norte, es otro de mis foros preferidos. Nunca imaginé ver ahí la comedia mexicana No manches, Frida. Y no la vi. Vi la versión original Fack ju Göhte, que me hizo reír muchísimo.


V. Intimidad

El finiquito expiró y subsistí con la “ayuda por desempleo” retirada de mi Afore; antes intenté hacerme del seguro de desempleo de la CDMX. Un fiasco y mucha burocracia. Para conocer los avances de mi trámite acudí a la Afore situada en el Centro Médico Nacional Siglo XXI, donde una biblioteca solitaria en la sala de exposiciones poseía un ejemplar de Intimidad. En cada visita, Osho me animaba con elocuentes manifiestos: “Si es amor real, no se piensa en el futuro, no existe ningún problema con el futuro. El mañana no existe para el amor real, no existe el tiempo para el amor real.”

Ningún amor para los apegos. Acabada la “ayuda” resistiría gracias al negocio que recién daba “frutos de mi esfuerzo”: la venta tercerizada de pulseras a las “amigas compratodo” de Heidam; rentar mi propio cuarto a través de Airbnb y dormir en el sillón.



Segundo año sabático, 2017: consumidor fallado en el mundo totalitario

Me convertí en un consumidor fallado, “esa mala hierba del jardín consumista, gente con poco efectivo, poco crédito o poco entusiasmo por comprar, y de todas formas inmune a los encantos del marketing”, como lo observara Zygmunt Bauman en Vida de consumo. Trato de consumir cultura (lo que no me exenta de ser parte de los individuos insatisfechos de la sociedad de consumidores) y he llegado, en ocasiones, a sentir “preocupación” si no tengo dinero que desembolsar para uno u otro curso.

Volví a Casa del Lago con un potente plus: la aparición de Constanza, una chica ojiazul u ojiverde, según mi daltonismo. Nuestra clase, El Juego Teatral, nos transportó a trabar amistad y a una primera cita.

Nos divertíamos charlando en su bar favorito, renombrado por nosotros como El Uruguayo (su nombre real era La Rambla). Tratábamos siempre de alejarnos de las cadenas de comida donde te atienden con amabilidad impostada. Frecuentemente usaba la tarjeta de crédito, pues puedes tener benefactores desinteresados —Diego, Mario, Heidam, la familia—, pero no ser vividor con los amores.

Para mis protectores hay muchos agradecimientos. “Hay cosas que nunca cambian” dice Heidam cada vez que me salva. “Ya sabes lo que pienso, debes desarrollarte como hombre y ciudadano” manifiesta Mario, que empezó como mi huésped y terminó siendo una especie de padre adoptivo. “Está bien, veo que la pasas chido y te diviertes” reconoce Diego, que al principio fue reacio a mi seudohipismo. “Estás en edad de producir”, la máxima de mi madre que tiene diferentes interpretaciones. Producir para uno mismo, sin plusvalía, según el ideal marxista.

Gracias a Constanza, una fuerte imagen sigue en mi cabeza: “No se puede estar lavando platos toda la vida.” Tuve muchos instantes memorables con ella y me dio un obsequio genial: la novela gráfica de Guy Delisle, Pyongyang. Antes, le había comentado sobre Día de la Independencia, un documental de la gira del festival Ambulante que muestra las peripecias de Laibach (banda de música industrial, lo que sea que eso signifique) en la distópica Pyongyang, durante la planeación de su concierto.

La Pyongyang de Guy es alucinante en esta época en que la capital de Corea del Norte, segundo a segundo, aparece en los mass media y bajo amenaza por las hordas de Trump. Por otra parte, en la era Bush, el comediante político y descendiente de palestinos Dean Obeidallah rogaba en el Axis of Evil Comedy Tour que los norcoreanos fueran los nuevos negros (reemplazando así a los “enemigos” arábes, personas del medio oriente y musulmanes), y que para lograrlo le diría a Bush que Kim Jongil tenía toneladas de petróleo en su cabello.

Mis intereses por Pyongyang —la historieta— y la caricatura me volcaron a intentar mis primeros dibujos. Volví al Centro Cultural de la SHCP para hacer trazos de figura humana y a la Biblioteca de México a desnudar a Rulfo. A cien años de su nacimiento, miles de eventos tenían lugar por doquier para recordarlo. Nos adentramos en sus influencias: Selma Lagerlof, Knut Hamsun, Kafka. El carretero de la muerte señalaba: “Entre los hombres no se ve otra cosa que injusticias y decepciones; un reparto desigual de trabajo inútil y de desorden. Sus miradas no penetran en el más allá lo suficiente para descubrir el sentido de la vida terrestre.” Hambre y La colonia penitenciaria acompañaban al carretero.

Como ratón de la Biblioteca de México, pero sin siquiera entrar a las Bibliotecas Personales, me apunté al taller de ajedrez que está cumpliendo veintiocho años de vida, y a las enseñanzas de Sandra Félix para imberbes interesados en la actuación, que se prolongarán hasta noviembre.



Últimas andanzas

Faltan veintidós prolongados días para que termine agosto y estoy concentrado en la crónica. Me ocupa más escribir que resolver mis asuntos financieros de septiembre. Es dudoso cubrir los nuevos gastos. Mi roomie se va con su patrimonio, refrigerador, estufa, sala-comedor. El monto de hospedaje del único huésped que ha reservado es ínfimo para completar la renta del cantón. ¿Hay espacio para encontrar salvación? Ojalá. De lo contrario “el holgazán” corre el riesgo de trabajar. Quizá deba esforzarse, pero teme que su salud se deteriore. Necesito un mecenas o una madrota, definitivamente.

Recién presentaron Un enemigo del pueblo en el único centro cultural de La Lagunilla, el MH-35; para la ocasión, un escenario improvisado en un corredor de cuatro metros de ancho. No se necesita tanto para incidir en la gente. Después de su lucha contra el “cuarto poder”, el doctor Stockmann concluyó “que la base de nuestra vida moral está completamente podrida, que la base de nuestra sociedad está corrompida por la mentira”. De su lucha consanguínea maldijo a los “plebeyos morales”, que sean ricos o pobres “piensa(n) lo que piensan sus superiores, porque opina(n) lo que opinan sus superiores”. Un clásico es atemporal y desde 1883 el estado de cosas no ha sido contundentemente alterado.


La mayoría nunca tiene la razón

El doctor Stockmann experimentó otros hallazgos:

“El hombre más poderoso del mundo es el que está más solo.” Los vínculos, las cosas y las personas se me van. A veces regresan en otras formas, en otros momentos, cuando he cambiado o han cambiado. No detener a lo que tiene que —o quiere— irse sirve para aterrizar en otros aeropuertos.

“La mayoría nunca tiene la razón.” Ignorar mi carrera universitaria y abandonar mi trabajo en la industria farmacéutica ha sido lo mejor que me ha sucedido en los últimos años. Ejercer el ocio y vivir al día sin complicaciones monetarias es posible por un lapso. Vivir sin un peso también lo es, aunque exista un riesgo inminente: reintegrarte a la esclavitud laboral, volcarte en la animalidad, perder la autoconciencia y trabajar para comer.


Leonardo Tabares Suárez (Guadalajara, Jalisco, 1984). Tiene un título de ingeniero farmacéutico.