Del Árbol Genealógico / No. 207

Nunca más 

 
 



Y detrás de sus pasos se fueron abriendo, lentamente, en el cálculo imperceptible de lo que se esfuma para siempre, las fauces absolutas del olvido. Un follaje amargo de oso hormiguero, el enroscarse de la serpiente muda que transmite la prolongación alucinada de los que se fueron, la tumba de algodón de una vieja tía de Tampico y las precipitaciones de la materia sobre el vacío. Estamos hablando de la ternura insolente del nunca más. Nunca más el micrófono como moscardón de palabras y números y risas y el viejo Muddy Waters que se disuelve en el cuenco de la lengua. Nunca más vamos a transmitir para todos ustedes esta glotonería de salivas que avanzan como ejércitos de ultramar hacia el continente inverosímil de la noche. Nunca más el control remoto desde las inmediaciones del zoológico de fantasías acuáticas que ya es también la materia prima de lamentos como el de Johnny Lee Hooker o acrobacias a cinco dedos como esa Layla de Eric Clapton o cosas tan tristes como el gran Thelonious Monk y ese piano que es más piano cuando brota de su traje de libélulas en blanco y negro algo así como “Round Midnight” y el no me olvides que se aferra a las partículas elementales de la vida.

Parece una tontería, pero nunca más elevaremos nuestros niveles de veneno en la sangre como en aquellas tardes de viernes en las que el trono de la eternidad lo ocupaban mujeres fatales que desperdiciaban sus mejores sonrisas en canciones recién aprendidas de José Alfredo Jiménez o de Juan Gabriel. También es probable que hayamos sucumbido lentamente ante las navajas de la infancia y que nuestros espectros de caramelo macizo se estén retirando ya de la batalla bajo las leyes del contrabajo de Charles Mingus, por ejemplo.



Hambre

Está de moda el hambre. Está de moda hablar de ella para limpiarla un poco y dejarla presentable y así nombrarla oficial del ejército benefactor de occidente y entonces emprender una cruzada para adorarla y maldecirla y colocarla en la mesa como un bocado de ausencia y de vacío y de hielo en las entrañas y de millones de ojos que miran desde estos campos de concentración adornados con la sonrisa de Dios y volver por ella como a quien se le olvida el saco en una fiesta y hacerla menos amarga y romperla por fuera y rezar para que perdure y que ni se le ocurra dejarnos sin estos ensayos de humanidad y sin el amor abstracto por el prójimo.

Toda el hambre acumulada gira desnuda para que la vean en su esplendor de huesos y de dientes caídos y de sonrisas infantiles altruistas para nobles campañas mundiales que no son más que la pura armonía de su destino antisolar y anticlimático y para que no se les olvide a estos hijos de la revolución francesa que hambre no mata hambre; somos antropófagos consumados y hace tiempo ya que los ovnis dejaron de perseguirnos y que nuestras alucinaciones son como caballos de luz en la desolación del bocado fantasma. Los héroes de la pantalla la nombran, los perros de la calle la vigilan.

Tibieza de pájaro disminuido por un odio negro y verde que sale de todos los caminos y que llega a todos los cilindros de gas y a las estufas para asegurarnos que no hay ningún suicidio colectivo y que podemos continuar en calma con el destino de terodáctilo invencible que alguna vez emprendimos. Hambre sin transmisión en vivo y en directo y sin ternura que pueda desgarrar este fulgor de camposanto y que más bien prepara la noche para su doble oscuridad; como ese buitre que incansable trabaja desde hace siglos para contradecir todos los sueños de la especie.



Metales preciosos

Entonces agachó levemente la cabeza; ya iba envuelto en una sonrisa casi macabra, en el río de tinieblas y luces que estaba a punto de salir de su boca, en el silencio abombado previo al sonido del clarinete o en el hilo delgado de una finísima lluvia en el oído izquierdo o en el recuerdo de su abuela cantando canciones de la revolución en una entrañable distorsión de gritos en medio de la sala de muebles con alerones verdes y en la que se anegaba su silla de ruedas poco antes de morir, o en el oso de peluche de la hija, destrozado tiernamente hace siglos por las fauces de algún cachorro, o en el ojo de vidrio de su tío que miraba a la nada todas las tardes en el puerto de Tampico.

Todavía elevó un poco los párpados hacia nosotros, pero ya no podía mirarnos porque estaba en plena preparación de ese insólito acto de estar vivo y decirnos algo que apenas recuerdo así: “Soy Caruso y Jack Dempsey y Joe Luis, el hijo desalmado de una madre a la que le gustaba regar los jardines por la noche. Yo también lo tuve todo ciertas madrugadas y créanme que tampoco es gran cosa. Pero algo sí puedo decirles; escúchenme bien, como si yo fuera un viejo marino que apesta al azufre de Bengala y ustedes unas doncellas desquiciadas por todas las promesas humanitarias: no se aparten de los que dicen y les hacen decir palabras imposibles… de las mujeres que les arrancarán para siempre esa miseria que ignoran de ustedes mismos, aunque por fuera sigan siendo unos miserables; de los hombres que sacan hermosos tigres de las piedras, de los que hacen brotar ciudades enteras, horrendas y diamantinas, de su propia destrucción. No se aparten de todo esto: algo de ese esplendor trágico les pertenece, reclamen en su lenta fundición de metales preciosos todas las vidas que nunca serán nuestras”.



