Concurso 48 / No. 205

Malgré Tout

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM




In memoriam.

Son los hombres del alba.
[…]
Los hombres más abandonados,
más locos, más valientes:
los más puros.

Efraín Huerta


Hojeando el número 113 de la revista El cuento, que editaba el maestro Edmundo Valadés (adquirida en un local de revistas viejas de la calle Donceles), encontré “La pulga en la oreja”, narración de Carlos Flores Vargas, mexicano.

De pronto, el nombre explota en mi cabeza buscando una manera de otorgarme una memoria, de hacer sinapsis; aquel nombre obtiene su objetivo y logra anclarse a una memoria remota en la que es el año 2013, por la tarde.

Explanada del Palacio de Bellas Artes: un punto diminuto comienza a agrandarse a medida que se acerca hacia donde me encuentro, un punto creciente que camina con pasos calmados, como sabiendo que el Destino no puede alejar a dos seres que han sido escogidos previamente para encontrarse (“andábamos sin buscarnos”, dijo Cortázar). El hombre avanza hasta quedar perpendicular a mi vista, es rechoncho, de sonrisa inmutable, de boina eterna (según pude comprobar) y voz apacible. Nos miramos y él sonríe. Señala el libro que estoy leyendo. Soy escritor, dice, con tono lacónico, mas no intimidante. Lleva un stand colgado al cuello; de éste se asoman varios libros que a leguas parecen ediciones artesanales con títulos escabrosos: Cuentos de sexo, Estela y la sangre, Estos cuentos baratos.

Me llamo Carlos, dice. Carlos Flores Vargas. Y yo, respondiendo a un ejercicio inútil de reconocimiento, intento encontrar, entre los pliegues de la memoria, algún texto que haya leído, cuyo autor responda a ese nombre. He fallado, no lo ubico. Lo reconozco, le digo, no he oído hablar de usted. Él, como si esperara esa respuesta desde siempre, me relata una historia: trata de un hombre que, a cuestas, libra una huelga de hambre en contra de una gran editorial; un hombre que lucha por algo que le pertenece: la publicación de un libro, dictaminado por contrato, y que al final lo pierde todo. El nombre de este sujeto queda en la “lista negra” de la literatura mexicana, destinado a no poder publicar nada más en ninguna editorial, por pequeña que fuera. Ésta era la historia de Carlos Flores Vargas. Ésta es su historia.


1.


La cerrada de Leandro Valle, a un costado de la iglesia de Santo Domingo, aparenta una tranquilidad hosca, como si golpeara levemente: esa calma del DF (ahora CDMX) en la que en cualquier momento puede pasar algo extraordinario. ¿Pero qué es en realidad lo extraordinario, si vivir en la Ciudad de México es ya, de por sí, algo fuera de lo habitual?

Llego a una fuente. Enfrente está el domicilio que busco. Golpeo la puerta con insistencia y un vecino abre el zaguán. “Disculpe, ¿se encuentra el señor Carlos?”, pregunto con voz tímida. El hombre me mira. Dice: “No soy portero, chavo.” Me pregunta si sé el número interior de la casa y respondo que sí. Me deja pasar.

Poco después, estoy frente al domicilio de Carlos Flores Vargas, de oficio impresor y mecanógrafo, de vocación escritor.

Luego de un par de minutos y una llamada infructuosa, la puerta se abre. Reconozco a mi anfitrión: luce mucho más delgado que en las fotos que documentan su lucha. Mucho más delgado que hace unos años, cuando lo conocí. Sin embargo, sus ojos cándidos y la boina me hacen recordar cuando lo vi por primera vez. Su voz, pasmada y cálida, como de un abuelo consentidor, me invita a pasar.

La entrevista se lleva a cabo en la cocina. El escenario es una mesa al lado de un librero repleto de tomos distintos y otra mesa de menor tamaño que contiene ristras de libros sin empastar aún. Son ejemplares de Cuentos de sexo, Estela y la sangre y Estos cuentos baratos.

El señor Carlos lleva un bote de basura junto a él y toma asiento. Me advierte:

—Por la enfermedad necesito escupir. Espero no le moleste.

A mí no me molesta en absoluto. ¿La enfermedad?, me pregunto.

Miro la cocina y la estancia por donde entramos: hay libros y cajas que, me dice, contienen portadas con las que empasta los ejemplares.

Don Carlos me pide, con la voz cortada y seca, que disculpe el desastre. No tengo nada que disculparle.

Luego tiene un acceso de tos y escupe en una servilleta.

