Un Madrid de la mente / No. 206
 
Arraioz, Valle del Baztan, Navarra, 1982




JOAREAREN doinuak
eguneko orduen errestoak markatzen ditu.

Elizako ezkilek herriko goxotasuna hausten duten arte,
haizea ausartzen ere ez den tokian.

(de Atakak)





EL SONIDO del cencerro
marca las horas del día.

Hasta que las campanas de la iglesia rompen la apacibilidad del pueblo,
en el lugar donde ni el viento se atreve.

(de Barreras)





ESCRIBIR sobre la corteza del árbol huida, añoranza,
retorno sobre la explosión de colores del otoño
en el valle. El reflejo del paisaje de hojas en el iris que brilla
como la tierra y su raíz, gota de rocío del amanecer.

Escribir sobre los escondrijos del bosque y sus secretos
patria, mirlo, cesta, sudor. Escribir tierra, cielo, camino.

Escribir miedo, sus portillos. Escribir mano, fuego,
cariño, despedida.

Escribir la libertad del campo, su disposición. Escribir
a través de la ventana. Escribir vencejo, pastor, ladrido,
mus.

Escribir vida. Escribir sueño. Escribir ser. Escribir,
escribir, siempre después de la muerte.

(de Niebla fronteriza)





QUERERSE
como dos faros
embestidos por la niebla

(de De un nuevo paisaje)





SABER mantener la línea de plantación en la huerta. Que el trigo es trigo, la herida huida. Saber coger el balde. El agua del río. La oveja flotaba caudal abajo, como los rezos que olvidaron y su coral de hilo de sangre. Saber de los peligros que auguraban los caminos que se desplegaban como racimos. Caminar sobre la barandilla del puente reformado. Lo que dijeron no les sirvió para mantener la misma mirada sobre lo desaparecido. Quedaron restos donde no ha crecido más la hierba. Se ha convertido en vaho, en ondas que sujeta el deseo. Tierras, hogares, dichos. El viento saquea las despensas y su provisión invernal. El tiempo, las comisuras de la esperanza. Supieron de la inclinación del sol en los atardeceres que ideaban la forma de subsistir dentro de la mirada confrontada por los límites de la frontera. Saber de los márgenes del paisaje. De sus peligros. De atravesar los bosques bajo la peligrosidad nocturna de los búhos. De las corrientes del río. Saber la pronunciación correcta de la libertad, su luminosidad a través de los nuevos campos, donde la frontera es la continuidad de los prados. Donde se habla el mismo idioma a los dos lados de la franja divisoria. Donde los bosques absorben con su frondosidad la rigidez de las líneas del mapa. Donde el aire es la libertad de las franjas.




LAS BICICLETAS con las que recorrían el trayecto hasta la piscina municipal han ras ga do las iniciales de aquellos juegos de mejillas sonrosadas en las noches que dormían con las ventanas abiertas, ramilletes de ofrendas vertidos al río que engulló las promesas perdidas con la última riada, y el cri-cri de los grillos se ha convertido en la historia magnífica donde se acostaban con cuentos, donde las doncellas guarda ban piedras esmeraldas en sus manos de espigas. Nadie predijo que cerrarían la escuela del pueblo ni que quedaría expuesta aquella caligrafía de mayúsculas, de ausencias en dibujos en los que siempre ubicaban el refugio en lo alto de la montaña, en aquel caserío deshabitado que tantas leyendas rodeaban. Siempre ponían un perro a un cos tado, antesala de los miedos coloreados con las manos puntiagudas de la democracia incipiente. No supieron atar las sotanas antes del diluvio de pelotas de goma arrojadas con la indulgencia de quien deposita un nuevo cadáver en el cementerio de los desposeídos. Antepusieron las consignas a la redondez de la vida, las banderas a la claridad del sol que iluminaba contornos apesadumbrados por el recuento de heladas bajo el sonido de la amenaza, la prisión que condena, la mano que designa. Alzaron a la claridad del horizonte sin fuego de fronteras la tierra hecha peda zos, en manos de quien introdujo el manojo de semillas con las que regenerar el fluir, la esencia y el paso de quienes atravesaron el paisaje calcinado por la noche de los desencuen tros hasta la orilla donde ondear como única patria el abrazo de la reconciliación.




RECALENTARON con las articulaciones las mangas de los disfraces que se congelaron en las primeras heladas a destiempo. No supieron que los calcetines de lana podrían evitar la amputación del meñique. Abrieron de oriente a poniente las alas que no habían sufrido heridas de bala o quemaduras en el vuelo entre tinieblas. Tuvieron que aprender a sortear la amenaza de quienes apuntan y disparan siempre a un punto fijo, a ese lugar donde se amplifican las imperfecciones. El mutismo perforó la salivación eterna de los labios que conjuraban a la Estrella Polar. Les marcaron. Juraron la ley eterna. La persecución y el sometimiento. El pacto del silencio, las co misuras del orden. Portaron en todo aquello que evocaron la tachuela de la insidia, la espátula de la negación. El hedor del vacío. Desde los pechos henchidos soltaron tendones con los que tensar y elevar la presencia. Un territorio donde soltaron de sus jaulas a los pájaros que aún no podían desplegar su vuelo libre sin restricciones. Sobre el paisaje que los pueda contemplar con la sonrisa de lo perecedero. Con el silbido del clamor que es enunciado de un porvenir.

(de Meridianos de tierra)



Hasier Larretxea ha publicado los libros Azken bala/La última bala (Point de Lunettes, 2008), Atakak (Alberdiana, 2011), Barreras (La Garúa Libros, 2013), Larremotzetik (Erein, 2014), Niebla fronteriza (El Gaviero, 2014), Pulgarcito (Alkibla Editorial, 2015) y De un nuevo paisaje (Stendhalbooks, 2016). Su obra más reciente es Meridianos de tierra (Harpo Libros, 2017). Hace años que reside en Madrid.