Helena

Te escribo como quien se prepara para el encuentro con la materia que sacará de sus entrañas cinco millones de años de una especie que desayuna caballos de azúcar para olvidar que algún día fue mar y vía láctea y un sol que como dios herido manchaba los sueños de los crucificados. Te escribo, Helena, porque del recuerdo de tus ojos en precipicio se multiplican los países de los que seremos también resta y suma, ceniza volcánica, pájaros de obsidiana que ven caer el mundo en el abismo de las palabras sin crepúsculo. Helena que avanzas en el sueño de un tren en Morelia y que llevas noticias urgentes al barrio de Grácia para que los pájaros de tu boca mediterránea borren algo de esta ruina que se va formando con el chocolate batido en los labios y con el pimiento en rodajas perfectas que se encebollan por la mañana y que retan a ese ajo que no se está quieto en las arenas movedizas del pan de caja. Yo sólo te pido, Helena, que tus sonrisas épicas me concedan por fin la muerte verdadera, que tus besos que cambian la vida acaben conmigo, que destruyan las tristes utopías que todavía hay en mí y que me dejen oscuro en la cueva susurrante de lo definitivo. Y que todas las estrellas de playa y que todos los lunares encendidos y que todas las bocas que fuimos, estallen de una vez y para siempre como el esplendor de los estropeados que trafican con sus pesadillas que son también la médula ósea del olvido. Helena, en tu nombre se distraen los siglos que nunca serán nuestros y la belleza que te tiene prisionera canta ya su melodía de cicatrices futuras. Helena, te dejo en tu nariz de gorrión congelado estos días magníficos en los que el miedo se fue llorando con su disfraz de veladora por la puerta conventual de Tzintzuntzan.



Marzo

Mientras se instalan en mí los termómetros de marzo me imagino cuánto debe doler acostumbrarse a la alegría, todos los caminos que se deben transitar para no quedarse en las risas acuáticas del verano, en los abrazos emplumados del otoño, en el crepúsculo del invierno que cristaliza vergonzosas noches en las que el frío es un simple desvanecerse. Mientras pasa la primavera y su electricidad de mariposa perfumada, su sonrisa de fotosíntesis giratoria que también es este vómito de sol y de viento y de tristezas rotas, yo me disfrazo de reptil insolvente y de nube sin escrúpulos y de gardenia feroz y de Hombre Araña y de palmera cósmica y de torbellino escolar y de conejo con las orejas caídas y me derrocho en el carnaval de las máscaras como un animal sagrado y voy nombrando todo el dolor que me produce esta alegría.

Y así me duermo otra vez con mis semejantes para reproducirme y engañar a la muer te y escribir un verso de Neruda en todas las primaveras de todos los muros afrutados y desnudos de Salamanca: “Quiero hacer contigo / lo que la primavera hace con los cerezos”. Entonces, la primavera deja de zumbar por los corredores de marzo y se acuesta como virgen inmutable en el lomo caliente de abril y de mayo y de junio; con su canto de moribunda alegría rompe los tímpanos del infierno y otra vez nos engaña con la vida siniestra de las risas y el pasto renaciendo y los cerezos como deseos que se pudren en la espera.

Sin embargo, para cuando termina mayo y la primavera va extendiendo sus alas gigantes de murciélago lluvioso, yo ya me he despertado de esta añagaza para recalar otra vez en la lengua de los estropeados. Tengo que admitir que soy un perro exánime, de pocas dichas; una bestia de finos colmillos que no deja de mirar a la Luna para cazar a su búho hermafrodita. No obstante, desde el más impenetrable de mis deseos, cada año espero, con el ardor de mis siete sentidos y mi aliento de cueva marina, el volumen prehistórico de la primavera y la turgencia solar de marzo



Gustavo Ogarrio (Ciudad de México, 1970). Narrador y ensayista; latinoamericanista y profesor de Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y de Historia de América Latina en el Instituto Mora. Colaborador de La Jornada Semanal y de Luvina, entre otras publicaciones. Ganó el XXXIV Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés (2005), el XXII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2006), y el Premio “Letras Muertas” Cuarto Concurso Universitario de Cuento sobre la Muerte (UNAM, 2004). Además, ganó la quinta edición del Concurso de Crónica Urbana Salvador Novo (2006) con el libro La mirada de los estropeados (FCE, 2010). Ha publicado también los libros Épicas menores (UNAM-Eón, 2011), Breve historia de la transición y el olvido (CIALC-UNAM, 2013) y Bajo la misma noche. Ensayos políticos sobre literatura latinoamericana (UNAM, 2014). Su libro de cuentos Nunca seremos poetas aparecerá próximamente bajo el sello de la Dirección de Literatura de la UNAM.