Poco después me entero: tiene cáncer.


2.


En 1988, el jurado del Premio Internacional de Cuento Max Aub, convocado por la Fundación Max Aub, en España, declaró ganador del certamen al texto “La pulga en la oreja”, del mexicano Carlos Flores Vargas.

Cuatro años antes de que esto ocurriera, después de padecer un writer’s block que se alargó por más de veinte años, Carlos Flores intentó escribir una novela que tituló La mujer posible (aún inédita). Para afilar el lápiz, en palabras del propio Carlos, se puso a escribir cuentos. De este afán por afilar el lapicero salieron los textos que dieron cuerpo a la primera edición de Cuentos de sexo, que contenía seis relatos originales. El tiraje fue de quinientos ejemplares artesanales, impresos y empastados por el propio autor. “La portada fue diseñada por un primo mío”, dice don Carlos. Era una edición que, inicialmente, se agotó. Eran libros destinados a regalarse a los amigos que iban a la casa de Carlos a pasar el rato, platicar, echar chela o todo junto.

Poco después, uno de esos ejemplares llegó a las manos de Jacobo Zabludovsky, enviado por el autor con la esperanza de obtener un dictamen favorable. (Cabe mencionar que Jacobo Zabludovsky ya había apadrinado a personajes como Armando Ramírez con su novela Chin Chin el teporocho, y el libro, gracias a la recomendación, vendió más de treinta mil ejemplares en tres años.)

Los relatos incluidos en Cuentos de sexo emocionaron a don Jacobo. He aquí las palabras del honoris causa: “Me emocionaron, me divirtieron, me conmovieron.”

—Jacobo Zabludovsky me mandó a llamar y fui a verlo a sus oficinas en Televisa. Me dijo que me iba a recomendar con la editorial Diana. Cuando ya me iba, aún en estado de shock, como en medio de un sueño, me quedé parado frente a su escritorio. Él vio que estaba impactado y dijo: “Sí, puede usar usted mi nombre con toda libertad, para lo que sea.” Así fue como llegué a la editorial Diana. Y después de eso nunca volví a mencionar su nombre.

Esto es sólo el inicio de la historia narrada por Carlos Flores. La primera parte de un suplicio que se alargó por cinco tediosos años. Todo terminó durante la celebración de la Feria Metropolitana del Libro de 1989, con una huelga de hambre:

—José Luis Ramírez, el entonces director de Diana, me recibió. Me dio a firmar el contrato y luego pasó mis textos al director de la Editorial Universo, que era parte del grupo Editorial Diana. Después, José Luis Ramírez salió de la editorial. Pusieron a otro que no sabía, creo, que era yo recomendado de Jacobo Zabludovsky, y ahí dejaron mis cuentos, sin el trato, digamos, preferencial que me habían dado por ser recomendado del señor Jacobo.

El desplazamiento que sufrió Cuentos de sexo por parte de los directivos de Diana se prolongó día con día hasta sumar cinco años. Carlos Flores Vargas firmó el contrato que José Luis Ramírez le ofreció; la idea era publicar doce mil ejemplares que, según Ramírez, conocedor del marketing capitalino, “se venderían como pan caliente”. Firmó el mismo contrato que le ofrecieron a García Márquez. Era un contrato de machote que, al final, resultó tener más agujeros que un queso gruyer. Esta situación dejó a la editorial con un sinfín de pérdidas.

—Cuando sus escritores de cabecera vieron el tipo de contrato leonino y abusivo que tenía la empresa, comenzaron a retirarse. Así fue como Diana empezó a caer (de por sí ya estaba muy mal). Decreció poco a poco hasta ser lo que es hoy en día: un apéndice chiquito de Grupo Planeta. Y no me da gusto, era una editorial mexicana…

Cuando ya habían terminado los cinco años de duración del contrato con la editorial Diana, el escritor reclamó a la empresa la edición pendiente. Los directivos le pidieron que esperara cinco años más. Él, hombre cabal y digno, no estaba dispuesto a perder más tiempo.


3.


El área de trabajo de don Carlos Flores consiste en una computadora de modelo antiguo con un filtro de pantalla azul y una máquina de fotocopias.

En la mesa, a un lado de nosotros, se encuentra el aparador móvil —una suerte de soporte— que don Carlos se coloca al cuello al salir a la calle, el cual contiene ejemplares empastados de sus libros: tres son de cuentos y uno es la obra de teatro Los cerdos no sudan.

