Un Madrid de la mente / No. 206

Un Madrid de la mente

 









Los que no somos madrileños tenemos, como es normal, cada uno nuestra idea de lo que es Madrid, pero es fácil encontrar siempre un punto de acuerdo: Madrid es una ciudad que acoge. Cuando yo llegué a Madrid, recién estrenado el siglo, no sabía que lo hacía a un lugar que es, en buena medida, un lugar de la mente. Madrileños, es cierto, los hay, y con los años ha ido uno conociéndolos; pero la primera impresión del recién llegado es que a Madrid todo el mundo acaba de llegar, y por eso todo el mundo está deseoso de encontrarse y conocerse. Es una ciudad enormemente abierta, generosa con quien llega, curiosa y receptiva. No es de extrañar por eso que la tan ansiada descentralización de las cosas de la cultura sea difícil en el caso español; Madrid es tan abierta que aunque no todo surja de Madrid, todo acaba pasando por Madrid. Incluso en el caso de poetas como Hasier Larretxea, que escribe tanto en euskera como en castellano, o Fruela Fernández, en cuya poesía en castellano aparecen a menudo las ráfagas en asturiano de la memoria familiar.

Por eso, a la hora de elaborar una pequeña muestra de jóvenes poetas relacionados con la ciudad, es inevitable mostrar esa misma actitud receptiva. De los poetas seleccionados en las páginas que siguen, algunos nacieron en Madrid, otros viven en la ciudad, y otros —los menos, todo hay que decirlo— sólo pasan con frecuencia o han escrito sobre ella, pero la pisan tan a menudo, se les tiene tan en cuenta cuando se mira el panorama poético desde aquí, que son parte irrenunciable de ese flotante Madrid de la mente que es a la vez imaginario y muy real.

Cuando alguien, como yo, lleva unos cuantos años escribiendo crítica de poesía, desarrolla, seguro, muchas manías, pero también algunos miedos. Recuerdo que cuando yo mismo empezaba a escribir poemas, una de las cosas que me resultaban más evidentes era que los críticos “mayores”, cuando hablaban de mis libros (incluso cuando lo hacían de forma elogiosa) rara vez lo hacían en sintonía con las intenciones desde las que habían sido escritos, y los leían desde un lugar que yo no había previsto, un poco como quien intenta montar un sofá con las instrucciones de una mesa. Así que siempre que me ha tocado hablar de poetas más jóvenes lo he hecho con ese miedo a no estar entendiéndoles del todo, un miedo que ha dado lugar a una inevitable voluntad de aprender de ellos. De modo que puedo decir que ésta es una selección de algunos poetas que, siendo más jóvenes que yo, afrontando la escritura poética desde lugares muy diferentes al mío, me han enseñado mucho sobre la poesía y sobre cómo estar en el mundo con ella como apoyo.

La poesía española superó hace algunos quinquenios (tampoco muchos) una larga época de peleas que a menudo eran más personales que estéticas y que muchas veces no eran más que una pugna por los escuálidos espacios de poder literario. Si bien algo de eso, inevitablemente, quedará, hace años que la poesía española se ha convertido en un ecosistema variado y abierto en el que casi cada poeta es portavoz de una propuesta distinta. Si bien a lo siempre escaso de las ventas de los libros de poesía ha venido a sumarse el fenómeno de lo que Luis Alberto de Cuenca, con mucho acierto, ha denominado “parapoesía” (por comparación a la parafarmacia y oposición a la poesía), es decir, una poesía más heredera de los eslóganes buenistas de los bestsellers de autoayuda y del ingenio ingenuo del pop que de la tradición literaria y de pensamiento, que ha arrasado en las listas de los más vendidos del mismo modo que las canciones más simplonas atiborran las radiofórmulas, lo cierto es que (pese al apoyo sorprendente de algunos figurones más o menos trasnochados) al margen de eso ha crecido una serie de nombres que son ya más que una promesa, que han convertido por fin la poesía española en algo más que una partitura para el canto lírico, transformándola en una máquina de pensar (casi como un ensayo puede leerse el último libro de Fruela Fernández, Una paz europea), forzando los límites del lenguaje para hacerlo significar más sin transformarse en una autorreferencialidad estéril, como hace Berta García Faet, reflexionando sobre cuestiones como la memoria familiar y lo rural desde el preterido punto de vista de lo femenino, como hace María Sánchez, cuando no replanteando por completo las genealogías heredadas, como propone en su obra Sara Torres. La reelaboración de la memoria personal y familiar desde la vivencia distinta del presente orienta también la poesía de Hasier Larretxea, y provoca la intensidad ilimitada a la que invita Pablo Fidalgo. Todo ello se condensa, en una obra como la de Elena Medel, en un precario libro de instrucciones de la vida. Un libro de instrucciones que es a veces un diario comentado o pensado, una reflexión sobre un momento a la vez cotidiano y único, como ocurre en los últimos poemas de Luna Miguel.

Pese a ser una muestra de poesía última de este Madrid de la mente, no hay aquí promesas. Es de suponer que lo mejor de la obra de estos poetas esté aún por llegar, pero lo que han hecho ya abre caminos inéditos para la poesía española, ya nos ayuda a repensar nuestro lugar en el mundo. Yo callo ya y les cedo la palabra; pues suyas son las voces.




Martín López-Vega (Poo de Llanes, Asturias, 1975). Poeta en español y en asturiano, traductor (del portugués, del inglés y del italiano), crítico literario y gestor cultural. Licenciado en Filología Española por la Universidad de Oviedo. Premio Emilio Alarcos de Poesía por Árbol desconocido (Visor, 2002) y premio de Poesía Hermanos Argensola por Extracción de la piedra de la cordura (DVD, 2006). Becario Valle-Inclán en la Academia de España en Roma (1999-2000). Doctor en Literatura Española por The University of Iowa, donde fue profesor de portugués entre 2013 y 2017. Ha sido subdirector de las librerías La Central (Madrid), director de la editorial Vaso Roto y redactor de El Cultural (suplemento cultural del diario El Mundo). Actualmente es Director de Cultura del Instituto Cervantes.