Concurso 48 / No. 204

La aprendiz de Nicole Kidman

Facultad de FIlosofía y Letras-UNAM

 

Para Brenda

But that I am forbi
To tell the secrets of my prison-house,
 
I could a tale unfold whose lightest wor
Would harrow up thy soul.
William Shakespeare, Hamlet, I, 5



Nicole Kidman grita. Es un grito breve y rasposo, salido de su entraña, como si algún objeto pesado le hubiera caído en el estómago y lo hubiera obligado a salir. No es un grito de razón ni ensayo. Nicole Kidman no grita porque Alejandro Amenábar se lo haya pedido. Su grito es de auténtico terror, pero no sabemos nada de su origen. Se me ocurre que tal vez, mientras fingía dormir para rodar esa escena inicial en la que su personaje despierta de una extraña pesadilla, recostada en la cama, se percató del horror metafísico de sus acciones, del argumento lúgubre de la película que estaba por rodar, y despertó gritando, sin artificios, de verdad.

Yo también lo hubiera hecho en su lugar.

En realidad, mucho antes de ver esa película, ya era uno de mis miedos más profundos, uno que me reducía el hambre y el sueño: estar muerta un día cualquiera y no darme cuenta. Siempre existe ese riesgo, sobre todo si, como en Los otros, habitas una solariega casa victoriana en una isla inundada de neblina, luego de haber asesinado a tus dos hijos en un arranque de locura, movida por el trauma de haber perdido a tu marido en la guerra.

Espero que todos los lectores hayan visto la película o me temo que les habré arruinado el desenlace. Es de esas películas que solamente te emocionan la primera vez, aunque ese “solamente” implica un enorme placer. Pero no quiero que piensen que mi circunstancia es poco original o que carece de encanto cinematográfico. A pesar de todo, a mí me va mejor que a Nicole Kidman: yo estoy consciente de que estoy muerta.

Y aquí donde estamos —es decir, ustedes y yo— no es una película. Los muertos de verdad tenemos severas dificultades para ser captados por las cámaras (cuando sucede, siempre resultan imágenes borrosas a las que nadie da crédito y la gente tacha de lunático a quien las tomó), pero la palabra, por fortuna, nos sobrevive.

*


Sucedió hace meses, en la misma casa donde pasé mi infancia, a cinco mil o siete mil kilómetros de donde me encuentro ahora, escribiendo estas líneas. Mi familia no era gente de gran fortuna, no teníamos una tétrica mansión donde habitaran fantasmas por los siglos de los siglos, pero vivíamos confortables en aquella casa que, contrario a lo que ustedes pudieran pensar, era moderna, de tapizado y alfombra alegres, con acabados de madera en el vestíbulo y en el despacho, que reverberaban todas las mañanas gracias al barniz. No tenía áticos sombríos ni puertas cuya llave se hubiera perdido en la recóndita ambigüedad de los tiempos. Ahí llevé una vida tranquila.

Lucy y yo nos pasábamos las tardes viendo películas de espanto; ambas habíamos heredado esa vena misteriosa, el amor encarecido por el horror clásico, fantasmagórico, y a veces, en deslices, por el burdo suspense hollywoodense. Ella quería convertirse en actriz especializada en filmes macabros y su mayor ambición de toda la vida era superar, enterrar y bailar flamenco sobre el legendario grito de Nicole Kidman. Yo no soñaba con una carrera de luces y espectaculares, pero me hubiera gustado llegar a escribir guiones de terror. Una vez me animé a escribir un cortometraje que nunca llegamos a rodar.

La historia era la siguiente: una mujer sale huyendo de una casa antigua como las que hay en la colonia Condesa o en la Roma, de gustos franceses. Se le ve desesperada, en su rostro se refleja el miedo, y como mira constantemente sobre su hombro, el espectador deduce que alguien (o algo) la persigue. Corre por muchas calles, gira intrincadamente por las esquinas hasta que se oculta detrás de un poste de luz. Cuando voltea para averiguar si aún la siguen, no vemos nada. (¿Ha pasado el peligro? ¿La sorprenderá en cualquier instante mientras reposa bajo ese remanso de iluminación?) Mira a su alrededor; ha llegado a la entrada de un hotel pequeño. (¿A dónde más puede ir si es evidente que ha sido expulsada de su refugio?) Entra, alquila una habitación, y cuando sube hasta su cuarto, decide darse una ducha. Ella se cree a salvo, pero nosotros sabemos que no puede ser así. Mientras el agua cae del grifo llenando la bañera y ella se despoja de su ropa, escucha —o cree escuchar— que alguien avanza por el pasillo. Cierra la llave y hay un momento de silencio apenas roto por la gota rebelde que escurre por el tubo. Nosotros esperamos… (pienso en muchos amigos que habrían cerrado los ojos y cubierto sus oídos, conscientes de lo que sucede a continuación). Entonces se escucha un golpe seco: lo sabíamos, la ha seguido hasta ahí, hasta ese hotel perdido en el laberinto de la ciudad, e intenta derrumbar la puerta del baño. Ella se retrae hacia la pared y mira en derredor sólo para darse cuenta de que no hay manera de escapar. Se suelta a llorar y cuando la puerta cede totalmente, ella grita (sí, como Nicole Kidman). Quien atraviesa el umbral, sin embargo, no es una criatura grotesca, o tal vez lo sea para algunas gentes: es un hombre anciano (digamos Sean Connery o Donald Sutherland) que viste una sotana negra y empuña un crucifijo en la mano izquierda; un sacerdote. Murmura oraciones con voz violenta y la mujer se contorsiona: su rostro se vuelve sombrío, sus ojos se inyectan de sangre y un vaho siniestro le sale por la boca. Termina con una toma de la puerta exterior del cuarto y con sus gritos, que ya no son de este mundo. El demonio, por supuesto, era ella.