También, escondido debajo de unos cuantos libros, se puede ver el cartel repleto de notas de diversos periódicos de circulación nacional e internacional que dan sustento a sus palabras: son recortes que narran la lucha que libró en contra de una editorial. Todas esas imágenes y reportajes constituyen un elemento más que se coloca al cuello a modo de pancarta cuando se dispone a vender sus libros. Últimamente no sale a la calle como de costumbre y teme que los lectores desaparezcan de un momento a otro. “Como ya no salgo a vender los libros, no hay promoción; pero, antes de esto, antes de la enfermedad, lo hacía con cierta frecuencia”, me dice.

Al hablar es muy gestual, mueve las manos, y cuando hace mención de algún libro en específico, se levanta a buscarlo en el librero.

Me dice: “No vaya a creer usted que a Jacobo le mandé mis cuentos en hojas. No. Yo le mandé un librito que ya había impreso en mi taller… déjeme ver si tengo uno todavía”, y se levanta de la mesa. Es así como tengo en mis manos una primera edición de Cuentos de sexo. La edición es de 1983. La portadilla tiene una firma con letra irregular que dice: “para mi padre” y la rúbrica del autor.

Es el único ejemplar que queda de ese primer tiraje.

El señor Carlos lo mira y dice: “Perdón que no le pueda obsequiar este ejemplar, pero es el único que queda, me llena de recuerdos”, y permanece en silencio por unos segundos.


4.


Carlos Flores Vargas se creó una fama de bullanguero desde los diecisiete años. A esa edad protagonizó una riña con Bartolomeu Costa-Amic, dueño y editor de la ya extinta editorial homónima. El motivo de la gresca: problemas con la publicación de su primera novela, Basural de pasiones, narración de “experiencias juveniles que cuenta la primera experiencia sexual de un joven con una prostituta; pero, desde que la ve [a la prostituta], se pregunta por qué la vida lo llevó a ‘estrenarse’ con ella y no con una amiga de su escuela”. Era una novela verde-rosa, según su autor. “Verde en el sentido de que se notaba lo inexperto del autor, y rosa porque, a pesar del tema, se notaba cierta ternura.”

Cuando Costa-Amic leyó la novela, quiso publicarla de inmediato. Carlos Flores revisó las galeras y las entregó corregidas, y Bartolomeu Costa-Amic le comentó que la editorial pasaba por una crisis económica muy fuerte; que quería publicar la novela, pero que en ese momento no podía debido a la falta de capital. Y luego, la letanía que tiempo después volvió a escuchar de los labios de José Luis Ramírez: para ver su libro impreso tiene que esperar dos o tres años.

—Me dijo que si a mí me interesaba, podía publicar de inmediato, pero teníamos que ir a mitad con los gastos. Yo tenía diecisiete años, estaba ilusionado y le dije que sí, que me dijera los costos. Me presentó una cuenta en donde incluía todo: papel, impresión, etcétera. Lo que él no sabía era que yo, en esa época, trabajaba como mecanógrafo en el portal de Santo Domingo y tenía muchos amigos impresores. Ellos me ayudaron checando los costos. Descubrieron que el señor Bartolomeu Costa-Amic estaba cobrándome a mí la edición íntegra. Cuando yo le dije al señor que lo que me quería hacer estaba mal, me gritó, me mentó la madre y me mandó hasta quién sabe dónde. Me dijo que iba a publicar la novela por su cuenta. Yo lo amenacé con demandarlo, pues la tenía registrada a mi nombre. Hubiera sido un robo, literalmente.

El libro no se publicó.

Basural de pasiones, inédita aún, llegó a las oficinas de la editorial Diana cuando Carlos Flores firmó el contrato para publicar su primer libro de cuentos. El encargo fue hecho por el entonces editor, José Luis Ramírez, pues pensaba aprovechar la “oleada de éxito” que el autor iba a tener. Era necesario contar con otro texto ya escrito para publicarlo inmediatamente después de Cuentos de sexo. Pero luego del pleito entre la editorial Diana y el escritor, José Luis Ramírez no quiso saber nada más de él. “Cuando quise pasar a la editorial a recoger mis originales, me dijo que ya todas mis porquerías estaban en la basura. Me pareció increíble esa respuesta, viniendo de una persona como él. Pero estaban encabronadísimos”.

Don Carlos sonríe cuando cuenta la historia.

Le digo: “Me gustaría que me cuente sobre esa huelga de hambre, ¿cómo fue?”

Él, sin dejar de lado el humor, responde: “pues fue sin comer”.

Y da un sorbo a su refresco.


5.


El martes 8 de agosto de 1989, aprovechando la celebración de la Feria Metropolitana del Libro, realizada en el pasaje Zócalo-Pino Suárez, Carlos Flores Vargas, de cuarenta y cuatro años, manifestó su inconformidad con la editorial Diana. En ese año había sido galardonado con el Premio Internacional de Cuento Max Aub y el Premio Latinoamericano de Cuento de la Casa de Cultura de Puebla; además, había obtenido el cuarto lugar en el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo.

La lucha no era por la publicación del libro, sino por una indemnización. El escritor pedía que, tomando en cuenta el tiempo perdido en el que la editorial había retenido el manuscrito de Cuentos de sexo, se le diera una compensación por la espera. “Estaba dispuesto a hacer justicia de una manera más civilizada, pero el contrato tenía muchas salidas legales. No podía demandarlos”, refiere Carlos Flores.

Entonces tomó una decisión: hacer huelga de hambre.

—No se me había ocurrido en dónde, y uno de mis amigos me dijo que aprovechara la Feria del Libro. Me pareció una gran idea, así que me preparé, hice una manta que explicaba el porqué de mi lucha y, cuando llegó el día, entré a la feria con unos amigos que me acompañaron para hacer bulto.

Por azares del destino, el lugar que Carlos escogió con antelación para sentarse y hacer huelga se ubicaba exactamente a un lado del stand de la editorial Diana. Al sitio acudieron personajes como Eli de Gortari, Carlos Monsiváis, Óscar de la Borbolla, Elena Poniatowska y un representante de la Fundación Max Aub, que “traía el apoyo de la Corona Española”.

Por más de una semana, el escritor y entonces militante de una causa inédita hasta el momento estuvo plantado en la Feria del Libro luchando por una indemnización. La editorial, de alguna forma, se hizo de la vista gorda.

Durante la huelga, Carlos Flores aprovechó para vender los ejemplares que restaban de aquella primera edición de autor de Cuentos de sexo. Luego de nueve días de no recibir respuesta, Carlos pensó que era hora de llevar a cabo el plan B. Un plan mucho más radical que, de fallar, tendría repercusiones físicas y psicológicas.

El 15 de agosto del mismo año, el autor lanzó una amenaza a la editorial Diana, con la intención de que lo tomaran en cuenta:

—Dije que me iba a amputar quirúrgicamente un miembro de mi organismo y me lo iba a comer guisado a la mexicana en presencia de quien quisiera asistir.

Al día siguiente, la editorial Diana cedió ante sus exigencias. Le otorgó una indemnización y dejó libre el manuscrito para que él le buscara cabida en alguna otra casa editorial.


6.


Hoy, veintisiete años después de aquel incidente, Carlos Flores Vargas no se arrepiente. “Después de la huelga de hambre, quedé vetado del gremio editorial”, cuenta.

Carlos Flores Vargas ha ganado una lucha contra la editorial Diana, ha ganado una indemnización. No tuvo que amputarse ningún miembro.

No tuvo que comer su propia carne.

Los diarios lo llamaron “el escritor autófago”.

Después de publicar una edición de dos mil ejemplares de Cuentos de sexo con Vicova Editores, intentó colocar sus libros en algún otro sello editorial. Y para eso era necesario material nuevo: Estela y la sangre, un compendio de nueve relatos, entre ellos los dos que habían sido galardonados.

Pero ya no lo querían. Como él mismo lo dice: “me convertí en el apestado”.

Un escritor apestado.

El escritor apestado.

Pasó cerca de diez años tocando las puertas de las editoriales sin que ninguna se dignara a publicarlo. Supo, hasta mucho tiempo después, “como el marido cornudo, el último que se entera”, que no querían tener tratos con él. Se hizo una fama de subversivo. Tuvo que resignarse a vivir en la lista negra del mundo editorial. Aquellos que nunca serían publicados.

—Una ocasión, Ignacio Trejo Fuentes me preguntó por qué no publicaba en editoriales “patito”. En ese momento se me ocurrió hacer mi propio sello. Y ahí nació Ediciones Patito Feo.

El oficio de impresor en la plaza de Santo Domingo lo ayudó a crear sus propios libros. Libros “artesanales”, ediciones de autor que después vendería por su cuenta.

Armado con un soporte para colocar los libros, con la pancarta llena de recortes de periódicos y con una facilidad de palabra exorbitante, Carlos Flores Vargas ha abordado, por muchos años, a los transeúntes de la Ciudad de México ofreciendo su literatura. Una manera insólita de ganarse la vida, pero, sobre todo, una forma de hacer justicia por su propia mano. De mostrar que es imposible silenciar a la cultura. No es posible ocultar la voz de un hombre que merece el completo reconocimiento por lo que hace.