Me hubiera gustado que Lucy interpretara ese papel. Si no lo hicimos, aunque fuera con la cámara más vieja y de peor calidad, fue porque ella insistía en que su grito no era ni remotamente parecido al de Kidman y que no podía deshonrar mi trabajo con cualquier alarido vano y superficial. No, primero tenía que crecer y convertirse en una actriz reconocida.

Por eso, cuando no veíamos películas, nos dedicábamos a perfeccionar la técnica. Siempre que nuestros padres salían y nos dejaban solas en la casa, ensayábamos el aullido de horror que algún día habría de estremecer a las grandes masas. Nos escondíamos una de la otra y aparecíamos a nuestras espaldas por sorpresa, con el objetivo de recrear el momento de forma natural. La primera vez que lo hicimos, una vecina llamó a la puerta para asegurarse de que todo estuviera bien, pero con el tiempo, que vuelve invisible lo cotidiano, se acostumbró a nosotras. Nos llamaba “las niñas fantasma”, y para mí estaba bien, pero Lucy insistía en que la llamaran “la aprendiz de Nicole Kidman”, aunque sólo tuviera sentido para nosotras. Éramos felices.

*


Morí por un accidente doméstico, un miércoles cualquiera de julio (ni viernes trece ni una fecha cabalística que involucrara una secuencia de números seis), mientras me bañaba. Fue culpa mía porque siempre entraba a la ducha con las sandalias puestas para no resbalar, ahora que colocan azulejos tan resbaladizos para mantener a raya la población mundial, pero ese día lo olvidé. Me percaté de inmediato, al contacto de mis pies desnudos con el suelo frío y, por unos segundos, sopesé la posibilidad de salir a buscarlas, ya con el agua escurriendo por mi cabello, con la amenaza del viento helado que solía ponerme la piel de gallina y provocarme estornudos. No lo hice y no hacer nada, como hacer algo, cambia inevitablemente el rumbo de las cosas.

No recuerdo bien cómo resbalé, si corría espuma de jabón entre la mampostería, si el agua rechazó mis pies mortales caminando sobre ella como antes había aceptado los de Cristo, pero sé que no encontré nada para sujetarme en esos instantes milimétricos de la caída y que mi nuca dio de lleno contra el suelo.

Aunque fuera una muerte risible, fue también una escena de película: una cámara que toma desde arriba el cuerpo desnudo de una chica que se desangra en la ducha, con el agua tiñéndose de rojo y la regadera abierta como único indicador de que el tiempo no se ha detenido para los otros y que hay un mundo que se queda atrás.

Espero que los lectores comprendan si omito los detalles de mi descubrimiento, es decir, el de mi cuerpo. Es increíble, pero aún convertida en esto que soy (supongo que fantasma es la palabra, aunque se quede corta), hay escenas que dejan una huella profunda en la sensibilidad. No deberían dejar que ningún muerto vea cómo su familia llora sus restos, ni escuchar su llanto, ni mucho menos estar presente en el sepelio. ¿Pero a dónde iba a ir si no? No me habían dado instrucciones de nada, no vino nadie a recibirme ni a mostrarme el camino o a indicarme lo que hacía falta para “dar el siguiente paso”, ni había luces celestiales para seguir.