Su nombre es Carlos Flores Vargas y escribe.

Su castigo por buscar la justicia fue, como en la Antigua Roma, ser condenado al olvido. Un olvido que no lo absorbió. Un olvido al que le plantó cara.


7.


En los tiempos de la Antigua Roma, el senatus consultum tenía una forma de borrar de la historia de la humanidad el rastro de cualquier hombre que, a su juicio, no mereciera perdurar en la Historia. Esto se conocía como damnatio memoriae (la maldición de Calígula y de Nerón): ser sentenciado a que nadie recordara nada de ti, ser lanzado al olvido. Al final, pasaba el tiempo y no había nada que hablara de ese hombre que algún día fuiste y del que todos sabían que existía. Tu nombre estaba prohibido. Hablar de ti era hablar de un fantasma con cuerpo.

Carlos Flores Vargas sobrevivió a la oscura maldición de la memoria. Rompió el canon con sus propios medios hasta dejar estragos en la realidad. Se convirtió en un punto del presente que se fue ensanchando como una mancha de tinta sobre el papel.

Le pregunto: “¿Por qué no intentó publicar con un seudónimo?”

—No me parecía algo correcto. Yo soy Carlos Flores Vargas, y así va a ser siempre. No necesito un seudónimo. Con mi nombre me basta.

A lo largo de todo este tiempo, después de librar una batalla que, a leguas, parecía en desventaja; después de resultar victorioso, pero también de perder la oportunidad de alcanzar el éxito en su momento, logró elevarse poco a poco.

Hoy, imprimiendo, empastando y vendiendo sus propios libros, se ha hecho un sitio en la literatura underground. Su nombre es parte de las leyendas de la ciudad. Una sombra que cada vez irradia más y más. Ha logrado vender arriba de quince mil ejemplares de sus libros por su cuenta y bromea al respecto: “Ya hasta me estoy volviendo famoso.” Es la fama que siempre mereció. El reconocimiento a su obra.

Carlos Flores Vargas, escritor marginal. “El apestado”, como él mismo se llama, sufrió el castigo de los que se sublevan. Sobrevivió al olvido colectivo. Sobrevivió a una huelga de hambre. Sobrevivió a la tempestuosa ciudad.

Fue uno de los tantos portavoces de Los hombres del alba que, como Efraín Huerta escribió, son los “caídos de sueño y esperanzas, / con los ojos en alto, la piel gris / y un eterno sollozo en la garganta”. Logró salir completo de una batalla e incólume de la maraña cultural mexicana. No se dejó envolver. Ni en un principio ni nunca.

Hoy tiene cáncer. Sin embargo, se nota en su rostro la esperanza de sobrevivir también. Con las ansias por seguir escribiendo, a punto de finalizar tres novelas, con las ganas de poner punto final a esos textos, a como dé lugar. Con la frente en alto, como está acostumbrado a hacerlo, sabiendo que el olvido no es para él.

Miro la primera edición de Cuentos de sexo. El último ejemplar que posee el autor. Una reliquia. La dedicatoria: “para mi padre” y la firma del autor. El índice que incluye seis cuentos. La página legal que da fe de que el tiraje fue de quinientos ejemplares, y el año: 1983. Y, por último, el epígrafe que revela la razón de una lucha personal.

¿Por qué seguir dando todo por una causa en apariencia perdida? ¿Por qué apostarle todo a la literatura? ¿Por qué? ¿Por qué…?

Y la respuesta sigue siendo algo incierto.

Leo el epígrafe en voz alta: “Malgré Tout.”

Malgré Tout: A pesar de todo —dice Carlos Flores Vargas.

Y sonríe.






Marco Antonio Toriz Sosa (Ixtapaluca, Estado de México, 1996). Estudia Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha sido dos veces becario de verano en la Fundación para las Letras Mexicanas (2015 y 2017) y del Festival Interfaz “Los signos en rotación” (2016). Obtuvo el segundo premio en el Concurso 46 de Punto de partida en la categoría de Cuento. Actualmente dictamina narrativa en la revista Primera Página y escribe la columna “Órgano de Ánimos Penfield”. Algunos textos suyos han sido publicados en Círculo de Poesía, Cuadrivio, Rojo Siena, Punto en línea, La Palabra y el Hombre, entre otros medios impresos y digitales.