Tuve que regresar a casa con ellos después del funeral. Lo hice en la cajuela del coche porque Lucy decidió recostarse a lo largo del asiento trasero y yo entonces no sabía si podía ocupar el mismo espacio que ella sin ningún problema, si le provocaría un frío escalofriante en la piel y le pondría de punta los cabellos, si notaría mi presencia como una sensación molesta en la nuca o como una opresión inmaterial en el pecho. El maletero es incómodo, me moví mucho e hice ruido (ahí descubrí que después de todo sí podía manipular objetos) pateando el cofre y chocando el gato con otras herramientas. Provoqué que mi padre se detuviera para inspeccionar. Abrió el maletero y me miró directo a los ojos, luego recorrió mi cuerpo completo y regresó la vista a mi rostro. Cerró la puerta y cuando volvió a su asiento, lo escuché balbucear “no hay nada, las herramientas que saltan con los baches”. Pero esa noche no dejó de llorar.

*


Por supuesto que mis padres la pasaron muy mal luego de aquel día. Casi no hablaban entre ellos, y cuando lo hacían, inevitablemente alguno de los dos me mencionaba por cualquier motivo, para decidir si seguirían en la casa cuyo baño era responsable de mi defunción, para discutir el destino de mis objetos personales, para pactar la hora en que ahora habrían de tomar el desayuno, porque a mí solía darme hambre desde muy temprano. Sospecho que en el fondo se tenían un resentimiento mutuo por pensar que no me habían brindado suficiente protección. Cuando se duchaba, mi madre estallaba en lágrimas y golpeaba la pared a puño limpio hasta hacerse daño. Mi padre no tardaba más de cinco minutos bañándose, se vestía a prisa, apenas comía, se iba prácticamente sin decir nada y no volvía hasta el anochecer.

Pero el cambio más brusco y el que más me acongojó fue el de Lucy. Cuando volvía de la escuela ya no se tumbaba en la sala a mirar películas de terror; en vez de leer los blogs de cine en internet, que dedicaban amplias y categóricas columnas a los nuevos estrenos, comenzó a hacer la tarea completa (señal inequívoca de que un espíritu joven ha sido cabalmente domesticado, que su chispa se ha extinguido), y no sé si siempre le habían dejado tanta tarea y jamás la hacía, pero se pasaba todo el tiempo pegada a los cuadernos, hasta que el sueño la derrotaba.

Ya nunca ensayaba los gritos de Nicole Kidman. A los pocos días vino a tocar la misma vecina de la primera vez, preocupada. Contó que se había sentado en su sala, como cada fin de semana, pero que de pronto le habían ganado los bostezos, algo que no le sucedía desde hacía muchos años. Entonces sintió una angustia profunda en el estómago y el pecho, un desasosiego, un malestar; se había percatado del silencio que imperaba en nuestras casas desde hacía semanas. Corrió a ver si Lucy se encontraba bien. Esa tarde lloré, aunque ningún líquido escurría de mis ojos.

*


Nicole Kidman escucha un sollozo infantil en algún sitio de la casa. Corre a ver al más pequeño de sus hijos a quien ha dejado estudiando en el comedor, le pregunta por qué llora y el niño, desconcertado, le dice que no ha sido él. Nicole entonces piensa en su hija y corre al salón de música donde ella está. ¿Por qué lloras, qué te ocurre? No he sido yo, ha sido Víctor, el niño que se encontraba aquí hace un momento. Un niño del que Nicole Kidman no sabe nada. Con esa escena comienzan las señales paranormales y ultraterrenas de la historia. El cine de terror está hecho a base de cosas así, acontecimientos inexplicables que desafían al sentido común y que golpean el frágil muro de la cordura en la mente de los personajes y del público, hasta que lo rompen. Y en ese quiebre están los gritos. Recordando esa escena, tomé la decisión de regresarle a Lucy las ganas de superar a Nicole Kidman, desplegando todas las artimañas de los mayores filmes y los mejores espectros del suspense. Me aprovecharía de mi condición de aparecida para modificar las cosas de la casa a mi antojo cuando Lucy se quedara sola en la casa, para despertar en ella el instinto encriptado de “la aprendiz”. Y el primer viernes de agosto, mi oportunidad se presentó.

Siempre he creído que una película empieza y termina, es buena o es mala, triunfa o fracasa, por su música. Y una banda sonora es buena cuando se mueve a la misma velocidad que la historia y crece junto a la trama (por eso el tun-tun-tuntun-tun-tun de Misión imposible se hace más fuerte mientras más fuerte es el peligro, y por eso el tema de Parque jurásico pasa de la insignificancia de la especie humana al gigantesco ritmo de cuerdas y trompetas con los dinosaurios). Cuando Lucy se sentó en la sala con sus cuadernos, lo primero que hice fue encender la radio. Hice sonar una pieza de Nicholas Hooper que suena de fondo en una película de Harry Potter. Cuando las voces del coro cantaron el estribillo, abrí la ventana y dejé entrar el viento, ese inefable cómplice del misterio. Las hojas del cuaderno de Lucy se alborotaron al igual que su cabello. Entonces abrí la puerta del baño y la cerré azotándola, una y otra vez. Sabía que ella se acercaría, porque a pesar de haber visto tantas películas, era tremendamente curiosa y no se asustaría tan fácil. Cuando se aproximó, abrí por completo la puerta e hice que las luces del baño parpadearan y que la cortina de la ducha revoloteara. El toque final estaba al otro lado de ese manto de plástico: me quedé de pie al encuentro con su rostro, convencida de que mi aparición desencadenaría en su estómago el mismo miedo metafísico que llevó a Nicole Kidman al éxtasis. Lucy, mi aventurera Lucy, corrió la cortina. Ahora gritará, pensé.

No sé bien si ustedes me entenderán a partir de estas palabras. Toparse con un par de ojos es, de por sí, intimidante: si esos ojos son hermosos y pertenecen a una persona querida, el cuerpo reacciona enviando señales inequívocas; si esos ojos están consumidos por el horror, el cuerpo también lo reconoce. Yo no tengo cuerpo y tal vez eso me permitió mantenerle la mirada a Lucy, pero tampoco fue sencillo. Se sabe que alguien va a gritar porque los globos oculares se cubren con el velo del pánico, como una especie de preámbulo a la embriaguez del miedo; Janet Leigh no puede abrir bien los ojos en Psicosis cuando la cortina del baño se corre porque el agua de la regadera cae en torrente por su rostro, pero cuando muere, la cámara nos revela que, en efecto, conserva la mirada del espanto; John Marley contempla con los ojos bien abiertos la cabeza de caballo que encuentra en su cama al despertar, en esa escena tan famosa de El padrino, y en el final de la parte tres, Al Pacino abre los ojos hacia el cielo, como queriendo atravesar el universo, antes de pegar el grito por la muerte de la hermosa Sofia Coppola en las escalinatas de la Ópera; Nicole Kidman despierta de su pesadilla aullando de miedo, aunque nosotros sabemos que, en realidad, no ha despertado y que de hecho ha abierto los ojos a causa del horror de su pecado.

Lucy no gritó nunca, no me tenía miedo: ¿cómo temer a quien has querido desde siempre? Aquel era un horror distinto, el horror del día en que nació, cuando yo tenía cinco años y la cargué por vez primera, recelosa de que aquella criaturita me quitara el amor de mi familia; el horror de las tardes en que comprábamos helados en cualquier puesto ambulante del parque y escogíamos sabores contrarios para después envidiarnos mutuamente; el horror de la primera película de miedo que vimos en la sala, que en el fondo fue más placentera que terrible, porque la vimos abrazando los cojines del sofá y abrazándonos nosotras; era el horror de la vida, aquella que ya no teníamos ninguna de las dos porque una tontería en ese mismo baño nos la había quitado. Y el horror no era de Lucy, no estaba en sus ojos. Era yo, que no me reflejaba en ellos. Era yo quien estaba en posición de gritar en ese instante porque el juego se me había acabado para siempre, porque Lucy no sería Nicole Kidman ni yo envejecería con ella, porque Lucy en realidad no podía verme y sus ojos se habían fijado por casualidad en los míos al correr la cortina, pero yo no era un fantasma para ella, sino un recuerdo silente, doblegado, afónico, y aquello era horrible, una pesadilla, porque Lucy no tenía ninguna razón para gritar. A partir de entonces, no habría más que silencio.

Salí del baño, abrí la puerta de golpe y huí de la casa. En la calle me topé con la vecina curiosa que de seguro se había sentido atraída y perturbada por la tranquilidad. Pasé a través de ella y creo que ni siquiera se inmutó: fui yo la que sintió frío. Entonces emprendí el viaje hasta esta remota isla del Canal de la Mancha, a pie, por supuesto, ahora que al agua no le molestan más mis pasos en su superficie. Vine en busca de una bonita casa victoriana cuyos habitantes estén acostumbrados a gritar. Los ingleses que compran estas casas tampoco pueden verme, pero se asustan aunque no vean ni escuchen nada, quizás por el simple placer de asustarse a la vuelta de cada pasillo. Placer que, sospecho, los orilla a vivir en estas mansiones. Es gracias a ellos y a la escritura de estas líneas que, mal que mal, conservo la cordura




Rafael Esteban Gutiérrez Quezada (Ciudad de México, 1995). Actualmente cursa el noveno semestre de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Como cuentista ha colaborado en las revistas Horizontes del Colegio de Estudios Latinoamericanos, y Ágora del Colegio de México. Como columnista, colabora periódicamente en Horizontes. Ha recibido reconocimientos por su trabajo literario, como el Primer Premio Memorial 68 en la categoría de Cuento en 2015 y el XVI Premio de Cuento Letras Muertas en 2016.